Miedo y asco en Hollywood

Se formaron muchas burbujas artificiales de personas para sortear los contagios durante el primer año de pandemia de COVID-19, como esos confinamientos multimillonarios con los que se completaron las temporadas de la NBA o de la Champions League. Pero la burbuja de The Bubble (Judd Apatow), que también consiste en un enclaustramiento de privilegiados, tiene un doble sentido: es una burbuja el set de rodaje de un ridículo blockbuster en el que se desarrolla la trama y es una burbuja Hollywood entero, un mundillo de envidias, egos y comportamientos adolescentes que la película retrata con una mordacidad digna del David Cronenberg de Maps to The Stars o el Robert Altman de The Player, por más que el tono sea más ligero y festivo. Que ese tono no nos lleve a engaño, pues The Bubble es, como siempre chez Apatow, un film de una amargura, una melancolía y una acidez difíciles de encontrar en otras filmografías del cine americano de hoy.

Las películas que recrean un rodaje son un minigénero en sí mismo y es habitual que relaten con retranca una sucesión de vicisitudes que convierten el proceso creativo en un desastre y su resultado en un azar incontrolable. Tropic Thunder (Ben Stiller), sin ir más lejos, puede considerarse en varios sentidos un precedente cercano del film que nos ocupa. Pero The Bubble es otra cosa, va más allá. Es de facto la crónica de una imposibilidad, es decir, un no relato sobre un no rodaje en un no lugar. La suspensión de la cotidianidad e incluso del flujo normal del tiempo que supone el confinamiento es algo más que un detalle anecdótico en el film: es la condición esencial de una empresa situada fuera de la historia, cuando ya todo se ha terminado. La acomete un grupo tan incapaz como pretencioso de pijos confinados que nos recuerda remotamente a los burgueses de El ángel exterminador, un elenco que refleja punto por punto los vicios y mediocridades del Hollywood de hoy, desde la espiritualidad prefabricada de un flipado newest age hasta la vacuidad insondable de una bisoña tiktoker, pasando por toda suerte de voracidades sexuales que parecen responder a una pulsión más narcisista que erótica. Para el equipo de producción, la seguridad y la rentabilidad son preocupaciones mucho más graves que el resultado estético del rodaje; y, en medio de todo eso, el metteur en scène no es más que un mandao y un patán, quizás el más patético de todos los personajes.

Cliff Beasts 6: The Battle for Everest: Memories of the Requiem, el film que ruedan nuestros protagonistas, es un delirio megalómano, cursi y tan aparatoso como su propio título sobre un grupo de aventureros que, en la sexta edición de su franquicia, viaja en el tiempo hasta una prehistoria con más anacronismos que One Million Years B.C. para enfrentarse a dinosaurios de dudosa taxonomía y coronar en algún momento y por algún motivo el Everest. A medida que los actores se dan de baja por diferentes razones, son substituidos por imágenes digitales o sus personajes son fulminados con giros de guion improvisados. Al final, el único resultado tangible del rodaje, a parte de su impacto en las redes sociales, es un documental sobre el fracaso del proyecto, lo que podríamos llamar un Not-making-of.

Es decir, sólo queda constatar la imposibilidad del film, trascender una ficción que ya no tiene ningún sentido, conjugar una forma de metalenguaje. O, dicho de otra manera: salir del marco fílmico, hacerlo saltar por los aires y abrazar la incertidumbre, lo desconocido. Sé que el signo de los tiempos no es tranquilizador pero lo que no sirve de nada es persistir en la indigesta proliferación de secuelas, remakes y reboots, o en la producción de películas indistinguibles –feel good movies, como se dice ahora, o thrillers tan repetitivos como los episodios de The A-Team, o films de superhéroes de tres horas de reiteración…- que parecen inspiradas por el mismo algoritmo obtuso que nos sugiere títulos en las plataformas de streaming. The Bubble es el reflejo implacable de un Hollywood que se da asco a sí mismo y que no sabe ya qué hacer ni qué diantre pinta en un presente que le desborda en muchos sentidos. Es, en fin, el Hollywood de The Player treinta años después, donde nada ha mejorado en el clima moral del sector y la revolución digital ha exacerbado la incapacidad creativa de unos ejecutivos adictos al high concept.

