Por qué hay que volver a ver ‘Heaven’s Gate’

En estos últimos días de junio, según los datos recopilados por la web Real Clear Politics, Donald Trump mantiene una ventaja leve pero generalizada en todos los swing states que decidirán las elecciones presidenciales del próximo mes de noviembre. El posible regreso a la Casa Blanca de un fanfarrón desvergonzado que se chotea del orden constitucional y explota los bajos instintos del electorado con un farisaico discurso contra la inmigración -o el simple hecho de que semejante personaje sea el protagonista de la política nacional- hace muy oportuna una proyección de Heaven’s Gate como la del sábado pasado en el cine Phenomena de Barcelona. Lo fue por los mismos motivos por los que la película de Michael Cimino es quizás la más importante de todo el cine americano del último tramo del siglo XX.

Uno de ellos, sí, es el contenido del film, pues Heaven’s Gate nos habla precisamente del instinto antiinmigración que ha acompañado siempre la violentísima construcción del sueño americano, muy en contra del mito oficial acerca de una tierra de acogida y de promisión. Estamos en las postrimerías de la conquista del Oeste y la llegada de labriegos procedentes de Europa oriental y central a Wyoming motiva la conspiración de una poderosa asociación de ganaderos WASP que, con la colaboración de las fuerzas gubernamentales, emprende una caza masiva de inmigrantes a sangre y fuego. Fijémonos, además, en la datación de los acontecimientos. Un prólogo en el campus de Harvard nos sitúa en 1870, es decir, apenas cinco años después de la guerra civil; y, después, el grueso la trama se desarrolla dos décadas más tarde, esto es, cinco años antes del nacimiento del cinematógrafo. La Guerra de Secesión fue el más aparatoso enfrentamiento acontecido hasta ahora entre dos Américas antagónicas, una dualidad que se ha mantenido siempre y que, en los últimos años, se ha ido exacerbando cada vez más. De hecho, no creo que sea casual que los sicarios que conforman las falanges antieslavas de Heaven’s Gate se vistan con abrigos grises, como si emularan al ejército sudista. Y con el cine nació el marco en el que nos ha sido relatado el mito del nacimiento de la nación desde los orígenes de Hollywood hasta nuestros días. Cimino, en Heaven’s Gate, lleva el género del western a un estadio singular de modernidad en el que las formas se dilatan y el mito fundacional se torna turbio y sangriento.

Porque otro motivo aún más importante que hace de Heaven’s Gate un título fundamental es su hechura fílmica, amén de su relevancia y su simbolismo dentro de la historia del cine americano. Volvamos al prólogo. En la larga set piece que recrea la fiesta de graduación de la promoción de 1870 en Harvard, los jóvenes danzan en círculo alrededor de un árbol y luego juegan a conquistar un ramo de flores atravesando a lo bruto unas barreras humanas que rotan alrededor del árbol en direcciones opuestas, como si recrearan una coreografía de Busby Berkeley. En el otro extremo del metraje, cuando se produce el enfrentamiento final entre inmigrantes europeos y sicarios al servicio de la burguesía terrateniente, ese mismo movimiento circular en dos direcciones se reproduce tal cual, transfigurado ahora en una danza de la muerte. Unos y otros intercambian disparos y acaban reproduciendo la formación de la batalla de Little Bighorn que todos tenemos en la cabeza: una fuerza fortificada en el centro de la escena, otra cabalgando a su alrededor a toda velocidad.

