Después de la verdad

Hermes Papauran, uno de los policías que protagonizan Kapag wala nang mga alon (o When the Waves Are Gone), es también el personaje principal de Essential Truths of the Lake, el último largometraje de Lav Diaz. El cineasta filipino se vuelve a acercar al cine negro para explicarnos la obsesión de Papauran por un viejo caso irresuelto que le atormenta durante toda la película. Pero, en realidad, es sólo la primera parte del film la que tiene una cierta hechura de thriller extraño y reposado pero thriller, a fin de cuentas. Luego, se produce una cesura: una serie de extractos de informativos de televisión nos informan sobre los efectos devastadores de una erupción volcánica y, a continuación, a lo largo de la segunda parte de la película, el protagonista no parece tanto un investigador como un puro flâneur, alguien que vaga sin más e interactúa con los personajes que van apareciendo por el camino.

Diaz tiene una peculiaridad muy propia del mejor cine de autor asiático contemporáneo: parece y es originalísimo, pero no es un ente aislado. Muy al contrario, las películas de Hong Sang-soo, Tsai Ming-liang, Apichatpong Weerasethakul o Diaz nos permite entrever multitud de reverberaciones. En el caso que nos ocupa, la primera parte de Essentials Truths of the Lake es una reformulación del film noir que parece una variación aún más radical de las películas parsimoniosas, lacónicas y virtualmente abstractas de Jean-Pierre Melville; y la segunda mitad nos sitúa ante una figura prototípica del cine de la modernidad que han cultivado Michelangelo Antonioni, Alain Tanner, Wim Wenders, Jim Jarmusch, Lisandro Alonso y tantos otros. Me refiero al personaje del flâneur expectante, curioso, un hombre errante cuya motivación nos es desvelada con morosidad, si es que la tiene. Así pues, el agente Papauran empieza como un Sam Spade algo lunático y deviene en un trasunto del Jack Nicholson de Professione: reporter o el Bruno Ganz de Dans la ville blanche. O quizás deberíamos pensar en el Harry Dean Stanton de Paris, Texas o incluso en el John Wayne de The Searchers: hombres perdidos en el desierto que buscan obsesivamente un ser querido y extraviado.

Lo relevante, de hecho, es justamente esa obsesión, rayana en la enajenación mental, que aflige a Papauran lo mismo que a Ethan Edwards. Nuestro flâneur sufre un ardor interior, una desasosegante sed de verdad, acaso podríamos decir incluso una íntima nostalgia del absoluto que quizás no sea resoluble. La única conclusión hacia la que puede evolucionar Papauran es el aprendizaje del duelo, la asunción del vacío; lo cual equivale a la aceptación de la muerte de Dios. Y ése es el camino que parece recorrer el cinematógrafo hasta llegar a los densos y prolongados tableaux vivants que componen las imágenes del cine de Diaz. Hay una belleza singular en esa quietud contradictoria de los planos de Diaz, como en muchos otros de Pedro Costa o Albert Serra, porque son imágenes mortuorias y a la vez vivísimas. Son imágenes-monumento que suponen un raro acercamiento del cine a una cierta cualidad escultórica. Y que nos invitan a pensar que el cine no ha muerto porque ha aprendido a vivir permanentemente su propia muerte.

Sueño del fantástico

El cine es también un medio por el que volver a maravillarnos ante lo extraño. Supongamos que la fascinación que ejercieron las imágenes sobre los primeros espectadores del cinematógrafo de los Lumière es la misma que provoca a cada uno de nosotros cuando las descubrimos en nuestra primera infancia: la composición que se genera al encuadrar el mundo en un paralelepípedo, la capacidad de mirar las cosas a diferentes distancias, los efectos que provoca el encadenamiento de una imagen detrás de otra… El cine siempre está cerca de lo fantástico y por eso hay algo esencial en esos filmes que, siendo o no de género, se adentran en lo misterioso, lo latente, lo inexpresable.

El último largometraje de Bi Gan, Di qiu zui hou de ye wan o Largo viaje hacia la noche (título que parafrasea el de una obra de Eugène O’Neill: nada que ver, que nadie se despiste), nos lleva al encuentro con ese instinto esencial del cinematógrafo, esa propensión a lo misterioso. Poco hay que explicar de la trama: un hombre anhela reencontrar a la amada extraviada, como el Scottie de Vertigo. Y, como si fuera una versión radicalizada del film de Hitchcock, el de Bi Gan evoluciona de thriller onírico en su primera mitad a virtual cuento fantástico en el largo plano secuencia que ocupa la segunda parte del metraje. Pruebas, búsquedas, templos prohibidos, mitos, historias antiguas y fantasmagorías conforman el alma de la película, el paisaje de un viaje al final de la noche del cine que guarda concomitancias con multitud de novelas gráficas y relatos que nutren el género fantástico en sentido amplio.

Hay películas que parecen tener la virtud de la globalidad, como si reflejaran por sí mismas todo el cine de su tiempo o plantearan incluso una completa filosofía del hecho cinematográfico. Es el caso del film de Bi, el cual, más allá de sus virtudes o flaquezas, parece convocar multitud de rasgos definitorios y fuerzas motrices del cine de hoy. De entrada, como decíamos, recoge la profunda influencia del Vertigo hitchcockiano, que ya ejerce como un conocimiento mítico que recorre nuestra cultura cinematográfica toda; la misma influencia que se hace notar en otro film paradigmático de 2018, Under the Silver Lake (David Robert Mitchell). La escisión de la historia en dos partes nos hace pensar en la obra de Apichatpong Weerasethakul, quizás el más radical realizador de nuestro presente, que parece haber reinventado la noción de relato y la lógica del espacio y el tiempo. De hecho, Largo viaje hacia la noche es también hija del nuevo tiempo cinematográfico del siglo XXI, un tiempo dilatado, enrarecido, cuya expresión más pura está tal vez en las películas de Tsai Ming-Liang, otra reminiscencia identificable en el film que nos ocupa. Y Bi cita en los agradecimientos de los títulos de crédito a Hou Hsiao-Hsien, a quien debemos buena parte de la paternidad de ese tiempo característico de nuestro cine.

El film, además, transcurre en un espacio característicamente onírico, un espacio más simbólico que material que remite a los laberintos interiores de David Lynch y a la tierra incógnita de Jauja (Lisandro Alonso). En esa noche del cinematógrafo, en ese sueño del fantástico en el que transcurre la película, hay incluso un bello diálogo que recuerda al memorable cara a cara entre Harry Dean Stanton y Nastassja Kinski al final de Paris, Texas. Pero lo que en el film de Wim Wenders era un encuentro, en el de Bi es por el contrario la constatación de una ausencia, de una separación. El cine del siglo XXI, el arte de Weerasethakul, Alonso o Bi, es definitivamente una puerta abierta a lo ignoto mucho más que un punto de llegada a una tierra prometida que nunca existirá.