Kropotkin en el Jura o cómo aprender a ser crítico de cine

Unrueh (Disturbios), de Cyril Schäublin, es una película de una riqueza exuberante. A partir del relato moroso y oblicuo de la expedición de un joven Piotr Kropotkin al cantón suizo del Jura para tomar contacto con el movimiento obrero del sector relojero, Schäublin logra convocar multitud de ideas estimulantes: asistimos a la gestación de la utopía anarquista en el momento en el que los progresos en el campo fotográfico nos iban acercando al nacimiento del cine y, de alguna manera, Unrueh nos hace sentir una suerte de correlato entre la conquista de la emancipación social y la conquista de la imagen; a la vez, el film parece filosofar sobre la idea del control del tiempo y del espacio -las materias primas del cine- como mecanismo y como síntoma de la lucha de clases. En definitiva, Schäublin nos acerca sutilmente a las cuestiones más esenciales del hecho cinematográfico para reencontrarnos con ellas y con su profunda y callada dimensión política.

Pero hay un detalle formal en Unrueh que nos llama inevitablemente la atención desde los primeros compases de la película: multitud de secuencias están filmadas mediante encuadres lejanos, muy lejanos a veces, que dejan a los personajes centrales de la escena, aquellos a los que oímos dialogar, en una esquina de la imagen o al fondo, apenas entrevistos entre edificios u otros detalles. Esa planificación extraña pretende tal vez obligarnos a escudriñar las imágenes para llegar al quid de la cuestión: que, en el cine, lo importante es la relación entre lo que se ve y lo que no, entre lo que se muestra y lo que se sugiere, pues eso viene marcado por el punto de vista del cineasta -o quizás de todo el sistema industrial que hay detrás de la cámara- y marca a su vez la tarea del espectador, esto es, lo que debe conquistar mediante la mirada.

Pero, al margen de esa posible lectura, lo importante de esas imágenes esquivas es que contribuyen muy mucho a hacer de Unrueh un film genuinamente raro cuya significación no es evidente. Porque otra cuestión esencial en el cine es el valor de lo inagotable, es decir, el hecho de que las películas realmente valiosas no se caracterizan por ser abarcables, pétreos monumentos inertes, sino obras a las que se puede volver una y otra vez desde prismas diferentes para descubrir cosas nuevas o incluso para aumentar incansablemente su misterio. Y Unrueh parece una humilde pero enérgica celebración de ese misterio o, por alinearnos ideológicamente con el film, de la libertad sin control que recorre las imágenes cinematográficas. Podría haber sido una simple película histórica o política adornada con formas heterodoxas pero, a juicio de este cronista, Schäublin va mucho más allá.

Por su parte, The Zone of Interest, el último largometraje de Jonathan Glazer, adapta la novela homónima de Martin Amis y transcurre precisamente en otro punto crucial de la historia del cine: nada menos que en el escenario mismo de la solución final, episodio traumático de la historia europea del que carecemos de imágenes directas, por lo que se ha convertido en un simbólico fuera de campo de descomunales implicaciones éticas y estéticas, como comentábamos a raíz del libro de Jaime Pena El cine después de Auschwitz (Cátedra, 2020). Y no quisiera pasar por alto que, si en Unrueh asistimos al desarrollo inhumano de la explotación en un avanzado momento de la segunda revolución industrial, en The Zone of Interest estamos en el fondo ante la más extrema y cruel aplicación de la lógica industrial, es decir, el uso de cuerpos humanos como meros útiles productivos y ulteriores desechos exterminables.

Pero en lo que nos queremos detener es en el hecho de que Glazer mantiene la cámara lejos de los personajes durante todo el film, subrayando una distancia afectada respecto a ellos, como si un eventual primer plano implicara un grado de empatía intolerable por tratarse de los perpetradores de un genocidio. O como si el cineasta nos quisiera recordar en todo momento que adopta una mirada, digamos, fría y antropológica sobre unas criaturas de las que se siente alejadísimo. En paralelo, es importante subrayar que detalles marginales en algunos planos y, sobre todo, los sonidos que oímos de fondo en determinados momentos del film se encargan de enfatizar que el horror se está produciendo unos metros más allá, fuera de campo pero muy cerca de lo que vemos.

