¡Walter Hill!

Probablemente, ya no contábamos con Walter Hill. No porque ya sea un hombre de 81 años sino porque hace tiempo que sus realizaciones pasan más o menos desapercibidas. Por eso, ver ahora Dead for a Dollar ha tenido el regusto de un reencuentro. De entrada, el título nos puede sugerir una cierta reminiscencia del cine de Sergio Leone, y algo hay en sus formas rudimentarias que nos recuerda a la estética del spaghetti western. Pero, en realidad, con lo que nos reencontramos es con el aliento original del cine de Hill, un espíritu particular que nos retrotrae directamente al cine americano de los años setenta.

Excepto por la presencia en pantalla de dos comediantes tan conocidos como Willem Dafoe y Christoph Waltz, Dead for a Dollar nos deja la sensación de estar realizada con medios harto austeros. Además, muestra a menudo unas formas rudas o incluso poco cuidadas, como cuando se producen vistosos fallos de rácord o las transiciones de una secuencia a otra se resuelven con un convencionalísimo plano de dron. Pero, en conjunto, se trata un film vigoroso y directo, rico en inteligentes montajes paralelos y secuencias poderosamente rítmicas. Hill, pues, nos hace sentir su voz propia, que es la de un narrador sólido, vibrante y con un hábil sentido de la progresión dramática.

En las postrimerías del siglo XIX y en la zona fronteriza entre México y Estados Unidos, un cazador de recompensas es contratado para rescatar a una dama secuestrada; pero los personajes van destapando sus motivaciones ocultas o cambiando de bando a medida que avanza el metraje y la trama da un giro sobre otro. Así, Dead for a Dollar vuelve a mostrarnos, como es habitual en el cine de Hill, un ambiente corrupto y viciado, sembrado de traiciones y dobles juegos, en el que los comportamientos heroicos surgen por rabia y hartazgo más que por una improbable nobleza de los protagonistas. Y, como ocurre siempre en el western clásico, es menos relevante el contexto histórico que la visión que se cuela entre líneas de la América de hoy: cínica, corrupta, racista, obsesionada con el pecunio y recorrida por una hostilidad omnipresente que hace irrespirable el ambiente.

Hill compone en este su último largometraje una celebración pura del western clásico -los tipos, la trama, la demora de un duelo final…- que incluye esa característica visión ambigua del mito americano en la que conviven la épica y su reverso turbio. De hecho, lo que recuperamos con Dead for a Dollar es más bien el espíritu genuino del Nuevo Hollywood tal y como respiraba en los años setenta: una noble y apasionada revisión del cine americano clásico en la que caben el tributo y la reescritura, amén de una delectación pura en la narración, en el hecho simple y salvaje de hacer cine, aunque sea pobre o imperfecto. Algo parecido a lo que transmitía el estilo de Michael Cimino, cuya filmografía fue incluso más irregular y errática que la de Hill. Ambos son probablemente, junto a John Milius, los parias de su generación, cineastas que no lograron consolidar su prestigio ni tener un recorrido tan sólido como Martin Scorsese. Ni como Paul Schrader o Brian De Palma, realizadores en el fondo tan desahogados, petardistas e irregulares como ellos. Tampoco les rodea una romántica aura de ángel caído como a Francis F. Coppola.

Pero, con todo, Hill pertenece a esa estirpe y Dead for a Dollar transmite un sentido del cine que da cierta continuidad a las reverberaciones del Hollywood de los años setenta, lo cual le alinea con los cineastas más interesantes del Hollywood actual, de Richard Linklater a Paul Thomas Anderson pasando por Kelly Reichardt y muchos otros. De hecho, la sencillez con la que Hill nos devuelve al acento de cierto western tardío, ya sea italiano a lo Leone o americano low cost a lo Roger Corman, nos invita a pensar que llega con naturalidad adonde quiere llegar también Quentin Tarantino hablándonos con mucha más fatuidad. Dead for a Dollar representa también, en fin, lo más opuesto que hay al cine de Christopher Nolan, alguien que, contrariamente a Hill, parte de una perfección formal impecable para llegar a un conjunto insustancial, pesado y banal.

