La densidad de la ausencia

Primero, dejé de pensar que La escopeta nacional (1978) nos hablaba de la transición porque me di cuenta de que nos explicaba España por entero, una mediocridad sainetesca que nos ha acompañado antes, durante y después de los años en los que se cimentó el actual régimen político. Pero luego cambié de opinión de nuevo porque me di cuenta de que la película de Luis García Berlanga no describía el funcionamiento de un país sino del mundo en general. Tan ingenuo es pensar que se urden planes metódicos y racionales desde las altas instancias como querer ver taimadas conspiraciones detrás de todo: el sistema es mucho más simple y cutre de lo que quisiéramos imaginar y todo se pergeña en innumerables conciliábulos en los que se intercambian informaciones, favores y puñaladas traperas, como en las jornadas de caza de La escopeta nacional. Al fin y al cabo, lo que hizo de veras diferente a un gobernante como Donald Trump fue mostrarnos con más transparencia que nunca esa informalidad cochambrosa y esa desfachatez altiva con la que se conducen los poderosos de nuestro tiempo, o tal vez los de todos los tiempos.

En cierto sentido, Azor (Andreas Fontana) viene a ser una versión argentina y siniestra de La escopeta nacional. Se compone casi íntegramente de conversaciones turbias filmadas en planos cortos o medios de bustos que se aproximan entre sí para intercambiar confidencias, formando y dispersando a cada momento conjuntos casi escultóricos de negociantes melifluos y farisaicos. La cámara parece comportarse como si fuera un contertulio más que se acerca a un corrillo o se cuela en una reunión; y nos hace así copartícipes de los tejemanejes de empresarios, ministros, generales y sacerdotes implicados en una constante representación, pues algunas cosas se hablan con una franqueza apabullante pero, a la vez, reina la más estricta y generalizada desconfianza.

Estamos en la Argentina de la junta militar, en algún momento entre el mundial de fútbol de 1978 y la guerra de las Malvinas. El protagonista es Yvan de Wiel, el representante de un banco suizo que, acompañado de su esposa, visita Buenos Aires para indagar y retomar los negocios de su predecesor, desaparecido en extrañas circunstancias. Evocamos una vez más en la figura de Kurtz, el poderoso que se extravía enloquecido en la profundidad de la selva tanto en El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad) como en Apocalypse Now (Francis F. Coppola), un texto y una adaptación cuyas reverberaciones se hacen significativamente recurrentes en el cine de nuestro tiempo. De Wiel, de hecho, sólo se alejará de los despachos, cócteles, palcos y demás reuniones de alto copete en una ocasión en todo el metraje y será para adentrarse en una selva nocturna, río adentro, como la expedición de Willard a través de una guerra de Vietnam cada vez más irreal.

Lo que el protagonista de Azor encuentra al final de su trayecto -y viene ahora, advierto, el más escandaloso de los spoilers– no es la figura demente de Kurtz sino lo mismo con lo que daba el responsable de recursos humanos que protagonizaba La Question humaine (Nicolas Klotz): el registro metódico de una industria del exterminio, el balance de sus pingües beneficios, la organización de un negocio sustentado sobre el asesinato y expolio de los enemigos del sistema. Y De Wiel, por supuesto, llegará complacido a un sustancioso acuerdo para vehicular esa fortuna, una feliz operación de venta, blanqueo, depósito y reparto de comisiones. Es, para los beneficiarios de la dictadura y para la entidad financiera, lo que en el mundo de los negocios se conoce como un win win, una ventajosa asociación en la que todas las partes salen beneficiadas.

Si vemos Azor como un film sobre los tejemanejes de la dictadura argentina, se convierte en el contraplano perfecto de La larga noche de Francisco Sanctis (Andrea Testa, Francisco Márquez), un título que transmitía una inquietud pareja y donde compartíamos el temor y la paranoia de un civil implicado involuntariamente en la oposición a la dictadura, a pie de calle. Pero Azor es también una película sobre la perpetuación del poder corrupto en nuestro mundo, sea cual sea la época o el lugar. Los cenáculos en los que se mueve el protagonista son la continuación de los que vemos en Notorious (Alfred Hitchcock) o de los encuentros en ese despacho que domina todo el casino de Gilda (Charles Vidor), en los que los nazis ya no llevan uniforme sino traje y corbata. Discretamente, el fascismo y los negocios siguen con lo suyo, esto es, manejando de la mano sus intereses en oscuras conversaciones, incidiendo en la política y la economía para perpetuar su posición. Y son también, en el fondo, los mismos cenáculos en los que se cuece la política de América Latina entera en La cordillera (Santiago Mitre), en la que una cumbre de jefes de Estado en los Andes acaba resultando igual de corrupta y venenosa que las entrevistas bonaerenses de De Wiel.

Así, Azor se nos revela ante todo como un oblicuo film de espionaje, o la más dialogada de las películas de aventuras si se prefiere; un objeto extraño en el cine de hoy que, sin estridencias, se nutre de un rico humus temático. Cómo no pensar en el tercer episodio de La flor, el que compone un relato alambicado, vasto y lleno de ramificaciones ambientado en plena Guerra Fría. Mariano Llinás, precisamente, es coguionista de Azor y tiene una breve aparición en la poderosa secuencia que transcurre en el Club de Armas, un lugar que apela tanto a nuestra noción de la realidad -existen lugares así, lo sabemos aunque nunca los hayamos pisado- como al imaginario que hemos heredado de la literatura y el cine.

En La mujer sin cabeza (o La mujer rubia), de Lucrecia Martel, seguíamos a una mujer aturdida, aparentemente amnésica, filmada en primer plano a través de encuentros y diálogos que escapaban a su comprensión. De Wiel no se encuentra en la inopia como la heroína marteliana pero a ratos parece transmitir una circunspección pareja mientras trata de entender qué se traen entre manos los tipos que le rodean y calibra con suma cautela lo que debe decir y lo que debe callar. El cine argentino parece hallar un cierto punto de encuentro con lo hitchcockiano, esto es, con el suspense que genera compartir la incertidumbre y el proceso de adivinación de los personajes. Y sentir con ellos esa amenaza que emerge desde los márgenes del plano, traída por los personajes que entran y salen del cuadro pronunciando artificiales expresiones de camaradería. El mal que presentimos entre líneas es tan denso como la presencia latente de lo que no podemos ver, es decir, miles de personas represaliadas en secreto que sólo son representadas, en un sucinto flashback, por la imagen de la hija desaparecida -Agustina Muñoz, por cierto, una de las actrices habituales en la troupe de Matías Piñeiro- de un burgués que se codea con los círculos de poder pero ha tenido la mala fortuna de tener a una disidente en la familia. Tal vez la historia del cine después de Auschwicz sea el relato de esa inquietud generada por la noción de lo que está ahí pero no vemos, y quizás el sentido último y más profundo del suspense sea esa presencia invisible, un sutil aliento que sentimos ahora en cierto cine argentino de autor.

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