The Zone of Interest, en fin, establece su propio tabú y lo convierte en una norma que rige toda su puesta en escena. El problema es que el resultado de todo ello es demasiado evidente, enfático y simple. Uno se queda con la sensación de ver una película con una sola idea, la banalidad del mal filmada en planos invariablemente generales, que se comprende ya con nitidez en el primer plano de la película y no justifica las dos horas de metraje que le suceden. No creo que las películas tengan que ser siempre complejas ni que tengan que evolucionar a medida que se desarrollan; la cuestión es que, en este caso, hay algo relamido, pretencioso y fastidiosamente didáctico en el punto de vista que adopta Glazer. Incluso me atrevería a decir que The Zone of Interest parece un largometraje filmado no ya con pudor sino con miedo, como si la cámara no quisiera encontrarse con imágenes éticamente resbaladizas o dejar lugar a dudas de alguna manera. En definitiva, queriendo ser riguroso como Shoah, acaba siendo insultante como Schindler’s List.

Llegados a este punto, uno querría girar el objetivo sobre sí mismo y compartir con el lector el desafío que supone esta tarea extraña y vocacional que consiste en comentar películas: indagar la diferencia entre Unrueh y The Zone of Interest, particularmente entre esos planos distanciados de una y otra película, equivale a penetrar con humildad en el conocimiento del cine. Y, sobre todo, aprender a explicarlo equivale a convertirse en crítico de cine o, si se prefiere, a convertirse en un crítico cada vez más válido. Porque el quid de la crítica es, entre otras cuestiones, saber explicar ideas y sensaciones complejas de una manera sencilla y entendible. Por eso, quien firma estas líneas admira profundamente a los que tienen el don de la claridad. Los mejores críticos y críticas de cine -los de ahora y los de antes, en las tres o cuatro lenguas en las que me atrevo a leer a ratos perdidos- son los que nos ponen las cosas fáciles, y es de ellos de quienes intento aprender todos los días. Me gustaría dedicarles estas líneas como homenaje y como agradecimiento.

En el principio fue el verbo

Un par de veces, en Rear Window, Grace Kelly se gira, dirige su mirada hacia el fuera de campo y, entornando los ojos y entreabriendo la boca, dibuja de pronto una expresión de curiosidad casi lúbrica. En un film en el que Alfred Hitchcock ejerce un visible dominio sobre la presencia de los cuerpos en el plano, que se mueven y disponen siempre con harmonía y con sentido, basta ese leve gesto de la actriz para que sintamos un chispazo particular, un avance asilvestrado y excitante de la ficción. Porque Kelly se contagia entonces de la curiosidad de James Stewart y se implica en la trama detectivesca que su pareja ha emprendido por pura ociosidad o, mejor dicho, a causa de un confinamiento que le obliga a ejercer el complejo oficio de espectador.

Tal es el potencial metacinematográfico de Rear Window que, en numerosos encuadres, cuando compartimos el punto de vista de Stewart, vemos los avatares de sus vecinos encuadrados a su vez en un paralelepípedo -las ventanas de sus apartamentos- con la forma y las proporciones de una pantalla de cine. Son microficciones, pequeñas películas en sí mismas que cobran sentido por el hecho de ser observadas por el protagonista. Por eso el gesto de Kelly, cuando se suma al juego de Stewart, tiene algo así como un poder generador, activador: porque lo que vemos en su rostro es el nacimiento de la curiosidad, del acto de mirar y elucubrar una ficción. El cine es lo que ocurre en la pantalla pero también, o quizás principalmente, lo que ocurre en nuestro fuero interno.

La mirada de Kelly me recuerda a un momento determinado de un film más cercano, digamos, por ser de nuestro siglo y de nacionalidad española. En su día, se comentó la fuerza especial que tenía ese plano de Tiro en la cabeza, la película de Jaime Rosales sobre el encuentro fortuito entre un comando de etarras y una pareja de policías, en el que se produce el primer contacto visual entre los dos grupos y nos percatamos de ello por una variación en la mirada del protagonista. Un ojo que abre levemente los párpados y se fija en algo fuera de campo basta para desencadenar el suspense y elevar el film a una nueva fase.

