Radicalidad e ironía

He estado viendo estos días algunas películas de Jean Eustache en la retrospectiva que le dedica la filmoteca barcelonesa. Eustache se me antoja un, digamos, cineasta fundamental de la poquedad: en La Rosière de Pessac, el método consiste simplemente en plantar la cámara frente a los acontecimientos -la elección de una especie de miss por parte de un comité clasista y conservador hasta el tuétano, luego el ceremonial que acompaña a la investidura de la rosière– y dejar que hablen por sí solos. Obviamente hay mucha intención en el qué y en el cómo pero, de buenas a primeras, el material que vemos transmite una espontaneidad purísima, algo casi periodístico; una sensación que podemos asociar al concepto del cinéma-vérité y que también transmiten otros films de Eustache como Le Cochon o Numéro zéro, títulos hipnóticos cuya belleza resulta casi misteriosa, como si no atináramos a discernir de dónde proviene.

Ese naturalismo está también, por supuesto, en sus ficciones. Los flâneurs de Du côté de Robinson y de Le Père Noël a les yeux bleus parecen haber sido cazados por la cámara como si fueran personajes reales en mitad de su cotidianidad. Una cámara que aparentemente es manejada al hombro o, en cualquier caso, sin la sujeción a una planificación prevista y metódica. Le damos muchas vueltas a lo que nos transmite la puesta en escena, las decisiones formales en un sentido amplio, pero hay toda una rica tradición que recorre la historia del cine y que consiste en renunciar a determinados oropeles y filmar de la manera más bruta. Si avanzamos hacia el cine de las últimas décadas, es fácil identificar una cierta moda de la cámara en mano que se asentó con el uso de dispositivos digitales harto ligeros, y se me ocurren a vuelapluma ejemplos tan expresivos como Rosetta (1999) y otros títulos fundamentales de los hermanos Dardenne, o Keane (Lodge Kerrigan, 2004), películas en las que el efecto provocado por un objetivo sumamente bullicioso juega un papel fundamental en el discurso fílmico. Pero me querría detener en lo que quizás haya de cinéma-vérité en alguien que, por el contrario, apenas mueve la cámara, como es Hong Sang-soo.

Y pienso en el cineasta surcoreano porque su penúltima realización -en el caso de Hong, ya saben, hay que apostillar cada una de sus películas como la penúltima– es una nueva vacilada que se titula Mul-an-e-seo o In Water y que va más allá de cualquier gesto de espontaneidad que hayamos conocido al desentenderse, durante todo el metraje, del foco. Es decir, si en algún instante del film la imagen nos parece razonablemente enfocada, es más bien por casualidad; en la mayoría, Hong obliga a todo el público a compartir la frustrante experiencia del mundo que sufrimos los miopes al quitarnos las gafas. Lógicamente, uno se pregunta: ¿por qué? Hong daría una respuesta evasiva y socarrona, por supuesto. La cuestión es que, con ese desenfoque, nos conmina obviamente a dejar de lado toda noción de perfección formal, enmienda una vez más cualquier intento de definir el austero y pautado rigor que parecía acompañar a su obra y lleva el estilo asilvestrado del cinéma-vérité a una dimensión radical e irónica que es seguramente el único centro de gravedad permanente de su cine.

De hecho, ¿acaso no era también radical e irónico el cine de Jean Eustache? Fijémonos además en que el asunto de Mul-an-e-seo es idiosincrático de la cinematografía de Hong -un joven cineasta acomete un rodaje informal e improvisado en una localidad costera junto a una colaboradora y un colaborador- pero nos habla de cosas que podrían encajar perfectamente en un film de Eustache: tres jóvenes flâneurs, una actitud vagarosa y algo bohemia, conversaciones a la vez caprichosas y cargadas de cierta densidad, la interacción entre dos varones menos atorrantes pero igual de viriles que los de Le Père Noël a les yeux bleus… Y quizás, ¿por qué no?, la difusa posibilidad de un triángulo amoroso. Hong también observa a sus criaturas con acidez pero a la postre con humanismo, igual que Eustache y que tantos grandes cineastas. El rodaje que vemos dentro del film hace profesión de poquedad y apenas se concreta en la filmación de algunos tiempos muertos y de un gesto sencillo y cotidiano, el de una mujer que recoge restos de basura entre las rocas de una playa. Y el plano final incide en lo que yo calificaría como un tropo del cine moderno, esto es, esos desenlaces en la playa que van de la carrera de Antoine Doinel en Les Quatre cents coups (François Truffaut) a la disolución en el infinito del protagonista epónimo de Martin Eden (Pietro Marcello).