The Bubble ni siquiera es una comedia en puridad, un artefacto compacto: la evolución moral de los personajes es más bien una broma, no hay buenos y malos, la progresión de la trama es atropellada y absurda, el final es un delirio que raya lo inexplicable… Apatow, coherente con lo que nos explica en el film, ha realizado una no comedia, una obra maestra encubierta que, como decíamos, hace saltar por los aires un marco fílmico que ya no tiene sentido y nos muestra la belleza de los cascotes, la extraña armonía del caos resultante. ¿No era ése, al fin y al cabo, uno de los discursos primordiales de la Nouvelle Vague, o de todas las oleadas de la modernidad acá y acullá? Quizás los tiempos que vivimos sean menos excepcionales de lo que sospechamos y estemos ante una transfiguración igual a todas las anteriores, una crisis que no es tal porque siempre estuvo ahí.

Es más, puede que Hollywood siempre se haya dado asco a sí mismo, incluso en el esplendor del gran cine clásico. ¿Acaso era Errol Flynn un tipo más centrado que los protagonistas de The Bubble, acaso Louis B. Mayer o Darryl F. Zanuck se nos antojan personajes más éticos que la productora del film de Apatow, una sátrapa que guía los destinos del equipo de rodaje a través de una pantalla a lo Gran Hermano? Y puede que el cine americano haya avanzado siempre a golpe de autoenmiendas, vulneraciones o verdaderos atentados como The Bubble. Alguien, de vez en cuando, tiene que romper la baraja, aunque sea con gestos bruscos, películas imperfectas, incluso incurriendo en una cierta fealdad. La cuestión es universal pero, por circunscribirnos al cine americano, saludemos por ejemplo la sana incomodidad que provocan las imágenes borrosas de Zeroes and Ones (Abel Ferrara), que podemos asociar caprichosamente a The Bubble para formar el más extravagante de los dípticos sobre la pandemia; o la imperfección moral y estética que transpira una irreverencia exquisita como The Beach Bum (Harmony Korine), que corre ahora por nuestras plataformas de streaming.

O puede incluso que haya que ir a por todas, desbordar de veras el marco cinematográfico y pulverizarlo todo hasta las últimas consecuencias. La jugada de Casey Affleck y Joaquin Phoenix en I’m Still Here tanteó ese terreno y el resultado fue como mínimo estimulante, algo que ya comparamos en su momento con la gamberrada de Wismichu y Carlo Padial en el, digamos, díptico formado por Bocadillo y Vosotros sois mi película. Pero la última vulneración profunda del sistema de Hollywood no ha llegado en forma de meditada operación cinematográfica sino de accidente, o más bien incidente. Nos hemos pasado los últimos días comentando el teatral sopapo que Will Smith le propinó a Chris Rock en la gala anual de la gran horterada californiana. Que no se me malinterprete: lo que hizo Smith está muy mal, no pretendo hacer una apología de eso, ni mucho menos. Lo que sí quiero es ponderar el valor simbólico de esa imagen, repetida ad nauseam, del cuerpo de Smith cruzando en diagonal el encuadre hasta llegar al presentador inmóvil de la gala y describir un rápido círculo con el movimiento de su mano abierta y el del cuerpo de Rock recibiendo el impacto. Un gesto que rasga violentamente la imagen y que dinamitó una retransmisión televisiva que es en esencia un elaborado relato, una puesta en escena calculada y mortecina, repleta de premios edificantes, vestidos vistosos y discursos lacrimógenos. Una cierta maquinaria se paró de golpe y Hollywood se vio a sí mismo sin máscara. Y se helaron las sonrisas alrededor de un Smith que gritaba enfurecido «keep my wife’s name out of your fucking mouth!» desde su asiento en primera fila. La secuencia del bofetón, en fin, se me antoja una imagen tan precisa de la defunción de (un cierto) Hollywood como la película de Apatow. O de toda una muerte del cine, la nuestra, la de estos días de TikTok y metaverso. Quien no se haya enterado aún de que todo ha cambiado, que lo entienda de una vez por todas.

