Por qué los cincuenta

No se tomen la molestia de buscarla en Google Maps: Asteroid City no existe. El nuevo largometraje de Wes Anderson transcurre en un no lugar, una localidad colorista e irreal formada por hileras de viviendas insulsas e idénticas entre sí en mitad de un desierto igual de fantasioso. Como el suntuoso parador en Mittleeuropa de The Grand Budapest Hotel, como el París de The French Dispatch; el cine de Anderson renuncia abiertamente a un cierto tipo de realismo y prefiere ubicarse en una suerte de, digamos, espacios simbólicos formados por los sedimentos de una vasta cultura común para, así, compartir una distancia socarrona y autoconsciente con el espectador. Asteroid City, pues, no es una villa imaginaria sino una pura abstracción, como si todo el cine americano se hubiera transfigurado en un paisaje extraño, casi onírico, con amplios horizontes rectilíneos como los de una pintura de Dalí y tonalidades cálidas y contrastadas como las de una novela gráfica.

Asteroid City está en mitad del desierto pero es un lugar de paso que convoca a multitud de personajes variopintos y fenómenos harto significativos. Estamos en plena década de los cincuenta y, a escasos kilómetros del núcleo urbano, se levantan grandes hongos de polvo provocados por aparatosos ensayos nucleares. Asteroid City parece tener también, como su nombre indica, una conexión especial con el espacio exterior, cosa que la convierte en una localización propicia para el avistamiento de platillos voladores. La guerra fría, los ovnis, las llanuras inagotables del western en Cinemascope: quizás es el cine americano de los años cincuenta lo que representa ese espacio abstracto que conforma Asteroid City. Década que, de hecho, es el centro informal de todo el cine americano, un momento privilegiado para observar cómo las formas del Hollywood clásico se confundían con otras más inestables, cuando los paisajes de The Searchers, la atmósfera singular de los melodramas de Douglas Sirk o la manera de poblar la imagen de los cuerpos de Kirk Douglas o Marilyn Monroe parecían transmitir entre líneas algo sutilmente desestabilizador.

Por lo tanto, los años cincuenta -que son también los de la expansión de la televisión, el hábito doméstico de la pequeña pantalla que no ha hecho más que sofisticarse más y más hasta nuestros días- son un pertinente punto de partida para empezar a hablar tanto de la muerte del cine como de su radical impugnación. Ahí, justo antes de las Shadows de John Cassavetes o de la Nouvelle Vague francesa, en plena maduración de algo que podemos llamar cine moderno, Wes Anderson puede atisbar un origen remoto de su propio cine o, mejor dicho, de esa actitud irónica y distanciada con la que se acerca a las ficciones del Hollywood clásico y de, más en general, todo un extenso mundo narrativo -novelas, cómics, los mitos y caracteres del género de aventuras, etc.- que ha conformado nuestra educación sentimental. Que es también una manera de observar con los ojos entornados las miserias y grandezas de la estirpe humana en general y, en particular, la sociedad estadounidense en un momento muy significativo, pues los cincuenta son unos años arcádicos que el imaginario americano asocia a una prosperidad y un optimismo singulares, un edén pasajero entre la Segunda Guerra Mundial y Vietnam.

Todo eso es recreado por Anderson con su providencial ironía, es decir, mediante actores hieráticos como los modelos de Bresson que declaman con la misma fatiga que los personajes de Kaurismäki y que se desplazan mecánicamente por el escenario como si se tratara de una obra de Brecht. En ese roce entre el tedio y la exaltación, es decir, entre la displicencia de los seres y la exuberancia del decorado, se encuentra el tono exacto del cine de Anderson, a la vez paródico y tributario, mordaz y conmovedor. Asteroid City, en fin, es el tipo de film que nos hace sentir que, a pesar de los pesares, el cine americano no ha perdido ni un ápice de su aliento.

A pesar de y gracias a los actores

La primera impresión que uno puede tener al ver A Rainy Day in New York es que reina cierta anarquía en los rodajes de Woody Allen: los actores ejecutan un trabajo muy de su agrado, esto es, muy teatralizante, que a ratos no casa muy bien con las necesidades específicas del medio cinematográfico, hasta el punto de que hay demasiada mímica y unas pausas algo antinaturales entre frase y frase que chocan a cualquier espectador un poco atento. Lo mismo pasa con la fotografía: el veterano Vittorio Storaro parece tener vía libre para hacer lo que le dé la gana y su trabajo -extraordinario, huelga decirlo- resulta tan vistoso que, a ratos, se come por completo la imagen.

Que nadie se lleve a engaño, no obstante. La misma sensación transmiten los largometrajes anteriores de Allen y todos ellos, igual que A Rainy Day in New York, son filmes harto idiosincráticos cuya armazón general responde sin duda a la manera de entender el cine y la vida en general del director de Manhattan. La voz de Allen está en esa evolución hacia el vodevil que experimenta su última película, un toque que acaba haciendo muy pertinente todo lo que de teatral pueda haber en el estilo del film. Un vodevil, hay que decirlo, de poderoso ritmo y poblado por personajes exquisitamente perfilados. Estamos ante una película que, consciente o inconscientemente, va creciendo a medida que avanza, hasta acabar dejando una sensación de gran hondura a pesar de su hechura de comedia ligera. Si alguien sospecha que hay algo de rutina o inercia en el cine de Allen, que se fije en el oficio y la delicadeza de esta su última realización.