Hong, en fin, es y será una feliz rareza en el cine de nuestro tiempo, pero no deja de ser uno de los más originales, inesperados y revolucionarios continuadores de, como dijimos a propósito de Inteurodeoksyeon, ciertas reverberaciones que proceden del cine francés de los tiempos de la Nouvelle Vague y del cinéma-vérité, o tal vez de todo el cine de autor a la europea lato sensu. Y si hay algo genial y misterioso en el hecho de que Eustache filmara la primera versión de La Rosière de Pessac exactamente en las mismas fechas -una pancarta nos da esa precisa información en mitad del film- en las que la policía corría tras los estudiantes en el París de 1968, intuyo que hay algo también inextricablemente valioso en el hecho de que, en mitad de lo que sea que esté pasando ahora mismo, Hong vaya a la suya.

La cámara pegada al rostro

Es una reductio ad absurdum pero convengamos en que, en nuestro imaginario compartido, el cine americano es un cine de grandes paisajes, espacios majestuosos, acciones aparatosas, mientras que el cine francés es el reino del primer plano y la intimidad. Al menos, el tipo de cine francés que tenemos en mente a partir de la Nouvelle Vague, desde que Anna Karina se emocionara en Vivre sa vie viendo los primeros planos de La Passion de Jeanne d’Arc. Una exploración sempiterna e inagotable recorre la historia del cine de Dreyer a Godard y luego a nuestro presente digital: las diferentes metamorfosis de la modernidad han indagado recurrentemente la expresividad del busto humano. Y el primer plano ha sido uno de los beaux soucis de los cineastas franceses desde la generación de la Nouvelle Vague, precisamente una gente que admiró apasionadamente a Hitchcock: uno de los secretos del primer plano es que encierra un poderoso suspense en su interior, es en sí mismo una aventura trepidante.

L’Événement (Audrey Diwan) es virtualmente un estudio sobre un rostro, el de la joven protagonista Anamaria Vartolomei, que es seguido obsesivamente por la cámara durante todo el metraje, a la manera de Rosetta (Jean Pierre y Luc Dardenne), Keane (Lodge Kerrigan) o Saul fia (László Nemes), por citar tres títulos de tres nacionalidades diferentes que, en el tránsito del siglo XX al XXI, cultivaron ese estilo con especial acierto. Pero L’Événement nos hace pensar más bien en algunas de las películas de André Téchiné, un consumado primerplanista; particularmente Les Roseaux sauvages, que transcurre en la misma época que el film de Diwan, a principios de los años sesenta.

Diwan hereda también una de las contradicciones que se hacen sentir en el cine de Téchiné, pues hay una tensión interna en L’Événement que recorre cada secuencia, incluso cada plano. Parece que el film se constriña a sí mismo en su empeño por desarrollarse, como si buscara situaciones, diálogos e incluso sensaciones estandarizadas para urdir un relato convencional sobre un tema bien conocido por nosotros, esto es, los avatares de una veinteañera que intenta abortar en una Francia en la que la interrupción del embarazo es aún rigurosamente ilegal. Pero, por otra parte, en ese seguir obsesivamente con la cámara el busto de Vartolomei, la película encuentra su mejor acento. Sobre todo al observar la relación del rostro con el fuera de campo cuando la cámara danza alrededor de la protagonista mientras ella interactúa con voces o cuerpos que permanecen fuera de cuadro o que van entrando y saliendo de él, creando una suerte de suspense muy del estilo de Saul fia.