Lo que se desencadena a partir de ahí era lo que propiamente tiene de thrillersui generis pero thriller al fin y al cabo- el film de Rosales. En Rear Window, lo que se desencadena desde que Kelly se mete en harina investigadora junto a Stewart no es solamente una nueva fase del thriller sino también algo muy particular y muy hitchcockiano: asistimos a la indagación y comentario en pareja de unos acontecimientos, es decir, a un thriller hablado y, por tanto, desprovisto de persecuciones, robos o asesinatos en pantalla. Como en The Trouble with Harry, un verdadero film-tertulia, aunque hay en realidad muchos otros diálogos en el Hitchcock de los años cincuenta en adelante -en Dial M for Murder, The Man Who Knew Too Much, Psycho…- en los que los personajes especulan largamente sobre el desarrollo de la trama; como si su cine se hubiera ido haciendo cada vez más autoconsciente, adquiriendo esa naturaleza de comentario, ese talante glosador que caracteriza al cine moderno desde, como mínimo, À bout de souffle.

Así pues, la pareja fabuladora de Rear Window -el trío, en realidad, si contamos también a Thelma Ritter- se nos antoja un precedente de Trenque Lauquen, una ficción de ficciones de Laura Citarella que, básicamente, nos habla de un hombre y una mujer que descubren a un personaje fascinante y deciden indagar juntos su historia, como si se tratara de un juego. Por lo demás, Rear Window y Trenque Lauquen puede parecer dos largometrajes sumamente diferentes: la acotación del espacio del film de Hitchcock nos hace pensar en el medio teatral, mientras que las idas y venidas de las criaturas de Citarella por un extenso espacio del interior de la provincia bonaerense nos recuerdan a la vez al paisaje del western y a los desplazamientos de un Sam Spade o un Philip Marlowe por los bulevares de Los Angeles. Pero ambas películas subrayan la importancia crucial de la palabra en el cine, particularmente en el cine moderno.

Porque la conquista de la modernidad ha tenido mucho que ver con las nociones de la ausencia y la invisibilidad, esto es, con la fuerza poderosísima de aquello que no se ve en la pantalla. Y tan importantes son los silencios, desapariciones y eclipses en el cine de Antonioni y sus muchos discípulos como la verbosidad de los personajes de Hitchcock, Eustache, Kiarostami o Citarella. La palabra añade una nueva dimensión a la imagen porque nos obliga a generar en nuestro interior cosas que no estamos viendo; y, como decíamos más arriba, quizás el cine consiste en eso tanto o más que en lo que está físicamente ante nosotros. Recordemos que, cuando Kelly observa por la ventana y se contagia de la curiosidad de Stewart, no hay un contraplano y, por tanto, lo que ve la joven protagonista de Rear Window queda fuera de campo y sólo existe en su mirada y en nuestra imaginación. Cómo no pensar también en una obra tan relevante como Shoah, la vasta evocación de Claude Lanzmann sobre unos hechos sin imágenes, un film hablado precisamente. En definitiva, en el principio fue el verbo.