Un duermevela fantástico

Mucho tiempo he estado acostándome tardísimo. Desde la adolescencia, he robado horas y horas al sueño para leer o ver películas arropado por la quietud de la noche. La acumulación de todo ese acervo a lo largo de los años y el presumible desgaste que acarrea el avance del tiempo han hecho que la memoria del cine en mi fuero interno esté llena de imprecisiones y vaguedades. Por eso hoy leo con cierta culpabilidad La memoria en imágenes. El tiempo y el recuerdo en el cine y más allá (Trea), el volumen colectivo que ha coordinado Carlos Losilla y que está sembrado de alusiones a películas de Anthony Mann, Otto Preminger, George Cukor y tantos otros que vi hace demasiado tiempo, nunca he revisado y, ahora, recuerdo muy pobremente. El libro, de hecho, no es sólo un estudio sobre la materialización multiforme de la memoria en el arte cinematográfico sino también una divagación colectiva sobre cómo el cine habita en nuestra memoria individual. Un enfoque que ha invitado a los autores a desplegar textos en primera persona y tono íntimo, bellos ensayos que respiran un aire literario y en los que se prodigan las referencias a Marcel Proust, pues la experiencia de todo cinéfilo es, al fin y al cabo, una búsqueda del tiempo perdido. El cine es fundamentalmente memoria, un magma acumulado en nuestro recuerdo que algunos nos empeñamos en tratar de sistematizar. Pero es también memoria de sí mismo, un arte que viaja constantemente a su propio pasado, que se nutre del recuerdo activo unas veces y, otras, de reminiscencias insospechadas. La memoria en imágenes es también una exploración de esa máquina del tiempo que representa el cinematógrafo, comunicándonos permanentemente con el pasado y con el futuro.

Todos los textos del libro -junto a Losilla, que firma la introducción, los autores y autoras son Imma Merino, Jordi Ibáñez, Áurea Ortiz, Ivan Pintor, Aarón Rodríguez, Joe McElhaney, José Antonio Hurtado, Roberto Amaba, Charlotte Garson, Toni Junyent (precioso su homenaje a la madalena de Por el camino de Swann) y Sergi Sánchez- son sumamente valiosos pero, en lugar de ser exhaustivos, vamos a detenernos aquí en lo que podemos llamar el cuerpo extraño del conjunto, que no es un texto sino un videoensayo que funciona también como una suerte de introducción al cuerpo central de la obra que conforman los ensayos escritos. Cristina Álvarez y Adrian Martin aportan un montaje de seis minutos y medio que se puede ver en Vimeo y a la que da acceso un código QR impreso en el capítulo titulado Recuerda tras un comentario firmado por ellos dos. El videoensayo compendia una selección de flashbacks extraídos de filmes que nos llevan del cine americano de los años cuarenta a los autores señeros del cine europeo de diferentes periodos como Ingmar Bergman, Nicolas Roeg o Raúl Ruiz (como sabrá el lector, chileno de nacimiento pero afincado en Francia durante largo tiempo). Son “breves destellos del pasado, una condensación de las formas que ha tomado esa representación cinematográfica a lo largo de su historia y un tejido de curiosas asociaciones” (P. 28), según las palabras de Álvarez y Martin. Y, de esas “curiosas asociaciones”, me llama la atención que la mayoría de las imágenes que componen el montaje muestren algún tipo de movimiento, ya sea un suave acercamiento de la cámara hacia el rostro de Diana Lynn en Ruthless (Edgar G. Ulmer) o la trepidación del paisaje alejándose a toda velocidad en las tomas de Ingrid Bergman y Gregory Peck esquiando en Spellbound (Alfred Hitchcock) o en las de Marianne Faithfull en moto en The Girl on a Motorcycle (Jack Cardiff). En los segmentos de Suddenly, Last Summer (Joseph L. Mankiewicz) o Sommaren med Monika (Bergman), el movimiento de la cámara parece cumplir la tarea funcional de seguir las evoluciones de, respectivamente, Liz Taylor y Harriett Andersson. En Bad Timing (Roeg), la cámara nos acerca a las aguas del mar que se van desenfocando para dar paso, mediante un fundido encadenado, a la imagen de Theresa Russell abriéndonos los brazos; en Bonjour tristesse (Preminger), un suave zoom nos acerca al rostro lloroso de Jean Seberg, que nos confiesa en voz en off: “I try to stop remembering but I can’t”; y un movimiento aún más sutil sigue el avance al ralentí de una figura que se va enfocando poco a poco en C’era una volta il West (Sergio Leone).