Pero, además, A Rainy Day in New York es una nueva y madura variación sobre lo que, a la postre, es el tema central de toda la obra de Allen: el prurito de fantasear con una vida diferente, hacer realidad determinados sueños y volver luego desengañados a la prosaica realidad; y el papel del cine, el arte y otras ficciones como proyección o inspiración de esas ensoñaciones románticas. El protagonista del film, que canta y toca el piano, interpreta un par de veces Everything Happens to Me, el standard que nos dan sin duda la clave del film (“At first, my heart thought you could break this jinx for me. / That love would turn the trick to end despair. / But now I just can’t fool this head that thinks for me. / I’ve mortgaged all my castles in the air”): la descripción de ese sentirse golpeado por los dardos de la insultante fortuna que nos acompaña siempre, sentimiento ante el cual, sólo cabe poner distancia y aceptar las luces y sombras de nuestro destino. Observado en conjunto, el cine de Allen arroja una completa filosofía sobre la vida que, con su último largometraje, queda tal vez definitivamente asentada.

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Timothée Chalamet, el mismo tipo que protagoniza A Rainy Day in New York, encarna a Enrique V en The King, la muy particular variación de David Michôd sobre la obra de William Shakespeare. Que nadie la confunda con una adaptación: Michôd realiza una operación mucho más compleja consistente en fagocitar la trama de la pieza del bardo pero no así su texto. Con esos mimbres, el realizador urde una vibrante y extraña película de aventuras medievales deudora en parte del cine clásico hollywoodiense pero dotada de un tono grave, gravísimo, que nos hace pensar en el cine de James Gray.

Michôd, de hecho, no alcanza la belleza arrebatadora de los filmes de Gray (ni de Francis F. Coppola, que parece el inspirador de ambos cineastas; ni tampoco de Anthony Mann, a quien debemos algunas las recreaciones más suntuosas, elegantes e inspiradas del mundo antiguo y medieval en el Hollywood del Cinemascope). Pero el realizador australiano demuestra un sentido sobrio y fino de la puesta en escena acorde con la gravedad del largometraje. Fijémonos, por ejemplo, en los pocos planos elevados o panorámicas que utiliza para alardear de grandiosidad, como se haría en la mayoría de las películas de este tipo hoy en día. La secuencia del cruce del canal de la Mancha por parte de la flota inglesa, por ejemplo, nos deja entrever de fondo una multitud de navíos, pero la cámara no se entretiene ni un solo plano en elevarse para mostrarnos ese despliegue. A Michôd, aunque filma la acción con una encomiable eficacia y claridad, le interesan mucho más las personas.

The King no es, pues, un film épico sino trágico, o más bien un film que renueva, en el cine de hoy, el sentido de la tragedia valiéndose de las reverberaciones de Shakespeare y del cine clásico. Y, con esta última realización de Michôd, se agranda el sentido de Animal Kingdom, su sorprendente primer largometraje, que guarda notables similitudes con el que nos ocupa: en ella, ya estaba contenido todo el sentido de la tragedia shakespeariana que en The King luce en primer término.

Dicho esto, en esta operación de vampirización de una obra de Shakespeare, ¿qué queda del arte dramático? De nuevo, como en A Rainy Day in New York, una troupe de actores en su salsa que ejecuta un trabajo muy convencional dentro de su ámbito. No es la tarea de este cronista juzgar cómo funcionan las cosas sobre un escenario; en la pantalla, en un film como el que nos ocupa, da una sensación muy rutinaria ver de nuevo a todos esos varones -y muy pocas mujeres- poniendo esas caras tan serias y declamando con esa solemnidad tan impostada. Pero tal vez tenga que ser así, para remarcar el diálogo del film tanto con Shakespeare como con el modo de representación institucional del cine hollywoodiense de siempre. No siempre es pertinente buscar esa naturalidad tan cara a determinado cine de autor.

Aunque, curiosamente, quien más se aleja de esa forma de actuar y aporta más claroscuros es Joel Edgeron, que es coguionista de The King junto a Michôd y que se reserva un papel muy especial, nada menos que el de Sir John Falstaff, como hizo en su día Orson Welles. Un Falstaff que, junto al propio protagonista del film, sirve para otorgar la mayor nobleza e integridad a los seres más imperfectos a ojos de la moral pública. La ética está en manos de los seres disolutos, más humanos, y no de los aparentemente más rectos, que esconden oscuras intenciones; una interesante idea tangencial (y coincidente, por cierto, con el clima moral que se respira en la película de Woody Allen) en una película que, como salta a la vista, nos habla menos de la Europa del siglo XV que de nosotros y ahora, particularmente de las sombras de la América imperial. Al fin y al cabo, ése ha sido siempre el valor de los clásicos, ¿no?