Hacia la revolución

Corría el 20 de noviembre y estábamos en la tercera jornada de L’Alternativa, el festival de cine independiente de Barcelona, cuando conocimos la noticia de la muerte de Jean-Marie Straub. Nos dejó dieciséis años después que Danièle Huillet pero sólo dos meses después que Jean-Luc Godard, a quien dedicó en 2020 un bellísimo film que vio la luz en pleno confinamiento, La France contre les robots. Y podría parecer oportunista la idea de que los espectros de Straub y Godard sobrevolaron la 29ª edición del festival pero lo cierto es que el director de Pierrot, le fou compareció efectivamente en L’Alternativa: lo hizo un día antes del fallecimiento de su colega, en la proyección del film de Cyril Leuthy Godard, seul le cinéma. Quizás sea un documental muy poco godardiano en su forma -planteamiento, nudo y desenlace en riguroso orden- pero puede también que sea ésa su gran virtud, esto es, la sencillez de abordar la figura del cineasta francosuizo con humildad para ponderar la dimensión de su obra escuchándole tanto a él como a otras voces significativas en la glosa de lo godardiano como son Nathalie Baye, Antoine de Baecque, Alain Bergala, Romain Goupil, Julie Delpy… Con el paso del tiempo, el centro de gravedad del cine se va desplazando poco a poco; y, si la Nouvelle Vague y otras corrientes de fondo que transformaron el cine alrededor de los años cincuenta parecen estar en el corazón del relato universal del cinematógrafo que manejamos hasta ahora, tal vez haya llegado el momento de empezar a pensar en la centralidad y la influencia que van adquiriendo determinadas manifestaciones alternativas, radicales y contestatarias de los años sesenta y setenta. No en vano, incluso una noticia tan banal como la publicación de uno de esos rankings inanes en una revista nos invita a pensar en ello al situar Jeanne Dielman, 23, quai du commerce, 1080 Bruxelles (1975) en el primer puesto. En esa misma década de los setenta en la que Chantal Akerman firmó ése y otros largometrajes cruciales, Huillet y Straub estaban realizando algunas de sus películas capitales y Godard atravesaba su periodo más militante y riguroso, el del grupo Dziga Vertov y títulos como Ici et ailleurs.

El espíritu poderosamente ideológico y comprometido de ese particular segmento de la historia del cine -y de toda la filmografía en general de los fallecidos Godard y Straub- reverbera de diferentes maneras en el cine de corto y largo metraje que hemos visto en L’Alternativa; de hecho, quizás se pueda decir eso de cualquier edición del certamen pero, en esta última, parece haber brillado con una luz especial la dimensión política de las imágenes. De una manera muy evidente en títulos como Armotonta menoa – Hoivatyön lauluja (Susanna Helke), algo así como una variación finlandesa de Un chambre en ville, o en Geographies of Solitude (Jacquelyn Mills) y Matter Out of Place (Nikolaus Geyrhalter), sobrios pero nítidos discursos ecologistas vehiculados a través de una apuesta cinematográfica marcadamente observacional. En ese aspecto, los filmes de Mills y Geryhalter coinciden con GES-2 (Nastia Korkia), una película que evoluciona sutilmente de lo contemplativo a lo ensayístico. A partir de un motivo sencillo, la filmación de unas obras de restauración en Moscú para convertir una vieja planta industrial en museo de arte contemporáneo, Korkia nos invita a reflexionar sobre la generación del gesto artístico, lo que hace que algo -cualquier cosa, las imágenes del propio film, un objeto en mitad de un espacio…-, adquiera la condición de arte o, al menos, nos invite a la reflexión o a la retórica. A su manera, juega en el mismo terreno que el Ruben Östlund de The Square pero logra ser más incisiva con mucho menos aparataje.

Europa o la desolación

Dejar respirar a las imágenes, y al espectador con ellas, es a fin de cuentas un gesto poderosamente político, y por eso el cine de Ulrich Seidl parte de planos quietos y frontales para avanzar hacia relatos terroríficos, retratos implacables, pesadillas a la vez hiperrealistas y fantasiosas acerca de una Europa contemporánea convertida en páramo de desolación. Sparta confirma la profundidad de su mirada, devastadora y humanista al unísono, así como la honda raigambre de su cine, que parece sumamente original pero no es para nada un objeto aislado: relatándonos las andanzas de un pederasta austriaco en Rumanía que lucha contra su pulsión a la vez que la alimenta, Seidl nos recuerda por momentos al Fritz Lang de M – Eine Stadt sucht einen Mörder o al Luchino Visconti de Morte a Venezia y de La caduta degli dei. Y, además, viendo el cine de Seidl (también hemos podido rescatar en L’Alternativa Mit Verlust ist zu rechnen, un título de 1992 cuyas conexiones con Sparta son interesantísimas), parece que la pesada presencia de los horrores de la Segunda Guerra Mundial subsista calladamente bajo la tierra helada de Centroeuropa. Algo que sospechamos también al ver Eo, última realización de Jerzy Skolimowski, en la que sentimos la germinación de un nuevo fascismo a lo largo de un trayecto por las mismas tierras que fueron un día escenario de la solución final; el film, de hecho, termina con lo que parece una alusión directa a la maquinaria exterminadora de Auschwitz-Birkenau. Antes, la epopeya del protagonista, un burrito que va cambiando de manos a lo largo del metraje, no nos recuerda tanto al Robert Bresson de Au hasard Balthazar como al Charles Dickens de Oliver Twist o David Copperfield. El cine de L’Alternativa, así pues, no sólo es observacional sino que recoge también las derivaciones de una rica tradición narrativa que se manifiesta en detalles como el aliento dickensiano de Eo o la maestría con la que Sparta maneja los mimbres del guion clásico cinematográfico, un mecanismo poco evidente pero presente entre líneas.

