En bandeja de plata

Para las Lauras del 4 de mayo

El curioso caso de François Ozon es el de un discípulo de Pedro Almodóvar que ha superado con creces a su maestro. El cine kitsch, colorista, tributario de una rica serie de herencias cinematográficas y culturales, socarrón, queer, polifacético, cálido y desahogado del cineasta francés parece el fruto de un astuto reciclaje de muchas de las características del cine almodovariano. Pero Ozon tiene otra marcha, hay algo en sus películas que transmite una mayor frescura que objetos tan calculados y artificiosos como Volver o Madres paralelas, por poner un par de ejemplos ilustrativos; y Mon crime, el último largometraje de Ozon, es a su vez una muestra palmaria de esa vivacidad a la que nos referimos.

Film explícitamente vodevilesco sobre las argucias de una aspirante a actriz que porfía en medrar en la escena teatral de los años treinta, Mon crime parece transcurrir en el mismo París alegre y cínico de Irma la Douce y en el mismo clima moral de The Fortune Cookie. Ozon se acerca a la mordacidad de Billy Wilder para componer un enredo de entreguerras sobre un tema rigurosamente contemporáneo: la posverdad. Madeleine, la joven protagonista, finge ser la autora de un asesinato para adquirir notoriedad y convertirse en una estrella gracias al engagement que le proporciona su enjuiciamiento; Odette, la veterana estrella del cine mudo que aspira a acometer un sonado come back (a lo Norma Desmond, por cierto, otra reminiscencia wilderiana), la chantajea reivindicándose como la legítima autora del crimen.

A Odette, la interpreta Isabelle Huppert, una personalidad íntimamente ligada al cine de autor francés desde los años setenta hasta hoy. Lo son también André Dussollier y Fabrice Luchini, que comparecen en papeles secundarios en metraje pero no en importancia. Frente a ellos, la protagonista y su mejor amiga están encarnadas por Nadia Tereszkiewicz y Rebecca Marder, bisoñas estrellas del último cine francés. Diferentes generaciones, pues, se encuentran en Mon crime, film que establece así un sutil vínculo entre el cine de nuestro presente y el de las décadas posteriores a la Nouvelle Vague. De la misma manera que, en el trasfondo de la película, laten el espíritu de Wilder y el del vodevil, el ambiente del cine de René Clair, el revisionismo de Almodóvar, quizás incluso ciertas reminiscencias de la misantropía chabroliana y del manierismo de Fassbinder…

Ozon, en suma, asume uno de los principios más nobles del cine de la modernidad, que consiste en observar lo clásico a la vez con distancia irónica y con rendida deferencia. Y demuestra una vez más que, además del dominio de la puesta en escena, es menester ejercer un sabio control sobre el tono, tener un cierto buen sentido, por no decir simple y llanamente buen gusto. Por eso, como pasa a menudo con sus películas, Mon crime parece una película ligera, amena y modesta, pero es en realidad un mecanismo harto inteligente.

Una voz literaria

¿Cuál es el engaño, cuál es la tromperie de Tromperie, el nuevo largometraje de Arnaud Desplechin, que adapta una novela de Philip Roth? De entrada, nos llama la atención que los diálogos entre el escritor protagonista y su joven amante se producen en escenarios cambiantes, como en uno de esos juegos traviesos de las películas de Buñuel o de Raúl Ruiz, o como en los vaivenes invisibles de la adaptación de Welles de The Tragedy of Othello: The Moor of Venice, en la que un contraplano podía estar rodado en otro país y muchos meses antes o después que el plano anterior. Además, la secuencia temporal de los acontecimientos es violentada con cierta frecuencia y hay vistosas incoherencias en el raccord. El engaño, pues, no es tal: Desplechin nos hace partícipes del juego, nos deja ver las costuras de un relato que no ha sido urdido con precisión sino con otro tipo de punteo.

Desplechin adapta a Roth y Roth nos habla de un escritor que es y no es él a la vez, un personaje que tiene rasgos en común con su propio autor -comparte, para empezar, su nombre de pila- pero también una cierta autonomía, la que le otorga su condición ficcional. En el film, Philip se enfrenta al escrutinio del público y de una esposa consumida por los celos como Otelo, personas que le juzgan por todo lo que, aparentemente, revela su pluma acerca del machismo que tal vez albergue en su interior o las infidelidades que pueda haber cometido. Nuestro protagonista se defiende argumentando una precaria matización entre el yo real y el literario, algo que es cierto y falso al mismo tiempo: hay que respetar la diferencia entre ficción y realidad pero también hay que prestar atención a la comunicación constante entre una y otra.

