Sin frenesí

Esta semana volví a ver Frenzy, en la que uno puede disfrutar de dos facetas cruciales del cine de suspense de Alfred Hitchcock: por una parte, está la inagotable verbosidad de los personajes, que comentan y comentan el devenir de la trama. Por otra, está la rigurosa descripción de las acciones, como en la secuencia de la recuperación de un broche a bordo de un camión cargado de sacos de patatas. El cine se reduce a veces a la mera mostración de personas haciendo cosas y a la empatía que eso genera en el espectador, que acompaña y anticipa los gestos, lee la mente del personaje y especula sobre sus intenciones, comparte con él la paciencia o la impaciencia, según el caso… Como en esos films memorables sobre la fuga de una cárcel: Un condamné à mort s’est echappé ou Le vent souffle où il veut (Robert Bresson), Le Trou (Jacques Becker), Escape from Alcatraz (Don Siegel).

A grandes rasgos, así es The Killer, el último largometraje de David Fincher. Todo el film versa sobre el método de su protagonista: cómo consigue la información, cómo se infiltra en edificios vigilados, cómo perpetra sus ejecuciones. Fincher adapta una novela gráfica de Alexis Nolent y Luc Jacamon sobre un lacónico asesino a sueldo, casi infalible y aficionado a las indistinguibles canciones de The Smiths, que describe en voz en off su filosofía de trabajo y repite sin descanso una docena de principios elementales -no distraerse del objetivo de la misión, no fiarse de nadie, etc.- que no debe saltarse bajo ningún concepto en aras de la eficacia.

El protagonista de The Killer nos hace pensar en los de Le Samouraï (Jean-Pierre Melville) o The American (Anton Corbijn), por lo que uno tiende a pensar que la figura del sicario metódico, frío y parco en palabras es uno de los motivos que cruzan el cine de la modernidad, caracterizado precisamente por los vacíos y los silencios. Pero el asesino de Fincher tiene, como decíamos, la particularidad de que nos habla constantemente de sí mismo en off; tanto, que parece, en los primeros compases del film, que nos esté leyendo los pasajes de su diario personal, como si fuera uno de esos personajes ascéticos y atormentados de las películas de Paul Schrader que escriben en un cuaderno bajo la luz de una lamparita. Mencionábamos más arriba a Bresson, cineasta crucial para Schrader: algunos de sus protagonistas nos hablan también profusamente y en off, como el sacerdote de Journal d’un curé de campagne o el carterista de Pickpocket, además del condenado a muerte ya aludido.

Los filmes de Bresson y Schrader, como también The Killer, nos hacen sentir de una manera especial, con esa combinación de acciones silenciosas y una voz que filosofa para los espectadores, ese roce particular que provoca el cine entre los gestos y las ideas, lo banal y lo trascendente. Y es interesante que Fincher haya llegado a un film así porque, aunque se parezca poco a sus realizaciones anteriores, pobladas por multitud de personajes que hablan abundantemente, es quizás una derivación lógica de su estilo, es decir, de su particular manera de articular la puesta en escena -sobre todo, los movimientos de cámara- para seguir con atención los movimientos e incluso los pensamientos de los personajes. El principal valor de The Killer es que es, ante todo, una celebración del estilo, una fiesta de la puesta en escena. Y eso es, de hecho, algo muy hitchcockiano.

Nostalgia o comunicación

En el prólogo de la película, el fragmento de un partido de béisbol entre púberes nos obliga en pocos minutos a desarrollar una serie de empatías y antipatías y a modificarla acto seguido; justo después de los créditos iniciales, un folletín de ambiente high school típicamente norteamericano deriva en relato de terror con la doble presencia monstruosa de un padre alcohólico y maltratador por un lado y, por el otro, un imitador del Joker batmaniano que secuestra a jovencitos sin ninguna motivación evidente; y luego, en el cuerpo central de la película, la crónica de un cautiverio se convierte extrañamente en una historia de fantasmas donde los muertos asustan pero, a la vez, ayudan.