Hay también un profundo conocimiento del guion clásico bajo la estructura de Matadero, el nuevo largometraje de Santiago Fillol. Pero el cineasta argentino se acerca más bien al Godard de Passion para relatarnos la historia de una película imposible, un rodaje condenado ab initio al fracaso por las tensiones internas entre los miembros del equipo, que albergan muy diferentes visiones del proyecto. Sabemos desde el principio que las cosas acabarán mal, con violencia; y, a medida que avanza el film, comprendemos cuán presente está el contexto histórico tras los acontecimientos -estamos en 1975 y en Argentina, sólo un año antes del golpe militar de Videla, Massera y Agosti- y cuán interesadas, ideológicas y maniqueas pueden ser las distintas concepciones de la puesta en escena. Fillol nos sacude saludablemente con la menos romántica de las visiones sobre la cinefilia, la recreación de un rodaje como auténtico matadero. Por eso, en un cierto sentido, tiene vagas concomitancias con Saint Omer (Alice Diop), que dedica la mayor parte de su metraje a la recreación de un juicio como una pautadísima puesta en escena en la que los gestos, las inflexiones de voz, la posición de los cuerpos, cualquier detalle por nimio que parezca obedece a razones profundamente ideológicas. El mejor tramo de Saint Omer es su primera mitad, en la que combina poderosos primeros planos dignos de Pedro Costa, alusiones muy pertinentes a Marguerite Duras y Alain Renais -es decir, a Hiroshima mon amour– y larguísimas tomas de la acusada declarando ante el tribunal que nos retrotraen al Kiarostami de Nema-ye Nazdik (es decir, Close-up) o al Jean Eustache de Numéro zéro o Une sale histoire. En su segunda mitad, marcada a su vez por el guiño a la Medea de Pasolini, el film da la sensación de explicarse demasiado; en cierto sentido, gana densidad su significación pero no su forma. Algo parecido a lo que pasa en Suro (Mikel Gurrea), un título muy estimulante y lleno de posibilidades -al fin y al cabo, transita provechosamente uno de los terrenos más fértiles del cine moderno: la amarga, incómoda, agresiva descomposición de una pareja- que, a medida que avanza, parece ir perdiendo fuelle por querer, digamos, cerrarse como relato y como discurso.

Fuga de Alcarràs

Por el contrario, los extravíos narrativos y formales son, en el fondo, el gesto más político, la actitud más revolucionaria que puede adoptar un film en determinadas circunstancias. La dislocación de un relato que podría haber sido perfectamente lineal o cerrado es la razón de ser de Camarera de piso (Lucrecia Martel) y Carta a mi madre para mi hijo (Carla Simón), dos cortometrajes que podemos aventurar como los trabajos más rupturistas de sus respectivas autoras. Martel tiene la astucia de pulverizar expectativas, ir segando con cada imagen lo que las anteriores habían ido sembrando y, a su manera, demoler lo que podría haber sido una peliculita social y con mensaje al uso; realmente, como si le poseyera el espíritu insobornable de Godard. Simón, por su parte, parece homenajear explícitamente a Apichatpong Weerasethakul al filmar seres etéreos bajo una llama sobreimpresa; y la ambigüedad del título se traslada a la forma del film, en el que el cine deviene en un no tiempo y un no lugar donde conviven los vivos y los muertos, los presentes y los ausentes. Carta a mi madre para mi hijo nos confirma lo que ya sugerían los mejores tramos de Estiu 1993 y Alcarràs: que Simón es una cineasta mucho más sugerente cuando la forma, asilvestrada y libre, prevalece sobre el discurso.

