Las teselas del cine

Si Kékszakállú ya nos parecía un objeto extraño, una experiencia singular en el contexto del actual cine de autor argentino, A Little Love Package, el último largometraje de Gastón Solnicki, acrecienta esa sensación. Digamos que hay una anécdota: principalmente, el recorrido por Viena de dos mujeres que buscan una vivienda. Aunque recorren inmuebles aparentemente suntuosos y acogedores, siempre hay alguna pega, una de ellas plantea sistemáticamente objeciones como el Ventura de Juventude em marcha, que no se daba por satisfecho en ninguno de los flamantes apartamentos que visitaba. Y luego hay un viaje al litoral de Málaga, un encuentro familiar y una subtrama que sigue los juegos y andanzas de un grupo de niños.

Pero tal vez todo eso no sea más que una argamasa para sostener lo que, en otro tipo de film más convencional, sería el telón de fondo, el ornato de una narración. Porque en A Little Love Package importa mucho más la arquitectura, los edificios y monumentos, las calles y los interiores de la capital austriaca; y, luego, los paisajes rossellinianos del viaje veraniego al Mediterráneo. Ya desde el prólogo, que nos habla de lo que supuso la prohibición de fumar para el ambiente de las Kaffeehäuser vienesas, sabemos que los espacios son más que importantes en el film. Lo mismo que los temas de Franz Schubert, Gustav Mahler o Gérard Grisey que oímos durante la película. La música europea contemporánea -recordemos que ya el título de Kékszakállú era un guiño a El castillo de Barbazul, la única ópera de Béla Bartók- da el verdadero tono de la película, que deviene en una suerte de paseo azaroso por la civilización europea, como si leyéramos El Danubio o algún otro libro de Claudio Magris, o de Stefan Zweig, o acaso de George Steiner, esos textos que divagan acerca de una densa noción de Mitteleuropa, su historia y su cultura.

Pienso en otras experiencias como La Sapienza de Eugène Green, donde la observación de la arquitectura era el elemento central de la película, o en el largo episodio de Babardeala cu bucluc sau porno balamuc (Un polvo desafortunado o porno loco) en el que Radu Jude nos invitaba a fijarnos en multitud de detalles de las calles de Bucarest, sin más. A veces, el cine parece evadirse de los conceptos de tema, trama o asunto del tipo que sea para entregarse a una manera de observar el entorno que transfigura el discurso fílmico desde su nivel más profundo, es decir, desde la forma. El neorrealismo ya evidenció que los espacios nos dicen cosas importantes que tal vez no sean exactamente ideas, conceptos que podamos verbalizar con sencillez. Por eso, uno de los gestos más radicales del cine es ese extravío hacia la abstracción pura de los ambientes y las formas.

Quizás A Little Love Package no sea exactamente un film sino un verdadero mosaico formado por teselas que parecen no encajar con exactitud pero que a la postre forman un conjunto harmonioso, un discurso sólido no sólo sobre el cine sino también sobre un rico humus cultural que subyace tras las imágenes. Mientras que otros cineastas como Laura Citarella o Mariano Llinás expanden y ramifican los relatos, Solnicki parece querer desmenuzarlo; pero todos ellos están demostrando que el cine no es una cuestión zanjada, una narrativa que un día desembocó en las prestigiosas series de hoy en día y chau, sino un artefacto cuyas posibilidades siguen pareciendo inagotables.

El tiempo de los fantasmas

El primerísimo contacto que tuve con el cine de Joanna Hogg ya me planteó una duda que luego se hizo recurrente al recorrer el conjunto de su filmografía: durante los primeros compases de The Souvenir (2019), me pregunté enseguida en qué época transcurría la película que estaba empezando a ver. La atmósfera de su cine tiene una cualidad especial que genera esa ambigüedad, falsa por lo demás, pues más temprano que tarde encontramos algún detalle que nos ayuda a datar la acción. Pero algo en las imágenes parece decirnos que sus películas transcurren en un tiempo particular que pertenece solamente al cine; un tiempo que, al observarlo, parece ser presente y pasado a la vez. Quizás no es un rasgo del todo singular; al fin y al cabo, otros cineastas tan dispares como Peter Strickland, Bertrand Mandico o James Gray parecen retomar a su manera el cine de los años sesenta y setenta, ya sea el giallo, las desahogadas experimentaciones de Kenneth Anger y Andy Warhol o las texturas características del Nuevo Hollywood. Pero el cine de Hogg parece más sutil, no nos deja señales tan evidentes sobre su filiación; o no lo ha hecho al menos hasta su última realización, The Eternal Daughter, que sigue una cierta continuidad respecto a la obra anterior de la directora británica -las relaciones íntimas entre parejas y familiares son también el asunto de Archipelago (2010) y Exhibition (2013)- pero, a la vez, parece también diferenciarse, tomar una nueva deriva hacia lo fantástico. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/the-eternal-daughter/