(Un suspense que viene siempre de más allá de los márgenes del plano en una recreación de la sociedad francesa de principios de los sesenta, instante en el que, precisamente, una tensión permanecía latente más allá de lo visible: la guerra colonial en Argelia a la que el Hexágono intentaba dar la espalda tozudamente. Esa guerra que no comparece en la pantalla como tampoco la Muriel de Muriel ou le temps d’un retour, largometraje de Alain Resnais datado en 1963, como la acción de L’Événement; es decir, justo después del final del conflicto y la independencia argelina. Fijémonos en que, precisamente, la protagonista del film de Diwan flirtea recurrentemente con militares acuartelados cerca de su residencia de estudiantes. No creo, en fin, que la película quiera hablar intencionadamente del tema pero, de alguna manera, se ha colado por las rendijas del relato).

La tensión interna que nos hace sentir L’Événement nos recuerda a la que habita tras Les Intranquilles (Joachim Lafosse), en la que la cámara se pega al cuerpo hiperactivo y huidizo del protagonista, un hombre con un severo trastorno bipolar, como si fuera una versión de Bigger than Life (Nicholas Ray) que empieza por el final, es decir, por la más salvaje ida de olla del padre de familia. Estamos también ante un film irregular que encuentra su mejor acento en un ajetreo rabioso y desquiciado. Les Intranquilles respira con un aliento inesperado y nos sorprende gratamente cuando se acerca temática y estilísticamente a L’Économie du couple y se centra en el derrumbamiento del matrimonio protagonista, abandonándose a una agitación agresiva e incómoda, como si se revolviera contra sí mismo para tratar de evadirse de su propio marco narrativo igual que esos cuerpos que parecen buscar una escapatoria dentro del cuadro. Pero, a la vez, hay una fuerza interior que lo impele a ser un rutinario film de tema. Diwan y Lafosse nos muestran en sus últimos largometrajes las contradicciones que implica conjugar un determinado cine social que se nos antoja ora pobre por todo lo que tiene de discurso, ora estimulante cuando se abandona a una forma más osada.

Ante L’Événement y Les Intranquilles, es inevitable recordar el mejor cine de los hermanos Dardenne, títulos como la Rosetta antes citada o La Promesse, L’Enfant y Le Fils. Pero quien parece digerir con más provecho la herencia de esos filmes es una cineasta belga como ellos, Laura Wandel, la realizadora de Un monde. Lo cual nos obliga a hablar de un cine no francés sino francófono, un concepto más amplio que quizás deberíamos tener más en consideración para abarcar filmografías fundamentales como las de Chantal Akerman o de Alain Tanner, a su manera emparentadas también con la Nouvelle Vague y sus reverberaciones.

Un monde empieza y acaba con sendos abrazos de los jovencísimos protagonistas, un hermano y una hermana que sufren duramente la aspereza del proceso de socialización entre las paredes de un centro educativo. La cámara de Wandel se pega a sus cuerpos como la de Diwan o Lafosse pero logra hacernos sentir una tensión mucho más angustiante entre lo que entra en el cuadro y lo que queda fuera. Film sobre silencios y ocultaciones como L’Événement, película también de tema -el bullying– en el fondo, resulta mucho más arriesgada en su forma, cree más en sí misma y evoluciona abruptamente, sin transmitirnos ningún encorsetamiento. Al contrario, sus imágenes brotan asilvestradas, sin complejos; en paralelo, Wandel dota a sus criaturas de una gran complejidad moral, no nos permite acomodarnos en un sistema simple de empatías y antagonismos. La cineasta nos muestra una vez más que no hay un cine político más eficaz que aquél que se entrega sin pacatería a una forma audaz, un cine que de veras nos hace sentir la amenaza que habita tras los márgenes del plano. Un monde es un film fundamental para entender la Europa de hoy.