Qué fue del cine social

Viendo estos días la obra de Dorothy Arzner en la retrospectiva que le está dedicando la Filmoteca de Barcelona, pienso en lo harmónico que resulta ese discurso social paralelo que acompaña a la trama de sus películas. En títulos como Working Girls, Sarah and Son, The Wild Party o Anybody’s Woman, la lucha de clases es nítidamente visible, lo mismo que su exquisita complementariedad con los engranajes del patriarcado. Las heroínas arznerianas son mujeres que chocan una y otra vez con barreras sociales y techos de cristal que obstaculizan su carrera profesional y su vida afectiva. Nuestra realizadora compone comedias dramáticas y dramas ligeros en los que los avatares sentimentales de las protagonistas se nutren con naturalidad de ese trasfondo social sin que el discurso pese como una losa sobre la ficción. Son filmes que confían en su ritmo interno: en la soltura de sus abundantes diálogos, en el aprovechamiento de la profundidad de campo en favor de la movilidad de los cuerpos, en una escenografía sencilla pero exacta, en la profesionalidad de los comediantes… Ejemplos, en fin, de la consolidación de unos rasgos formales que identificamos con el cine clásico americano. Y ahí, justamente ahí, en un estilo que nos puede resultar sencillo comparado con la aparatosidad que acompaña ahora al cine de género, una cierta profundidad social tiene, como decíamos, un encaje mucho más elegante y provechoso que en muchos productos actuales que quieren ser concienzudas películas de tema, didácticas y comprometidas, y acaban siendo simplemente pobres y maniqueas.

Aunque hubo de todo, cuando pensamos en el cine clásico americano, pensamos sobre todo en largometrajes protagonizados por personajes de clase alta o media alta en los que hay a menudo comentarios entre líneas muy ácidos sobre la hipocresía de la moral burguesa y el clasismo rampante del sistema. Arzner es algo más explícita y, además, se fija especialmente en las averías del ascensor social en ese presunto paraíso de las oportunidades que es la sociedad norteamericana. Puede que su punto de vista acompañe lo que, con el tiempo, se nos revela como una cierta tendencia natural del cinematógrafo. Me refiero a que, precisamente, uno de los rasgos recurrentes de las diferentes oleadas del cine moderno que fueron llegando más adelante consiste en fijarse en los de más abajo, es decir, en las clases trabajadoras y en los excluidos del sistema. Y es curioso ver que, en el seno del cine de autor actual, el encaje de esa profundidad social de la que hemos hablado a propósito de las películas de Arzner resulta problemático y da resultados totalmente dispares.

Pero no avancemos aún hasta nuestros días y fijémonos en un recodo muy concreto del cine del siglo XX. Hace un par de semanas, el cineclub Llanterna Màgica programó en la Lleialtat Santsenca de Barcelona una interesantísima proyección de El último sábado, el único largometraje que dirigió Pere Balañà. Estamos en 1967: el cine italiano ha completado un apasionante recorrido desde las ruinas de la postguerra y los ladrones de bicicletas del neorrealismo hasta el estilo denso y meditabundo de Antonioni o Pasolini, y los nuevos cines en general se expresan en diferentes puntos y con diversidad de acentos alrededor de Europa. En España, en un momento en el que el modelo social del franquismo ha empezado a caer por desgaste e inadecuación, las voces que quieren conjugar un cine de autor alejado de lo rutinario parecen fijarse precisamente en esas oleadas de modernidad que se agitan más allá de los Pirineos. Y, en ese contexto, aparece algo como El último sábado, epopeya de un solo día a lo Ulises que no está protagonizada por un orondo dublinés sino por un pillo barcelonés de Nou Barris, avispado y narcisista, que porfía por ascender profesionalmente, comprarse una moto mejor y tener a su disposición a cuantas mujeres se le antojen.