Heaven’s Gate es uno de los grandes films sobre la melancolía. La danza del prólogo es la escenificación de una despedida, del final de los buenos y felices años de la universidad. Todo lo le que queda por delante a esa joven generación de prometedores americanos es desencanto y embrutecimiento. Veinte años después, dos viejos amigos de Harvard se reencuentran primero alrededor de una mesa de billar -se puede establecer un interesante contraste con la secuencia del billar de The Deer Hunter– y después en un nuevo remolino humano que no es de celebración sino de exterminio. La historia de América es la del fracaso de las ilusiones y la imposición de la violencia, y toda esa historia está contenida en las danzas de despedida y de muerte que abren y cierran la película de Cimino. Entre una y otra, la trama se expande a lo largo de otras muchas set pieces poderosamente atmosféricas en las que es más importante el movimiento y la cualidad de la luz que lo que efectivamente sucede. Heaven’s Gate acerca el western a la pura abstracción, a una celebración de la forma cinematográfica que enmienda la sólida sujeción a la narración que caracteriza al género pero, a la vez, celebra lo más puro y esencial del mismo: el paisaje, los tipos humanos, el barro, el ruido de los caballos galopando, las ambiciones, los comportamientos nobles y los mezquinos…

Hay un ambiente risueño y festivo en multitud de secuencias que siempre se acaba tiñendo de melancolía. La más significativa es la del local de patinaje situado en mitad del pueblo que se llama, oportunamente, Heaven’s Gate. Los protagonistas bailan y patinan dando vueltas a la pista -de nuevo, en círculo- junto a todos los habitantes del villorrio, como si reprodujeran la secuencia del baile de Fort Apache pero con el espíritu ebrio y desenfadado de la América posthippy de los años setenta. En un momento dado, los protagonistas, Kris Kristofferson e Isabelle Huppert, acompañan al exterior a Jeff Bridges para asistirle mientras vomita y tumbarlo sobre una carreta. Cuando vuelven al interior, inexplicablemente, el local está vacío, los músicos ya sólo tocan para ellos y bailan a solas donde antes había una masa de cientos de personas. Es un detalle casi fantástico, antirrealista en cualquier caso; más que suficiente para subrayar que lo importante en Heaven’s Gate no es tanto la trama como las sensaciones.

Cimino estrenó su película en 1980, el año de la victoria electoral de Ronald Reagan que puso fin a una década de espíritu más liberal y autocrítico en Estados Unidos y abrió una nueva era de dominio del neoliberalismo en lo económico y el neoconservadurismo en lo social. En paralelo, el tremendo fracaso comercial de Heaven’s Gate supuso el final simbólico del Nuevo Hollywood y el advenimiento de un cine sobrecargado de fantaciencia y testosterona en el que los relatos se infantilizaron rápidamente. La envolvente fisicidad de la película de Cimino apelaba a una actitud más adulta en el público, más abierta de miras. Por contra, lo que triunfó entonces fue una apelación al adolescente sempiterno que lleva dentro el espectador: historias maniqueas, una moral reconfortante y muchos efectos visuales y sonoros tapando la pobreza de la puesta en escena. Han pasado cuarenta años pero las películas y series que triunfan hoy han seguido ese hilo conductor y continúan ofreciendo trama por encima de forma, simpleza por encima de complejidad, ingenuidad por encima de madurez. Y los pintorescos fans de Trump lucen unos carteles o camisetas descacharrantes en las que el magnate septuagenario aparece sosteniendo una bazuca y luciendo una cinta en el pelo y una camiseta militar sobre un cuerpo fornido muy poco acorde con su porte real, una representación fantasiosa que lo equipara a los héroes musculosos que protagonizaron los blockbusters de los años ochenta.

El paisaje, el discurso

La actualidad es tan vasta y exigente que quizás no tengamos suficientemente presente el cine de Lisandro Alonso, realizador del que no hemos visto ningún largometraje desde Jauja, fechado en 2014. El cineasta argentino representa una de las voces más excitantes de ese estilo despojado y minimalista tan característico del cine de autor de principios de nuestro siglo: sus películas derivan siempre en el recorrido de un individuo taciturno que penetra en una naturaleza vacía de aventura, un páramo inhóspito y abstracto como uno de esos paisajes de Antonioni. De hecho, el realizador de L’avventura parece ser el padre simbólico de todo ese cine calmo y meditabundo articulado por Alonso y por Albert Serra, por Tsai Ming-liang y por Apichatpong Weerasethakul, por Abbas Kiarostami y Eloy Enciso.