Exótico cruce entre The Sixth Sense (M. Night Shyamalan) y Le Trou (Jacques Becker), The Black Phone (Scott Derrickson) no sólo da varios quiebros estimulantes sino que quiere ser también un rico contenedor de reminiscencias de todo el cine americano de terror desde los años setenta hasta ahora. Transcurre en 1978, alude explícitamente a The Texas Chain Saw Massacre -uno de tantos títulos añejos que ha vivido recientemente una secuela innecesaria, inane e impersonal- y se nutre de muchas otras cosas, quizás de toda un linaje de cine sobre víctimas bisoñas que va de M – Eine Stadt sucht einen Mörder (Fritz Lang) a It (Tommy Lee Wallace, más el remake de turno a cargo de Andy Muschietti).

Es también The Black Phone una película dotada de un ritmo narrativo muy notable y de algunos momentos originales e impactantes. Pero adolece del prurito más común en el cine comercial de hoy, a saber: a medida que se desarrolla, tiende a embrollarse y a perder interés. Todo lo que puede resultar sugerente se sitúa en la primera mitad del metraje, mientras que la segunda va languideciendo y parece finalmente cumplimentar el compromiso de cerrar el film narrativa y moralmente, no vaya a resultar demasiado pesimista, abierto o desconcertante.

Decíamos recientemente que el cine comercial hollywoodiense de nuestros días parece interpelar a un público formado por espíritus adolescentes de todas las edades. Diríase que el género fantástico quiere complacer no tanto a la juventud como a determinadas generaciones, de los boomers a los que engrosamos la generación X, gente que vio en directo la caída del muro de Berlín y vivió el advenimiento de internet y que, sobre todo, creció frente a la pantalla pequeña, consumiendo televisión y vídeo doméstico en cantidades ingentes y cimentando una cultura audiovisual bien nutrida de fantaciencia, efectos especiales progresivamente aparatosos y adicción a los videojuegos. Por eso ocupa un lugar preeminente en el imaginario colectivo el género fantástico de todo tipo: la ciencia ficción, la espada y brujería desde el Conan de John Milius hasta el tostón de los anillos de Peter Jackson, los slashers y una amplia gama de psychokillers que van del Michael Myers de Halloween al Hannibal Lecter de The Silence of the Lambs… Buena parte de todo ese humus cinematográfico se encuentra, como decíamos, bajo los cimientos de The Black Phone.

La cuestión es que, más que un arte en peligro de extinción, un catalizador de nostalgias o una forma de resistencia del tipo que sea, el cine de hoy es sobre todo una relación constante con todo el cine anterior. Y ese permanente retorno al pasado produce a la vez monstruos y obras maestras, productos mortuorios y deslumbrantes revitalizaciones. No sólo en Hollywood sino también en otros cines que escuchan con atención las reverberaciones de la tradición acumulada en las imágenes de hoy. Es el caso de alguien tan aparentemente alejado de todo lo antedicho como Olivier Assayas. De hecho, Assayas es, junto a Arnaud Desplechin, quien dialoga con más provecho, en el seno del cine francés, con la tradición del cine americano clásico, popular, hegemónico. En ese sentido, Assayas y Desplechin toman el relevo de los cineastas nouvellevaguianos, tan atentos al cine de Hollywood y su influencia.

Assayas ha realizado una nueva versión de su Irma Vep en formato de serie de ocho episodios para una popular plataforma de streaming. Se está emitiendo actualmente y quizás habrá que volver sobre ella más adelante cuando haya concluido pero, de momento, esta Irma Vep 2.0 nos interesa porque propone un arco temporal más amplio que The Black Phone: establece, como su predecesora, un diálogo desde el presente con Les Vampires (Louis Feuillade), que se remonta a 1915-1916 y que ya era una serie en pleno cine mudo y en plena Primera Guerra Mundial, mucho antes de que existiera la televisión y ya no digamos internet.

Assayas se va tan lejos en el tiempo para observar las raíces no sólo del fantástico en general sino de los blockbusters de hoy en día. Así, la felina presencia de Musidora en Les Vampires se nos presenta como un claro precedente de las acróbatas digitalizadas como la Viuda Negra que encarna Scarlett Johansson embutida en un mono ceñidísimo igual que el de Musidora o el de Maggie Cheung y Alicia Vikander, las tres Irma Vep de Feuillade y Assayas. Esa comunicación secreta entre la juventud del cinematógrafo y un presente lleno de realidades virtuales y serializaciones -algo en lo que el cineasta ya incidía en Clouds of Sils Maria– sirve a Assayas para interrogarse sobre la continuidad del cine hoy en día, o para plantearlo como una energía imparable que sigue y sigue a pesar de todo. Precisamente, el cine de Assayas parece impelido por una energía asilvestrada, una fuerza natural que empuja el relato, que mueve esa cámara inquieta que caracteriza todo su cine. Quizás por eso las películas del cineasta francés no desfallecen como The Black Phone y tantas otras: porque parecen brotar de una pulsión apasionada y personal, una curiosidad que no las lleva a cerrarse sobre sí mismas sino a lo contrario, a expandirse cada vez más.