Por el entorno social en el que vive y por las maneras que gasta el joven protagonista, es inevitable pensar en el Accattone de Pasolini, seis años anterior al film que nos ocupa; y, por su desenvoltura y arribismo, nos recuerda al Pijoaparte de las Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé, novela publicada sólo un año antes del estreno de El último sábado. Ambas similitudes salieron a colación en la mesa redonda que sucedió a la proyección y que contó con Mercè Coll, Carlos Losilla y Esteve Riambau como ponentes, y con Mireia Iniesta como moderadora. Hay más detalles que nos recuerdan al cine italiano de las décadas centrales del siglo, como ese hogar familiar abigarrado y desapacible a lo Rocco e i suoi fratelli; y Balañà filma con un estilo realista muy de esa época, nutriéndose de los espacios reales, barrosos y desabridos, en los que habitaba la clase obrera en la Barcelona de los sesenta. Hay que decir, no obstante, que nuestro protagonista recorre también la zona alta de la ciudad, los barrios pudientes en los que comprueba fehacientemente, como las heroínas arznerianas, cuán difícil es montarse en el ascensor social y salir de pobre de una vez por todas.

El último sábado transmite viveza y espontaneidad; sus formas pueden ser a veces toscas pero en absoluto ineficaces, y su discurso es sencillo pero directo, honesto y creíble. El film de Balañà pertenece, en suma, a un momento en el que ese tipo de cine social tenía una frescura y una expresividad que ahora son mucho más infrecuentes. De un tiempo a esta parte, en el seno de cierto cine de autor, comprometido y aleccionador, abundan productos de una artificialidad lacerante, las películas de tema a las que aludíamos unas líneas más arriba o ambiguos panegíricos de la clase trabajadora como los indistinguibles largometrajes de Ken Loach. O, por volver a las calles de Barcelona, realismos tan artificiales como el de Biutiful (Alejandro González Íñárritu), una película simplemente ofensiva. Muy lejos de todo eso, si tuviéramos que buscar algo parecido a El último sábado en el cine reciente, deberíamos fijarnos en dos rarezas que, igual que el film de Balañà, transcurren en los límites físicos de la ciudad, en espacios extraños donde los personajes subsisten a su vez en la frontera entre la integración en el sistema social y la exclusión: me refiero a Petit indi, de Marc Recha, y La hija de un ladrón, de Belén Funes, dos largometrajes localizados en la zona más humilde de Barcelona, la que descansa entre las laderas de Collserola y el río Besòs, surcada por autopistas y vías de tren que comunican la ciudad con el Vallès y que, en la otra orilla, parece encontrar una cierta continuidad en los bloques cementosos de Santa Coloma de Gramenet. La Barcelona poco urbanizada de Petit indi y La hija de un ladrón transmite la misma aspereza que la de El último sábado, como si nos encontráramos en una de esas ciudades a medio hacer de los westerns, regidas aún por una ley primitiva y brutal.

Si los inquietos ragazzi di vita de Balañà, Recha y Funes son más veraces e interesantes que muchas otras criaturas que pueblan ese cine discursivo y concienciador tan caro a motores de búsqueda y biempensantes profesores de instituto es por el mismo motivo por el que las películas de Arzner resultan mucho más honestas y encomiables que esas lecciones de vida, tópicas y reconfortantes, que ganan los Oscar y sobreabundan en las plataformas de streaming. Y ese motivo no es otro que la forma. La preponderancia de las series y otros hábitos de consumo audiovisual favorecen que los espectadores e incluso multitud de comentaristas, ahora más que nunca, se centren en el qué y se despreocupen del cómo. Huelga decir qué consecuencias tiene eso en la capacidad crítica de todos nosotros. Por eso, los tiempos que corren parecen como siempre muy nuevos pero la batalla que se libra ante nuestros ojos es tan vieja como el cine, o más. Y, desde esta humilde plataforma, quien firma estas líneas tiene muy claro cuál es el tipo de compromiso que vale la pena defender.