No menos radical es la hechura de Mis dos voces (Lina Rodríguez), testimonio coral de tres mujeres latinoamericanas afincadas en Canadá en el que hay un vistoso y constante décalage entre la banda de sonido y las imágenes, las dos voces de la película. El resultado es un flujo constante y cadencioso, un discurso aparentemente inconexo, una forma exquisitamente libre. Lo cierto es que Rodríguez convoca multitud de temas entre íntimos y sociales -la violencia dejada atrás en Colombia, los problemas de los inmigrantes en Canadá, la violencia de género…- pero dista tanto como Martel de articular un film discursero y aleccionador; felizmente, prefiere confiar en una forma digresiva, revolucionaria. Algo similar a lo que hace Andrés Duque en Monte Tropic, que puede parecer un artefacto relativamente convencional en la filmografía de un realizador harto experimental. Es un espejismo: ni siquiera hay una unidad de tono en el film, que empieza mostrándonos la intimidad de un pisito habitado por jóvenes marroquíes afincados en Barcelona, pasa a mostrarnos un viaje a su país en una suerte de aparte abstracto filmado en unas ruinas, continúa con una performance raruna sobre un escenario y un posterior intercambio de testimonios en el propio teatro… Duque se interroga con nosotros acerca de cómo hacer hoy en día cine político desde una voz experimental, y sobre cómo hacer que los protagonistas hablen por sí mismos, que su voz se imponga sobre la película en lugar de la consabida voz autoral como si estuviéramos realmente ante una ramificación del legado del grupo Dziga Vertov. Película despojada de los oropeles del lenguaje cinematográfico y en busca de una libertad de nuevo tipo, Monte Tropic es un logro mayor alcanzado con los medios más austeros. Y entiendo perfectamente la alegría expresada por Duque al saber que Ayoub el Mernissi, uno de sus protagonistas, acometió después la realización de un cortometraje autobiográfico, El camino hacia la emigración, que acompañó a Monte Tropic en una acertada sesión conjunta del festival.

La voz humana

Mis dos voces y Monte Tropic -como también los mejores segmentos de Saint Omer– nos introducen, además, en otro de los terrenos más fértiles del cine de L’Alternativa, esa zona extraña del cine en el que la palabra cobra una poderosa vitalidad, unas veces redimensionando las imágenes y otras substituyéndolas, incluso generando aquello de lo que han sido privados nuestros ojos, como en la Shoah de Claude Lanzmann. O como en el cine de Straub y Huillet, que tantas veces parte de la recitación de un texto para arribar a formas cinematográficas mucho más sofisticadas de lo que parece a primera vista. Dos rotundos ejemplos, muy diferentes entre sí: Las hostilidades (M. Sebastián Molina) es casi un primo hermano mexicano de Mis dos voces, un largometraje compuesto por un coro de voces en off sobre imágenes cuyo vínculo con el relato no es muy evidente. Lo que vemos no ilustra lo que oímos sino que más bien lo comenta; o tal vez deberíamos decir que se genera un efecto poético, un bello roce entre la visión y la palabra. Al mismo tiempo, se habla y habla de violencia pero no la vemos, ni siquiera sus huellas o indicios, por lo que se convierte en una presencia inquietante que presentimos como si permaneciera agazapada entre plano y plano. En segundo lugar, La visita y un jardín secreto (Irene M. Borrego) es de nuevo un film engañosamente sencillo, en realidad un mecanismo complejo e inteligentísimo. Oímos a la cineasta, que nos habla en primera persona de su familia, y comparecen dos pintores en la película: a Antonio López, lo oímos pero no lo vemos, y a Isabel Santaló, la vemos pero apenas la oímos. Debemos conquistar su voz lo mismo que su recuerdo, la memoria de una artista de gran relevancia caída en el olvido en el medio profesional y en el ostracismo en el círculo familiar. El propio cine parece ser acometido por Borrego como una conquista, el descubrimiento de lo que no se ve, como un paseo por estancias llenas de ganchos en las paredes para sostener cuadros que no están, recuerdos e imágenes que, como la propia Santaló, se nos presentan como un secreto. No nos sorprende que aparezcan entre los agradecimientos los nombres de Pablo García Canga y Diana Toucedo, grandes cineastas de la poquedad, pues La visita y un jardín secreto logra, con muy poquito, suscitar muchos temas.