Al cine fantástico, en fin, le sienta bien una voz autoral. Es decir, no es que el cine comercial sea malo y el cine de autor sea bueno, sin más matices; se trata más bien de que Assayas, emprendiendo a su manera proyectos marcadamente personales, nos muestra que el cine se encuentra consigo mismo cuando fluye con libertad, rompiendo si es necesario sus propias paredes y desbordando géneros, convenciones, expectativas. La misma libertad que adquiere un cuerpo introducido en el traje de Irma Vep y recorriendo estancias en secreto o los tejados del París de hoy, por encima de la mundanal cotidianidad. Es ahí, en esos gestos de rebeldía, cuando más nítidamente se oyen las voces de los espectros del pasado que nos hablan como los chicos asesinados de The Black Phone o como el fantasma de Personal Shopper, un film de Assayas donde el más allá se comunica también con nosotros a través de un teléfono, en este caso digital y mediante mensajes de texto. El cine, como decíamos, no necesita nostalgia sino un activo contacto entre pasado y futuro, entre los vivos y los muertos.

Todos los colores del fantástico

Difícilmente podría ser más estimulante el arranque de Color Out of Space (Richard Stanley), en el que diferentes temas y situaciones del género fantástico se mezclan con una gracia y un ritmo encomiables. En sus primeros minutos, el film, que adapta un texto de H.P. Lovecraft, combina todos los colores del fantástico y nos desconcierta sugiriendo muy diversas derivas, desde un cuento sobre bosques misteriosos y ritos satánicos hasta un regreso al cine se serie B sobre invasiones alienígenas, pasando por una suerte de remake de The Fog (John Carpenter) o de The Mist (Frank Darabont), películas en las que el horror comparece envuelto en una espesa niebla que materializa por sí misma el valor intrínseco del cine de terror, es decir, la expresividad de lo que no se ve. Pero no es una niebla lo que acosa a la familia protagonista sino una misteriosa luz purpúrea, un color extraño que nos sugiere la percepción imposible de un tono ultravioleta, algo fuera de la realidad que se va apoderando del bosque, de la casa y de los personajes.

Si los seres o fuerzas misteriosas provienen del espacio a través del meteorito caído junto a la casa, o si provienen del subsuelo como sugieren los ruidos en el fondo del pozo o los desvaríos del vecino hippy aislado en su cabaña, no queda claro. Lo verdaderamente relevante es lo que emerge de otro interior: del fuero interno del padre y de la madre, los dos adultos que, en lugar de transmitir seguridad, enloquecen cada vez más, exacerbados ambos por sus obsesiones y frustraciones personales hasta convertirse en monstruos para su propia familia, como el Jack Torrance de The Shinning. Como siempre ocurre en el género fantástico, Color Out of Space implica un tangencial comentario sobre el horror con el que convivimos cotidianamente en nuestra vida real, o incluso sobre la naturaleza venenosa de los valores de la sociedad americana. El film de Stanley es, de hecho, más que una película fantástica en sí, un monumento a las capacidades y dimensiones del género. Pero el caso es que resulta muy briosa e imaginativa en su primera mitad y, a medida que el metraje avanza, todo se va haciendo más rutinario y cansino hasta que, en su tramo final, el film se resuelve de manera ruidosa y poco imaginativa, con gran despliegue de rayos y centellas, como acostumbra a pasar en el cine de género.