En un cierto sentido, Hlynur Pálmason parece retomar el cine de Alonso donde se quedó, como si su último largometraje partiera de esa Jauja ignota en la que nos dejó el argentino. Se titula Vanskabte land, en danés -también Jauja era un film parcialmente hablado en la lengua de Karen Blixen-, pero los créditos del film nos dan a entender que es igualmente válido Volaða land, su título islandés. La llamaremos por su nombre internacional, Godland, que nos recuerda inevitablemente a Stromboli (Terra di Dio), la película que inauguró la colaboración entre Roberto Rossellini e Ingrid Bergman. De hecho, Godland también nos relata el periplo de un recién llegado a una isla marcada por la actividad volcánica. El joven sacerdote que protagoniza el film viaja a Islandia, sometida durante casi todo el siglo XIX a la corona danesa, con la misión de establecer una parroquia en un rincón remoto de la isla. Y, como Bergman en Stromboli, padece no sólo los rigores del territorio sino la mutua incomprensión con los lugareños, gente ruda e indómita que no siente la menor simpatía por nada ni nadie que llegue del continente.

Pero el joven llega a la isla con otro propósito secundario: viaja con una cámara fotográfica para tomar las primeras imágenes de Islandia y sus habitantes. De hecho, el film se basa en las ocho fotografías que se conservan de una expedición real que tuvo lugar a principios del XIX. Por lo tanto, la misión apostólica del protagonista discurre en paralelo a la aventura de apresar los paisajes y las gentes en el marco de una imagen, fijar una realidad primitiva en un fragmento de tiempo congelado para siempre. Hay algo heroico pero también algo ridículo en el empeño del sacerdote por fotografiar a los nativos en su salsa, de la misma manera que resulta patética su aventurilla temeraria a través de una isla que desconoce, que le supera, que casi le cuesta la vida a las primeras de cambio. El personaje va mostrando claroscuros a medida que la trama avanza, por no decir que nos desvela la franca mezquindad que cohabita con su fragilidad emocional. Y, de alguna manera, Godland se convierte en un bello comentario sobre las contradicciones y ambigüedades de la puesta en escena, esto es, sobre la relación problemática entre la realidad ahí afuera y el discurso de quienes están detrás de la cámara. La tensión entre el cine como misión evangelizadora o como observación expectante.

Puede que esa tensión sea el motivo por el que el cine (moderno) vuelve siempre al cine italiano de mediados del siglo XX: a la desaparición del cuerpo humano en el paisaje de Antonioni, a la derrota del individuo ante la naturaleza en Stromboli. Los italianos nos mostraron que el paisaje no es el fondo tras los personajes ni una grosera metáfora; el espacio es discurso cinematográfico puro, una fuerza que a la vez impone su presencia y acompaña la escritura del cineasta, el dictado de la puesta en escena. Entre todos los recuerdos cinéfilos que conforman el vago entendimiento de quien firma estas líneas, destacan de una manera especial las imágenes del desierto de sal en Greed (Erich von Stroheim), la batalla en una llanura infinita en Aleksandr Nevskiy (Sergei M. Eisenstein), el polvo y las rocas de Fort Apache y de todos los westerns de John Ford; y, por supuesto, los cactus de Zabriskie Point, la figura de Bergman retorciéndose desesperada por la ladera del Stromboli y la tundra encantada de Jauja, con la que parece que nos hayamos reencontrado ahora en la otra punta del mundo, es decir, en las montañas y llanuras islandesas de Godland. Pero también en Re Granchio (Alessio Rigo de Righi, Matteo Zoppis) y en Trenque Lauquen (Laura Citarella), extravíos australes que nos introducen en la que tal vez sea la otra gran cuestión del cine de nuestro tiempo: la infinitud del relato, su profundidad insondable, su exuberancia multiforme. Quizás porque el cine viene siendo desde el principio una inabarcable tierra de Dios en la que se encuentran Lumière y Méliès, la observación y la creación. En cualquier caso, hoy nos fascinan los filmes de cineastas como Citarella o Pálmason que parecen fijarse, cada uno a su manera, en los límites del control.