D’A 2024 – Temblarás por mí

Ya en el 2020 nos preguntábamos qué incidencia tendría la pandemia de COVID-19 en el cine, cómo lo transformaría. Cuatro años más tarde, a la vista de lo que ha programado el festival de cine de autor de Barcelona, podemos constatar que la pandemia se ha convertido en un motivo recurrente. Hemos visto una y otra vez figuras con mascarilla quirúrgica recorriendo el plano y las películas del D’A 2024 han abundado en la idea de vivir -y hacer cine- en las circunstancias impuestas por el dichoso coronavirus. Lo cual convierte a MMXX (2023) en el largometraje más emblemático del certamen. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/da-2024/

Radicalidad e ironía

He estado viendo estos días algunas películas de Jean Eustache en la retrospectiva que le dedica la filmoteca barcelonesa. Eustache se me antoja un, digamos, cineasta fundamental de la poquedad: en La Rosière de Pessac, el método consiste simplemente en plantar la cámara frente a los acontecimientos -la elección de una especie de miss por parte de un comité clasista y conservador hasta el tuétano, luego el ceremonial que acompaña a la investidura de la rosière– y dejar que hablen por sí solos. Obviamente hay mucha intención en el qué y en el cómo pero, de buenas a primeras, el material que vemos transmite una espontaneidad purísima, algo casi periodístico; una sensación que podemos asociar al concepto del cinéma-vérité y que también transmiten otros films de Eustache como Le Cochon o Numéro zéro, títulos hipnóticos cuya belleza resulta casi misteriosa, como si no atináramos a discernir de dónde proviene.

Ese naturalismo está también, por supuesto, en sus ficciones. Los flâneurs de Du côté de Robinson y de Le Père Noël a les yeux bleus parecen haber sido cazados por la cámara como si fueran personajes reales en mitad de su cotidianidad. Una cámara que aparentemente es manejada al hombro o, en cualquier caso, sin la sujeción a una planificación prevista y metódica. Le damos muchas vueltas a lo que nos transmite la puesta en escena, las decisiones formales en un sentido amplio, pero hay toda una rica tradición que recorre la historia del cine y que consiste en renunciar a determinados oropeles y filmar de la manera más bruta. Si avanzamos hacia el cine de las últimas décadas, es fácil identificar una cierta moda de la cámara en mano que se asentó con el uso de dispositivos digitales harto ligeros, y se me ocurren a vuelapluma ejemplos tan expresivos como Rosetta (1999) y otros títulos fundamentales de los hermanos Dardenne, o Keane (Lodge Kerrigan, 2004), películas en las que el efecto provocado por un objetivo sumamente bullicioso juega un papel fundamental en el discurso fílmico. Pero me querría detener en lo que quizás haya de cinéma-vérité en alguien que, por el contrario, apenas mueve la cámara, como es Hong Sang-soo.

Y pienso en el cineasta surcoreano porque su penúltima realización -en el caso de Hong, ya saben, hay que apostillar cada una de sus películas como la penúltima– es una nueva vacilada que se titula Mul-an-e-seo o In Water y que va más allá de cualquier gesto de espontaneidad que hayamos conocido al desentenderse, durante todo el metraje, del foco. Es decir, si en algún instante del film la imagen nos parece razonablemente enfocada, es más bien por casualidad; en la mayoría, Hong obliga a todo el público a compartir la frustrante experiencia del mundo que sufrimos los miopes al quitarnos las gafas. Lógicamente, uno se pregunta: ¿por qué? Hong daría una respuesta evasiva y socarrona, por supuesto. La cuestión es que, con ese desenfoque, nos conmina obviamente a dejar de lado toda noción de perfección formal, enmienda una vez más cualquier intento de definir el austero y pautado rigor que parecía acompañar a su obra y lleva el estilo asilvestrado del cinéma-vérité a una dimensión radical e irónica que es seguramente el único centro de gravedad permanente de su cine.

De hecho, ¿acaso no era también radical e irónico el cine de Jean Eustache? Fijémonos además en que el asunto de Mul-an-e-seo es idiosincrático de la cinematografía de Hong -un joven cineasta acomete un rodaje informal e improvisado en una localidad costera junto a una colaboradora y un colaborador- pero nos habla de cosas que podrían encajar perfectamente en un film de Eustache: tres jóvenes flâneurs, una actitud vagarosa y algo bohemia, conversaciones a la vez caprichosas y cargadas de cierta densidad, la interacción entre dos varones menos atorrantes pero igual de viriles que los de Le Père Noël a les yeux bleus… Y quizás, ¿por qué no?, la difusa posibilidad de un triángulo amoroso. Hong también observa a sus criaturas con acidez pero a la postre con humanismo, igual que Eustache y que tantos grandes cineastas. El rodaje que vemos dentro del film hace profesión de poquedad y apenas se concreta en la filmación de algunos tiempos muertos y de un gesto sencillo y cotidiano, el de una mujer que recoge restos de basura entre las rocas de una playa. Y el plano final incide en lo que yo calificaría como un tropo del cine moderno, esto es, esos desenlaces en la playa que van de la carrera de Antoine Doinel en Les Quatre cents coups (François Truffaut) a la disolución en el infinito del protagonista epónimo de Martin Eden (Pietro Marcello).

Hong, en fin, es y será una feliz rareza en el cine de nuestro tiempo, pero no deja de ser uno de los más originales, inesperados y revolucionarios continuadores de, como dijimos a propósito de Inteurodeoksyeon, ciertas reverberaciones que proceden del cine francés de los tiempos de la Nouvelle Vague y del cinéma-vérité, o tal vez de todo el cine de autor a la europea lato sensu. Y si hay algo genial y misterioso en el hecho de que Eustache filmara la primera versión de La Rosière de Pessac exactamente en las mismas fechas -una pancarta nos da esa precisa información en mitad del film- en las que la policía corría tras los estudiantes en el París de 1968, intuyo que hay algo también inextricablemente valioso en el hecho de que, en mitad de lo que sea que esté pasando ahora mismo, Hong vaya a la suya.