La paradoja de la libertad

La gran libertad de Große Freiheit (Sebastian Meise) es, ante todo, paradójica, pues no se encuentra donde cabría imaginar a priori. Quizás se encuentre en el más estricto confinamiento o incluso en la República Democrática Alemana, como sugiere en cierto momento Hans, el protagonista, consciente de que la legalidad al otro lado del telón de acero, aunque restrinja muchas otras libertades, es favorable a las personas homosexuales. En cambio, en la RFA del periodo comprendido entre la caída del Tercer Reich y finales de los años sesenta, sus hábitos son objeto de la más encarnizada persecución, como si no hubiera cambiado nada en ese aspecto tras el final de la guerra. Hans, de hecho, aún lleva tatuado un número en la muñeca que nos informa de que su encarcelamiento empezó antes del cambio de régimen. Y él mismo, en prisión, se ve en la tarea de descoser los emblemas nazis de las prendas militares, nimio gesto con el que se consuma un cambio de chaqueta en sentido literal y figurado.

Hans entra recurrentemente en prisión por causa de su afición al cruising y, una vez dentro, sus arranques de rebeldía le llevan al confinamiento dentro del confinamiento, esto es, a una oscura celda de castigo donde se queda solo y desnudo con sus recuerdos. Y el film encuentra a su manera una forma de libertad cada vez que Hans entra en esa mazmorra hedionda: es justamente en esos momentos cuando se producen los flashbacks -la historia nos es narrada desde 1968 pero retrocedemos a 1945 y a 1957- que van completando el relato, cubriendo sus oquedades, consumando el retrato de un personaje y de una vida que consiste precisamente en un camino hacia una libertad paradójica, la que le proporciona la solidaridad, el afecto, el encuentro con el otro. Al fin y al cabo, el amor es una forma de libertad que se alcanza mediante una cierta renuncia, una entrega a la otra persona. Y Große Freiheit parece encontrarse a sí misma precisamente en los planos en los que los cuerpos se encuentran y se entrelazan. Las secuencias del tatuaje, del encuentro sexual en la jaula a la intemperie y de los abrazos de consuelo que intercambian Hans y su compañero Viktor son los momentos más bellos y más logrados del film, instantes en los que Meise se evade del rutinario plano contraplano y halla una forma mucho más estimulante.

Es en la secuencia final del film -en la que suena L’Amour, l’amour, l’amour, la misma canción de Moloudji que Vincent Macaigne cantaba en un simpático pasaje de Fête de famille– donde Hans tiene la epifanía que le marca el camino hacia su particular große Freiheit. En ese subterráneo que remeda un siniestro calabozo y donde la sexualidad por fin se vive en libertad, allí es donde nuestro héroe comprende que sólo será libre junto al hombre que ama. Y cierra la película con un gesto rebelde y ácrata en las calles de la RFA de 1969, esto es, en el lugar y en el momento en que arrancó la filmografía de Rainer Werner Fassbinder. Hemos omitido hasta ahora que Hans es encarnado por Franz Rogowski, un actor que podría ser el digno sucesor de Klaus Kinski por el desparpajo con el que se entrega a toda suerte de interpretaciones extremas y rarunas. Pero Rogowski tiene más bien, a juicio de este cronista, una presencia fassbinderiana: en Große Freiheit y en otras películas, transita la imagen con un aire entre insubordinado y apaleado, su cuerpo parece encajar mal en los ritmos internos del lenguaje cinematográfico convencional o, más bien, hacerlo a su manera. Y su presencia, como la de Gottfried John en el cine de Fassbinder, tiene algo poderoso, parece componer por sí sola una parte sustancial de la puesta en escena.

Rogowski, pues, es quizás un elemento que conecta nuestro presente con el nuevo cine alemán de los años sesenta y setenta. Y es también un hilo conductor que nos ayuda a cartografiar un novísimo cine germanófono que respira justamente una gran libertad, nos sorprende por su creatividad y frescura, y es demasiado multiforme como para que los constriñamos mediante una etiqueta. Pues, en efecto, Rogowski es el único elemento cohesionador entre Große Freiheit y Luzifer (Peter Brunner) o Ich war zuhause, aber (Angela Schanelec), dos películas felizmente desafiantes, cada una a su manera, y también las últimas realizaciones de Christian Petzold (Transit y Undine), un eslabón importante en la cadena que nos une con el cine clásico. Si, a estos títulos citados, sumamos otros en los que no está Rogowski como Western (Valeska Grisebach), The Trouble with Being Born (Sandra Wollner) o Blutsauger (Julian Radlmaier), nos percatamos de que hay, como decíamos, una cierta región en el cine de nuestro tiempo que transmite una contagiosa vitalidad y una encomiable indisciplina. El cine alemán parece que no esté; sin embargo, no sólo está muy presente entre lo más destacado del panorama actual sino que supone una de las enmiendas más contundentes a la hipótesis sobre la enésima muerte del cine.

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