Cine abierto

La escena del coito de Alanis, de Anahí Berneri, es fácilmente identificable como la más significativa de la película. La heroína epónima es tratada como un trapo por su cliente y ella deja ir cuatro sinceros exabruptos contra él bajo la apariencia de un juego, con la mirada perdida fuera de campo, dejando que se exprese esa honda rabia que alberga en su interior contra todo el sistema social que le pone palos en las ruedas indefectiblemente. Alanis, por cierto, es una joven prostituta argentina, madre de un niño de año y medio, que atraviesa serias dificultades económicas y no encuentra más que incomprensión y hostilidad por parte del Estado, la familia y otras meretrices que no quieren más competencia.

A su manera, Alanis es bastante parecida a Life and Nothing More, película de Antonio Méndez Esparza sobre una madre y un hijo adolescente en un duro barrio negro de Estados Unidos: tratan sobre “temas sociales” (la pobreza urbana, la exclusión social, la lucha de clases hoy en día…) y están protagonizadas por seres que luchan por salir adelante y se enfrentan a unos mecanismos de la justicia que, en lugar de ayudarles, les apartan aún más de la regeneración. Pero lo que más emparenta a ambos filmes es la sequedad de su tono, un estilo que busca una manera limpia de mostrar sin valorar, de contar sin manipular. Berneri y Méndez Esparza procuran que los hechos hablen por sí mismos y eludir todo juicio moral explícito que guíe la mirada del espectador.

No quiere decir eso que sean películas neutrales; no lo son. Quieren adoptar una relación honesta con el espectador sin renunciar a que sus relatos tengan algo de, digamos, denuncia o concienciación. Alanis y Life and Nothing More son, en definitiva, algo así como filmes de los hermanos Dardenne desprovistos de fábula, de ese toque neorrealista tan de los belgas. Son películas certeras, logros brillantes dentro de sus ambiciones. Ésa es su dimensión exacta: la de sus ambiciones consumadas.

Kékszakállú, de Gastón Solnicki, es como Alanis un film argentino de este último año. Fugazmente, ha coincidido con las películas de Berneri y Méndez Esparza en la cartelera barcelonesa. Y, desde cierta perspectiva, representa un modelo cinematográfico diametralmente opuesto a ellas. En Kékszakállú, no nos son mostrados los hechos con la claridad y el orden de Alanis y Life and Nothing More; muy al contrario, sólo observamos los pedazos de lo que parece ser el moroso retrato colectivo de unas jóvenes amigas argentinas en un período de tránsito vital: los veinte años, el acceso a la vida adulta, la entrada en la universidad, la búsqueda de la emancipación material y espiritual… Incluso el protagonismo de la protagonista tarda en afianzarse.

Kékszakállú es un elogio del fragmento, de la observación de momentos escogidos, como si nos quisiera recordar que toda narración, en el fondo, esconde tras su sólida unidad un conjunto de imágenes y sensaciones que suponen nuestra verdadera experiencia cinematográfica. Que no se trata tanto de seguir la historia como de redescubrir el mundo en las imágenes que la componen. La película se basa en la ópera homónima de Béla Bartók, conocida en español como El castillo de Barbazul. Y, de hecho, representa un movimiento de lo cinematográfico hacia lo musical, hacia lo lírico. Un movimiento estimulante y enriquecedor.

Todo es legítimo: el cine de lo concreto, del apego a lo social, tanto como el cine de lo abstracto o, por qué no decirlo, de lo artístico. La concepción abierta del cine que trasluce Kékszakállú supone una relación honesta con el espectador igual que la naturaleza de Alanis y Life and Nothing More. Lo es más aún, de hecho, pues también nos habla indirectamente de la sociedad actual pero, además, nos hace jugar en un campo abierto donde el verdadero resultado reside en nuestra experiencia con sus imágenes. O debería decir en una ciudad abierta, como la de Rossellini.