En el Musée de Montmartre de París, hasta el próximo 10 de septiembre, se puede visitar la exposición Surréalisme au féminin ?, que nos brinda una pequeña muestra de una cincuentena de autoras que cubren un amplio abanico de disciplinas artísticas, así como un largo arco temporal. En una de las salas, se proyecta un fragmento de At Land, film de Maya Deren que se exhibe con toda justicia como una muestra señera de la presencia del movimiento surrealista en el cinematógrafo.
At Land es un cortometraje de 1944 que transcurre en espacios dalinianos y que, en catorce minutos, prefigura motivos singulares del cine moderno o autoral de todos los tiempos. En ella vemos una partida de ajedrez en una playa rocosa trece años antes que en Det sjunde inseglet (Ingmar Bergman); un hombre postrado en una cama que aparece inopinadamente veinticuatro años antes que en 2001: A Space Odyssey (Stanley Kubrick); un personaje que cambia de rostro en cada plano treinta y tres años antes que en Cet obscur objet du désir (Luis Buñuel); y un cuerpo que se desdobla, se multiplica y se desplaza en direcciones opuestas unos setenta años antes que en Loong Boonmee raleuk chat (Apichatpong Weerasethakul) y la tercera temporada de Twin Peaks (David Lynch).
Pero el segmento que proyecta el Musée de Montmartre es otro. En él, Deren aparece encaramándose a las ramas secas de un árbol caído en plena playa y de ahí, en un corte típicamente surrealista, accede contra toda lógica a una estancia suntuosa y se pone a reptar sobre una larga mesa en la que una docena de comensales charlan animadamente mientras fuman y dan cuenta de unas copas. Todos parecen ignorarla y ella, a la que vemos en tres primeros planos intercalados avanzar entre un follaje que no está presente en la sala, llega hasta el extremo, donde el tipo que preside la mesa juega una partida de ajedrez aparentemente contra sí mismo. Las piezas se mueven solas ante la mirada de Deren y uno de los peones blancos caen fuera del tablero. En otro corte igual de abrupto, el peón atraviesa una oquedad y cae a un riachuelo que se escurre entre las rocas hasta llegar al mar.
Cuál no fue mi sorpresa al día siguiente cuando vi Jeanne du Barry, el último largometraje de Maïwenn, y vi un plano prácticamente idéntico a ese momento de At Land. La propia realizadora interpreta a Madame du Barry, la cual, en una secuencia de la primera parte del film, participa en una fiesta orgiástica en casa de su valedor y virtual proxeneta, el conde du Barry. Maïwenn, a gatas sobre una larga mesa, se pone a reptar entre comensales ebrios que, a diferencia de los tertulianos de At Land, jalean la gamberrada de nuestra heroína, que prodiga miradas insinuantes y va echando tragos y bocados durante su recorrido. La escena está filmada en un travelling horizontal que va siguiendo los movimientos de Maïwenn, lo mismo que en el cortometraje de Deren. Pero vemos ese movimiento de cámara sin cortes, es decir, sin planos intercalados como los que usa Deren para mostrarnos primeros planos de los comensales charlando y de su avance entre las hojas.
Está de más hablar de influencias sin haber preguntado directamente a la cineasta: desconozco si Maïwenn ha visto At Land o se declara admiradora o discípula de Deren. Pero la similitud está ahí, ante nuestros ojos, lo mismo que las diferencias entre una y otra secuencia, que son tan disímiles como lo son ambos filmes en su conjunto. El de 1944 es una composición surrealista cuya trama no se basa en relaciones causales lógicas sino ilógicas o, más bien, instintivas (siempre me ha parecido que las piezas surrealistas son más legibles de lo que pretenden, que en esas asociaciones aparentemente absurdas hay sensaciones profundas pero reconocibles que se expresan con más libertad de lo habitual). En cambio, el film de 2023 es una narración al uso en la que cada plano presta servicio a una cadena perfectamente lógica y causal, el relato de las venturas y desventuras de quien acabó siendo amante de Luis XV.
No obstante, en ese plano de Jeanne du Barry, cuando vemos a la protagonista participar en la orgía con ese gesto dionisíaco y presuntuoso, la imagen apela en nuestro interior a sensaciones abstractas, a algo difícil de definir con palabras, como la honda turbación que nos provoca la navaja rajando un globo ocular en Un chien andalou (Luis Buñuel) o el gesto de Deborah Kara Unger en los primerísimos compases de Crash (David Cronenberg), cuando se desabotona la camisa en un hangar y posa un pecho desnudo sobre el metal del ala de una avioneta. He puesto dos ejemplos opuestos -el horror ante la mutilación y la excitación sexual- porque en el travelling de Maïwenn conviven en cierto sentido pulsiones contrapuestas pero relacionadas: el erotismo y la repulsión, Eros y Tánatos. Y pienso que esas emociones subterráneas celebradas explícitamente por el surrealismo recorren en realidad todo el cine, multitud de imágenes que nos conturban en secreto, independientemente del valor que le otorguemos a las películas. Porque, sí, este cronista tiene una opinión sobre At Land (fascinante, inagotable) y otra sobre Jeanne du Barry (ambivalente, tirando a exigua), pero a veces no es eso de lo que vale la pena hablar, ¿no les parece?