Al final de la escapada

Evitando los spoilers, permítaseme señalar que Passages, el último largometraje de Ira Sachs, comienza relatando el final del rodaje de una película y termina con el final de una escapada, la significativa detención de una carrera frenética. No son detalles baladíes ninguno de los dos, menos aún estando tras la cámara un cineasta que se caracteriza por una gran sutileza y riqueza de matices a pesar del austero aparataje de sus realizaciones. Passages no es más que la historia de una pareja que se descompone y otra que se constituye ante nosotros, y de las convulsiones que se producen en ambos procesos, paralelos y entrelazados. Es decir: tres cuerpos amándose y discutiendo en diferentes espacios de la ciudad de París. Nada más.

Passages, decíamos, arranca con el final de una puesta en escena y el regreso a lo que ha quedado en sus márgenes: la vida real, un equipo de rodaje recorrido por las rencillas y los deseos, la posibilidad de salir de lo reglado y evadirse. Tomas, el protagonista, parece embarcarse en un nuevo romance impelido por el redescubrimiento de la pasión, algo que sólo puede hallar en lo desconocido, en lo que rompe con la norma que ha regido hasta ahora. Esa misma pulsión le guía en sus vaivenes entre una y otra pareja, y entre los diferentes proyectos de vida que implica cada una de las direcciones posibles. También su quehacer como cineasta parece motivado por la necesidad de redescubrir el fulgor rompiendo con lo que ha hecho hasta ahora. Hay algo infantil, puro u espontáneo en su comportamiento, que es también mezquino y egoísta. Tomas es, en cierto sentido, una nueva versión del Guido de Otto e mezzo, el cineasta caprichoso e infiel del film de Fellini, con un deje autodestructivo que notamos en sus acelerones enajenados en coche o en bicicleta.

Como decíamos, el sobrio aparataje de Passages no debe llevarnos a engaño, porque Sachs no necesita muchas piezas para componer un film complejo, inagotable. Y, entre esas piezas, es necesario destacar el trabajo con los comediantes. Tomas es encarnado por Franz Rogowski, intérprete que no sólo es un rostro habitual en el cine de autor germanófono más interesante de la actualidad sino que debemos reivindicarlo como una de las figuras ante la cámara más creativas de nuestro tiempo. Rogowski tiene una rara habilidad para articular la imagen usando toda su anatomía, y su Tomas es ilustrativo al respecto, toda una creación: a ratos, parece uno de esos cuerpos frágiles y turbulentos dibujados por Egon Schiele, en otras secuencias parece extraído talmente de una película de Fassbinder… Sachs, además, compone una interesantísima relación complementaria y contrastada entre el cuerpo de Rogowski y los de Ben Wishaw y Adèle Exarchopoulos, cuya presencia en el film es también un logro mayor.

Sachs, en fin, dirige una inteligente danza de cuerpos que se atraen y se repelen, y alrededor de ese baile silencioso conjuga un nuevo film sobre el amor y el desamor, el descubrimiento y la separación, el deseo y el afecto. Passengers, que podría verse como una variación sobre Keep the Lights On, comparte la energía rabiosa de Nous ne vieillirons pas ensemble (Maurice Pialat) y el sentido de la fatalidad de La espalda de Dios (Pablo Llorca), relatos de un amor lesivo e irresoluble en diferentes momentos y latitudes del cine moderno; tampoco es un dato baladí, dicho sea de paso, el hecho de que Sachs, cineasta estadounidense, se haya desplazado a Europa para realizar Frankie y Passengers.

Hay algo dañino y a la vez creativo en esa búsqueda constante del fulgor que impulsa tanto la pasión amorosa como el acto de hacer cine buscando siempre algo que rasgue la linealidad del relato, la pequeña gran crisis formal que probablemente sea el desencadenante de la conquista sempiterna de la modernidad. O puede incluso que sea esa pulsión lo que hace que el cine sea cine, ese arrojarse con instinto suicida hacia lo desconocido. Sachs ha reflejado en su film tanto ese frenesí como la melancolía que acontece al pararse, al detener la carrera y comprender al fin que la utopía es tan bella y tan necesaria como inalcanzable.