No es casualidad que, desde hace décadas, tantos filmes de género se echen a perder progresivamente y deriven al final en un uniforme derroche de efectos especiales sin sentido narrativo ni estético, renunciando tanto a la noción de puesta en escena como al relato. El cine hollywoodiense siempre nos ha llevado a un gran clímax pero la preponderancia de los efectos visuales que se impuso desde finales de los años setenta ha hecho que la narración tienda a agotarse en lugar de desarrollarse, y que muchas de esas secuencias finales resulten pesadas, contrahechas y poco inteligibles. En un precioso pasaje de su The Story of Film: An Odyssey, Mark Cousins sitúa el origen de todo ello en un momento tan seminal como simbólico al final de Star Wars (1977), un instante muy preciso en que la voz espectral de Alec Guinness habla directamente a la mente del protagonista y le sugiere que deje de pensar y use «la fuerza» para guiarse en su vuelo de combate. Ahí, dice Cousins, Hollywood renuncia definitivamente a pensar y se entrega a las sensaciones abstractas que proporciona un cine tecnológico, unas imágenes artificiales que obliteran el relato. Porque, al contrario que en la secuencia final de 2001: A Space Odyssey, de la abstracción no se deriva una estética sino una saturación absurda que lleva el cinematógrafo a una vía muerta.

En esa vía muerta concluyen tantos y tantos filmes como Color Out of Space, y particularmente grandes blockbusters donde la aparatosidad y confusión de la secuencia final parecen directamente proporcionales a su ambición. Pero fijémonos precisamente en el gran clímax de la última superproducción americana: Tenet no es un producto vulgar sino la realización de un cineasta, Christopher Nolan, dotado de un poderoso sentido visual, alguien que no deja que sus planos sean anónimos y rutinarios y que cuida con mimo el pulso narrativo de sus películas. La set piece final de Tenet es efectivamente aparatosa y excesiva pero se puede seguir: tanto la secuencia de los acontecimientos como las imágenes que los describen son perfectamente entendibles. Por otra parte, hay que reconocer que llegamos agotados a ese punto del metraje porque Nolan, aunque filma con mucho estilo, en el fondo también nos satura. Su ambición no está desprovista de sentido estético pero la dichosa elefantiasis hollywoodiense acaba afectando a sus películas y velando parte de sus valores.

Valores que, en el caso de Tenet, se concretan por ejemplo en una elegante nostalgia por el cine de espías de los años sesenta, del que mimetiza las vistosas y expresivas localizaciones, los diálogos intrigantes entre espías trajeados, multitud de detalles que nos remiten al imaginario cinematográfico de la guerra fría. Como siempre chez Nolan, se atisba entre líneas un sentido puro de la aventura, y los mejores tramos del film son los que describen a personas haciendo cosas (secuestrar un avión y colapsar un aeropuerto, infiltrarse en una mansión vigilada por sicarios, robar un grabado de Goya en un depósito de alta seguridad…), como cuando disfrutamos viendo enfrascados en su tarea a los evasores de Le Trou (Jacques Becker) o a los sacrificados resistentes de The Train (John Frankenheimer). Y hay, desde luego, vigorosas secuencias de acción impecablemente realizadas, como la que abre el film, extraordinaria a pesar de dos o tres errores veniales de raccord o de guion.

Las ambigüedades comienzan cuando empezamos a fijarnos en el sentido profundo de la película. En su sempiterno esfuerzo por dar forma cinematográfica a los pliegues del tiempo, Nolan quizás haya alcanzado un cierto estado de perfección en Tenet porque la complejidad de su trama y de su estructura es tal que, por decirlo en román paladino, no se entiende un carajo. Es ésa una circunstancia que nos acerca a una interesante forma de abstracción, como si experimentáramos de nuevo el genial guirigay de la adaptación de The Big Sleep de Howard Hawks, pero es también un síntoma de la desmesura, a la postre algo huera, que caracteriza los proyectos de Nolan, un cineasta que parece empeñado en abrumarnos con cada vuelta de tuerca. A pesar de la buena factura de sus filmes, el resultado final es plúmbeo y enfático. Y uno se queda con cierta sensación de desaprovechamiento, sobre todo en un film como Tenet, que parte de la muy interesante idea de que el presente es atacado por el futuro, en cierto sentido como pasaba ya en Looper (Rian Johnson), por comparación una película más imperfecta pero más sugestiva. Nolan parece intuir que, en el seno del cinematógrafo, el futuro se adivina también como una fuerza potencialmente amenazante y por eso construye vastos relatos que avanzan hacia delante y atrás en el tiempo simultáneamente. Tenet, en fin, parece describir un palíndromo no sólo sobre sí misma -su propio título lo es- sino sobre la obra entera de Nolan, que transmite una tensión permanente entre la marmórea aparatosidad de sus proyectos actuales y la limpia y envolvente vitalidad de Memento, película que permanece, veinte años después, como su logro mayor.