Une vie comme une autre (Faustine Cros) guarda algunas concomitancias con el film de Borrego: la cineasta nos muestra imágenes de su madre Valérie para indagar su pasado familiar, incluso su identidad en cierto sentido. Cros interroga a las imágenes pero no tanto por lo que contienen como por lo que nos revelan acerca del punto de vista de quien las filmó, su padre en unos casos y la propia cineasta en otros. La impotencia de la cámara ante la profunda, íntima infelicidad de Valérie nos invita a reflexionar sobre una suerte de banalidad del mal intrínseca al acto de filmar, tal vez al simple hecho de mirar. Une vie comme une autre es, pues, otro film modesto y conmovedor que, sin alharacas, llega muy lejos, pues nos informa sobre la inagotable riqueza del motivo de la filmación familiar, un tema que sigue siendo un territorio fertilísimo para estudiar la naturaleza y el misterio de las imágenes. Aunque, de hecho, podemos ampliar esa idea hacia todo el cine sustentado sobre una vasta hojarasca de footage. Poletje 91 (Žiga Virc) parece una traslación a los Balcanes del estilo de Sergei Loznitsa al mantener una astuta ambigüedad entre la objetividad y el discurso. Las filmaciones recogidas nos muestran episodios marginales de la breve contienda que acompañó el proceso de independencia de Eslovenia, así como escenas familiares en las que asistimos a la germinación de un bilioso nacionalismo, la tensión y los rencores que llevaron a la sangrienta descomposición de Yugoslavia. Por su parte, Još jedno proleće (Mladen Kovačević), también conocida como Otra primavera, es casi una adaptación extravagante de La peste de Camus en la que una epidemia de viruela acontecida en 1972 nos es referida a partir de un largo relato en off y una prolija sucesión de imágenes de cuerpos granulosos y miasmáticos. La otra primavera de Kovačević es a la postre la historia de una monstruosa transfiguración de la carne, un documental que roza lo fantástico y que me atrevo a fabular que agradaría seguramente a David Cronenberg.

Capítulo aparte merece la única incursión en lo fantástico, aunque sea sumamente oblicua y sui generis, entre los largometrajes que este cronista ha visto en la última edición de L’Alternativa. Luminum (Maximiliano Schonfeld) nos presenta a una madre y una hija obsesionadas por los ovnis. De sus noches de guardia -a veces, acompañadas por nutridos y animados grupos de aficionados a la ufología como ellas- observando el cielo a la espera de que aparezca una nave extraterrestre, nos llegan escenas deliciosamente irónicas, captadas con una retranca digna de Mariano Llinás, y planos de la oscuridad rasgada por puntos luminosos en movimiento, auténticas imágenes abstractas que componen algo así como una variante nocturna de las telas de Kandinsky. Luminum nos demuestra así que el cine siempre acaba llegando a una cierta abstracción, a algún tipo de experimentación. Precisamente, Godard, seul le cinéma, a la que nos referíamos al principio de nuestra crónica, recoge unas divertidas declaraciones del cineasta suizo en las que afirma haberse dirigido en más de una ocasión al Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS), gran institución francesa de investigación científica equivalente a nuestro CSIC, para pedir sin éxito una subvención. Efectivamente, hacer cine es investigar, experimentar; también lo es verlo y analizarlo, comentar la genealogía de las imágenes y aprender cosas sobre el estado del mundo a través de ellas. Pues, en definitiva, nunca ha habido nada más determinantemente político que el conocimiento. Y la idea del cine de Godard y Straub siempre estuvo muy ligada a cierta noción de conocimiento, a un compromiso a la vez moral e intelectual. No sé cómo será ni cuándo empezará la próxima revolución pero sé que, mientras tanto, podemos seguir interrogando al cine o, mejor aún, escuchando las preguntas que las imágenes nos plantean.