Uno de los diálogos más significativos de Tromperie trata acerca de la obra de Franz Kafka y lo que parece reflejar acerca de la relación del escritor con su padre. Como dice la estudiante encarnada por Rebecca Marder, no es que la figura del padre haya contribuido a la gestación de títulos como La metamorfosis o El proceso sino que esa figura emerge de la ficción con fuerza propia. A Desplechin siempre le ha interesado eso precisamente, la verdad que brota de la ficción, lo que el cine y la literatura nos explican sobre la aventura humana no por mímesis sino mediante otros mecanismos, por sus propios medios. Supongo que el cine entronca con esa larga práctica de los seres humanos que, desde la noche de los tiempos, consiste en explicar el mundo a través de mitos, relatos en los que vertemos conocimientos, enseñanzas y amarguras de toda condición. El cine, en más de un sentido, toma el relevo de la literatura; y eso es algo que se siente de manera muy especial en el cine de Desplechin.

Vi Tromperie sólo un día después de BUtterfield 8 (1960), un largometraje de Daniel Mann, adaptación en este caso de una novela de John O’Hara, en el que Elizabeth Taylor encarna a una joven adicta a la noche neoyorquina que vive una aventura con un señorón pijo y engreído. Mann resulta más pacato que Desplechin en el dibujo de las turbulencias morales del varón protagonista, lo mismo que en el perfil de su atribulada amante (en Tromperie, por cierto, se trata de Léa Seydoux, que aporta un trabajo lleno de matices y sutilezas). BUtterfield 8 es un film sin mucho brillo pero cierta solidez que conjuga una forma de melodrama tan noble como convencional en una fase avanzada de la historia de Hollywood, ya después de las Shadows de Cassavetes y poco antes de que irrumpan los desvergonzados forajidos de Peckinpah y Arthur Penn. Pero lo que nos interesa es el contraste entre BUtterfield 8 y Tromperie: la, digamos, sobriedad institucional con la que está filmada la película de Mann frente a los efectos visuales, sutiles pero efectivos, de Desplechin, detalles como esos suaves acercamientos de cámara mediante un lento zoom o el uso del primerísimo primer plano. Quizás la diferencia entre un cine etiquetable como clásico y otro moderno es a veces tan sencilla como un simple matiz en la apertura del plano en instantes análogos: a una distancia canónica y equilibrada en BUtterfield 8, más cerca de lo normal en Tromperie. Por lo demás, estamos en ambos casos ante las babas del melodrama, variaciones sobre uno de los materiales fundamentales del cine, clásico o moderno o lo que sea; o, si se prefiere, sobre uno de sus mitos centrales.

Rechazo cada vez más la noción de perfección formal en el cine, esa idea según la cual hay cosas bien y mal hechas que nos lleva a veces al absurdo de intentar dirimir la presunta excelencia técnica de un título o un cineasta que nos aburre, nos alecciona como si fuéramos lerdos o nos abochorna con su cursilería. El cine es más libre y complejo que eso; es una cuestión de escritura, de voz y de veracidad, talmente como en la literatura. Y la obra de Desplechin, tan libresca y cinéfila como la de Truffaut, resulta apasionante porque representa la conquista de una voz cálida, íntima y vitalista. Creo que Tromperie y sus películas en general están muy bien hechas, por decirlo de la manera más coloquial; pero no porque obedezcan a un modelo preestablecido sino porque fluyen con una espontaneidad casi proustiana. Una espontaneidad que vemos en sus estructuras narrativas, menos cerradas de lo que parece; o en esas digresiones hacia tramas de espionaje en la Europa oriental de la Guerra Fría (al espectador le agradará verse conducido por sorpresa, en un pasaje del film, hacia un humus temático común con ese díptico extraño que conforman Les Fantômes d’Ismaël y Trois souvenirs de ma jeunesse); o en la recurrencia de cuestiones como los problemas de salud mental y física, las hospitalizaciones y el cáncer, la precariedad del cuerpo y del alma. Es un cine estrechamente conectado con la mitología de siempre, con la tradición del cine americano y también con la del cine francés, pero que respira sin ataduras y parece escrito con una libertad encomiable. Porque Desplechin, en definitiva, es ante todo un astuto narrador que siempre sabe llevar el agua a su molino.