Puede que en esas coincidencias haya algo de azar: el movimiento puebla las imágenes cinematográficas por doquier y con múltiples funciones y significaciones, sí. Pero puede también que el poder evocador del movimiento sea algo que no sólo se manifieste en aquellos planos en los que ese efecto es buscado de manera más clara (los de Ulmer, Roeg o Preminger) sino también en otros más insospechados. Pienso especialmente en esa suave panorámica que acompaña el avance de la lancha adentrándose en el archipiélago de Estocolmo en Sommaren med Monika, un movimiento que parece seguir también al recuerdo que se aleja, penetrando en el inefable reino del pasado. Y, en el más abstracto de todos los filmes citados, la adaptación de Le Temps retrouvé de Raúl Ruiz, la figura del mismísimo Marcel Proust se congela en plena caída tras tropezar con el empedrado de una calle de Venecia; Ruiz detiene el movimiento diegético y lleva el cuerpo inmóvil del escritor a otro tipo de movimiento, un desplazamiento fantástico a través del tiempo, atravesando los espacios del recuerdo como si nos adentráramos en una linterna mágica.

Como decía al principio, me cuesta conciliar el sueño por la noche pero, en el intento, he logrado a veces observar el deslizamiento que conduce mi mente de la vigilia al sopor. He notado cómo, en el estado de duermevela, el curso racional y ordenado de mi pensamiento pasa a hacer asociaciones más peregrinas hasta que, en un momento dado, mi conciencia del mundo real se interrumpe y mi mente ya está soñando, es decir, creando ficciones libérrimas en las que se rompe la lógica espaciotemporal y se reúnen los personajes más variopintos, personas que jamás coincidirían en la prosaica realidad. Quizás por eso el cine ha querido, consciente o inconscientemente, representar la conquista de la memoria mediante un movimiento, un deslizamiento como el de la mente que se adentra cada noche en el territorio de lo onírico. Recordar o soñar, al fin y al cabo, son maneras de habitar lugares y momentos que no corresponden a nuestro aquí y ahora; también lo es el cine. “El recuerdo no existe”, dice Charlotte Garson en su texto, y prosigue: “no es sino una de las versiones de la mentira, de la ficción, del sueño, del archivo o del delirio o, más bien, una sobreimpresión indiscernible y confusa de todos ellos” (P. 268). El cine es sueño, parafraseando a Calderón, un estado de duermevela fantástico que nos devuelve constantemente el recuerdo del pasado. Pero no sólo del pasado: como dice Sergi Sánchez en su capítulo, “el cine es el dispositivo que la memoria utiliza para dibujar el futuro” (P. 309). Igual que los sueños parecen tener a veces una naturaleza premonitoria, las imágenes, si las observamos con atención, se nos presentan a menudo como recuerdos del porvenir, citando ahora a Chris Marker. No sabemos si esta enésima muerte del cine que nos rodea ahora es ya la definitiva en algún sentido pero sí sabemos que toda su memoria nos seguirá acompañando siempre, cuando atravesemos titubeantes el ignoto futuro.