La paradoja de la libertad

La gran libertad de Große Freiheit (Sebastian Meise) es, ante todo, paradójica, pues no se encuentra donde cabría imaginar a priori. Quizás se encuentre en el más estricto confinamiento o incluso en la República Democrática Alemana, como sugiere en cierto momento Hans, el protagonista, consciente de que la legalidad al otro lado del telón de acero, aunque restrinja muchas otras libertades, es favorable a las personas homosexuales. En cambio, en la RFA del periodo comprendido entre la caída del Tercer Reich y finales de los años sesenta, sus hábitos son objeto de la más encarnizada persecución, como si no hubiera cambiado nada en ese aspecto tras el final de la guerra. Hans, de hecho, aún lleva tatuado un número en la muñeca que nos informa de que su encarcelamiento empezó antes del cambio de régimen. Y él mismo, en prisión, se ve en la tarea de descoser los emblemas nazis de las prendas militares, nimio gesto con el que se consuma un cambio de chaqueta en sentido literal y figurado.

Hans entra recurrentemente en prisión por causa de su afición al cruising y, una vez dentro, sus arranques de rebeldía le llevan al confinamiento dentro del confinamiento, esto es, a una oscura celda de castigo donde se queda solo y desnudo con sus recuerdos. Y el film encuentra a su manera una forma de libertad cada vez que Hans entra en esa mazmorra hedionda: es justamente en esos momentos cuando se producen los flashbacks -la historia nos es narrada desde 1968 pero retrocedemos a 1945 y a 1957- que van completando el relato, cubriendo sus oquedades, consumando el retrato de un personaje y de una vida que consiste precisamente en un camino hacia una libertad paradójica, la que le proporciona la solidaridad, el afecto, el encuentro con el otro. Al fin y al cabo, el amor es una forma de libertad que se alcanza mediante una cierta renuncia, una entrega a la otra persona. Y Große Freiheit parece encontrarse a sí misma precisamente en los planos en los que los cuerpos se encuentran y se entrelazan. Las secuencias del tatuaje, del encuentro sexual en la jaula a la intemperie y de los abrazos de consuelo que intercambian Hans y su compañero Viktor son los momentos más bellos y más logrados del film, instantes en los que Meise se evade del rutinario plano contraplano y halla una forma mucho más estimulante.

Es en la secuencia final del film -en la que suena L’Amour, l’amour, l’amour, la misma canción de Moloudji que Vincent Macaigne cantaba en un simpático pasaje de Fête de famille– donde Hans tiene la epifanía que le marca el camino hacia su particular große Freiheit. En ese subterráneo que remeda un siniestro calabozo y donde la sexualidad por fin se vive en libertad, allí es donde nuestro héroe comprende que sólo será libre junto al hombre que ama. Y cierra la película con un gesto rebelde y ácrata en las calles de la RFA de 1969, esto es, en el lugar y en el momento en que arrancó la filmografía de Rainer Werner Fassbinder. Hemos omitido hasta ahora que Hans es encarnado por Franz Rogowski, un actor que podría ser el digno sucesor de Klaus Kinski por el desparpajo con el que se entrega a toda suerte de interpretaciones extremas y rarunas. Pero Rogowski tiene más bien, a juicio de este cronista, una presencia fassbinderiana: en Große Freiheit y en otras películas, transita la imagen con un aire entre insubordinado y apaleado, su cuerpo parece encajar mal en los ritmos internos del lenguaje cinematográfico convencional o, más bien, hacerlo a su manera. Y su presencia, como la de Gottfried John en el cine de Fassbinder, tiene algo poderoso, parece componer por sí sola una parte sustancial de la puesta en escena.

Rogowski, pues, es quizás un elemento que conecta nuestro presente con el nuevo cine alemán de los años sesenta y setenta. Y es también un hilo conductor que nos ayuda a cartografiar un novísimo cine germanófono que respira justamente una gran libertad, nos sorprende por su creatividad y frescura, y es demasiado multiforme como para que los constriñamos mediante una etiqueta. Pues, en efecto, Rogowski es el único elemento cohesionador entre Große Freiheit y Luzifer (Peter Brunner) o Ich war zuhause, aber (Angela Schanelec), dos películas felizmente desafiantes, cada una a su manera, y también las últimas realizaciones de Christian Petzold (Transit y Undine), un eslabón importante en la cadena que nos une con el cine clásico. Si, a estos títulos citados, sumamos otros en los que no está Rogowski como Western (Valeska Grisebach), The Trouble with Being Born (Sandra Wollner) o Blutsauger (Julian Radlmaier), nos percatamos de que hay, como decíamos, una cierta región en el cine de nuestro tiempo que transmite una contagiosa vitalidad y una encomiable indisciplina. El cine alemán parece que no esté; sin embargo, no sólo está muy presente entre lo más destacado del panorama actual sino que supone una de las enmiendas más contundentes a la hipótesis sobre la enésima muerte del cine.