Volver a la frontera

Para Elfman, con el que tenía esta deuda

Retomando algo que comentamos a propósito de La flor de Mariano Llinás, en The Ballad of Buster Scruggs, el largometraje de los hermanos Coen que se puede ver desde hace unos meses en Netflix, habitan algunas respuestas y por supuesto nuevos interrogantes acerca de todos esos cuestionamientos que está planteando la proliferación de la difusión de películas en plataformas online. De entrada, es necesario fijarse en lo que supone este film en la obra de los cineastas. Tratando hace unos años sobre Hail, Caesar!, hablábamos de la faceta poca-solta de su cine, una ligereza graciosa pero algo empobrecedora que domina películas como O Brother, Where Art Thou?, Intolerable Cruelty o The Ladykillers, entre otras. Ante el privilegiado sentido del gag de los Coen, uno llegó a pensar que se equivocaban de formato, que sus gansadas funcionarían maravillosamente en un hipotético programa de televisión a base de sketches cómicos, al estilo del Monty Python’s Flying Circus pero con el toque inconfundible de los directores de The Big Lebowski.

Así las cosas, llega The Ballad of Buster Scruggs, que es efectivamente un conjunto de episodios y que se distribuye solamente a través de un canal de consumo doméstico. Es, pues, casi televisión; y, si así lo consideramos, no podemos más que celebrarlo como un producto televisivo muy noble. Es también, ciertamente, un film muy irregular, como lo sería de hecho un verdadero programa televisivo de sketches; pero en las tres historias que merecen nuestra atención y establecen la verdadera altura del film (The Mortal Remains, The Gal Who Got Rattled, Meal Ticket; de nuevo, en la obra de Joel & Ethan Coen, los episodios más graves son superiores a los de tono más bufo) nos encontramos con el genuino aliento cinematográfico de los cineastas: por una parte, una forma a la vez tributaria y socarrona, melancólica y exaltante de habitar los tropos del gran cine clásico americano que le otorga una nueva vida y lo proyecta hacia la modernidad de forma iluminadora (véase The Gal Who Got Rattled, que es casi un brillante remake en miniatura de su True Grit). Y, por otra, un estimulante cultivo de un cierto poso cultural que desborda el cinematógrafo (las recitaciones del rapsoda mutilado de Meal Ticket, casi la fantasmagoría de un film de Tod Browning) e incluso el folklore norteamericano todo (la oscura evocación de la parca en The Mortal Remains, que parece beber del mismo espíritu que el prólogo de A Serious Man, precisamente un fragmento independiente de gran belleza que anticipa de alguna manera The Ballad of Buster Scruggs).

En suma: ¿qué se gana y qué se pierde con esta nueva película de los Coen y con su forma de distribución? O, mejor dicho: ¿es ésa la pregunta que debemos hacernos? Ante el florecimiento del cine online, la cuestión no es, por ejemplo, que se pierda la experiencia de ver películas en una sala de cine como algo más suntuoso, comunitario o ritual. El posible problema es estético: que el consumo casero acabe por “televisionizar” el cine. Acercarse a la lógica serial de las novelas río que han triunfado en los últimos años (The Wire, Mad Men y todo eso) o a la cultura de la ultrafragmentación que acompaña a las redes sociales y You Tube no es malo ni bueno en sí mismo (Carlo Padial, por cierto, es uno de los profetas que reciben con más entusiasmo esta mutación, y también unos de los cineastas -y digo conscientemente cineastas– más interesantes de nuestro aquí y ahora). La cuestión, pues, se dirime como siempre en la dimensión moral de la práctica de hacer y ver films. En seguir vertiendo un compromiso ético en la mirada, en la duración de los planos, en la forma de la exposición a las imágenes: entre qué otras imágenes o ausencias se observan las cosas, desde qué ángulo, desde qué posición física y moral. En la relación establecida entre la obra y el espectador.

Los mejores episodios de The Ballad of Buster Scruggs son un encomiable ejemplo del proceso inverso al peligro que evocábamos, es decir, son pasajes que “cinematografizan” la televisión en lugar de lo contrario. Pero es necesario pensar con otra ambición y recordar que gente como Jean-Luc Godard, Jean-Marie Straub y Danièle Huillet o Claude Lanzmann son referentes imprescindibles -de nuevo, o aún- porque son, precisamente, autores que han rebasado de múltiples maneras las formas estricta o convencionalmente cinematográficas, sobre todo en cuanto a la duración y el formato de sus obras. Series como las Histoire(s) du cinéma godardianas o Shoah exploran las verdaderas dimensiones del medio televisivo, como si continuaran y radicalizaran el camino iniciado en los sesenta por Rossellini; y fijémonos además en la duración totalmente variable de los filmes de los Straub, igual que en los ensayos de entre cinco minutos y nueve horas de Alexander Kluge, criaturas que parece que nacieron para habitar en la red antes de que existiera. Quizás, en lugar de tratar de hallar respuestas a falsos dilemas, hay más bien que volver a explorar las fronteras, buscar de nuevo en los extremos de la experiencia cinematográfica la libertad que las imágenes siguen reclamando hoy igual que en los últimos cien años.

 

 

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