La noche de Fassbinder en la isla de Gauguin

Dos títulos tiene el último largometraje de Albert Serra, Tourment sur les îles y Pacifiction. El primero, tiene una cierta resonancia a cine clásico, podría ser el título de una película de Jacques Tourneur; el segundo, tiene algo dinámico e inmediato, podría ser el de un blockbuster de nuestros días. De hecho, el cine de Serra parece contener efectivamente toda la historia del cine en su seno, desde un sentido primitivo de la imagen a la experimentación más abstracta, de los Lumière a la era digital. Y más que eso, porque este relato dislocado de espías en los mares del sur tiene resonancias literarias e incluso pictóricas: Tourment sur les îles podría ser también el nombre de una tela de Paul Gauguin. La película, así, parece una suerte de cruce imposible entre Querelle, la última realización de Rainer W. Fassbinder, y los temas y el estilo de la pintura de Gauguin.

Nada más empezar, Tourment sur les îles nos recuerda a Querelle al mostrarnos el ambiente turbio y vicioso de un local nocturno frecuentado por oficiales de la marina francesa y hombres de negocios donde el personal sirve las copas con muy poca ropa y la invitación a la concupiscencia desborda visiblemente los márgenes de la heteronormatividad. Cuerpos esbeltos de muchachos, muchachas et al. ocupan suntuosamente el cuadro como esas figuras semiescultóricas del cine de Fassbinder. Más adelante, en una trama paralela tan poco concreta como la principal, esos mismos cuerpos ensayan una puesta en escena abrupta y sensual, algo así como una danza guerrera tradicional que es de hecho una celebración de las formas y los olores de la carne, de la fisicidad humana en toda su dimensión.

Se supone, como decíamos, que estamos ante un film noir de ambiente polinesio. Pero recorremos en realidad otro territorio mucho más ambiguo, el del cine de Serra. Largos diálogos sobre conflictos entre los colonizados y el poder metropolitano y sobre los tejemanejes entre los prohombres de la isla se suceden a lo largo del metraje; pero no sacaremos muchas cosas en claro, en realidad nada encaja con precisión y todo es una excusa para que la película fluya a su manera, es decir, a la manera de Serra. El propio cineasta, en la presentación del film que hizo en el cine Phenomena de Barcelona hace unos días junto al crítico Sergi Sánchez, explicó que la trama no tiene ni pies ni cabeza y que, en el fondo, no hay que tomársela demasiado en serio.

Hay bellísimas secuencias diurnas en Tourment sur les îles, como una poderosa escena de surf sobre las olas gigantes que lamen el contorno de la isla con ensordecedor estruendo. Pero la película nos conduce una y otra vez hacia una noche intrigante y densa, poblada de peligros y misterios como la de Malgré la nuit (Philippe Grandrieux). Es la noche que no acaba del cine de Serra, la de Liberté o Història de la meva mort. Y la noche de Querelle, sí, la madrugada en un bar nocturno en el que parecen regir crípticos códigos entre los parroquianos, una sensación que muchos hemos tenido al entrar en según qué garitos a según qué horas. Tourment sur les îles parece emerger directamente de ese guirigay, esa confusión ebria y lasciva que recorre el local de Morton, que parece una versión oscura de la taberna del irlandés de John Ford surgida de la imaginación de Abel Ferrara.

Seguimos en el film las cuitas de De Roller, un delegado del Estado francés en la isla que encarna con aire lunático y perverso Benoît Magimel, intérprete que ha adquirido una presencia renovada e interesantísima en las últimas películas donde lo hemos visto, Incroyable mais vrai (Quentin Dupieux) y la que nos ocupa. Es significativa la figura del protagonista: un político que transpira corrupción por cada poro, que tertulia constantemente con unos y con otros dando siempre la razón a sus interlocutores, que tiene poder pero no soluciona nada. De Roller se desvive por informarse pero encarna la desorientación, el desgobierno y la chapuza en la que se han instalado el poder público y el poder económico en nuestros días.

Que nadie piense, no obstante, que Tourment sur les îles es algo así como una alegoría política, nada más lejos del espíritu de Serra. Nuestro hombre viene ensayando más bien una forma cinematográfica abierta, esquinada, incluso turbia como esos códigos misteriosos que rigen en la noche. Una forma que nos invita a habitar con naturalidad la incertitud, en consonancia con el signo de los tiempos para el cine y para todo en general; y, a la vez, una forma profundamente enraizada en toda la cultura que palpita tras las imágenes, como decíamos más arriba. Gauguin, Conrad, Tourneur, Fassbinder… Y, cada vez que el film da un quiebro inesperado que se lleva por delante nuestras rutinas como espectadores, cuando nos sorprende con un rácord intencionadamente impreciso o un indefinible efecto de extrañamiento, parece situarse cerquita también del cine de Luis Buñuel, el menos evidente de los espectros que recorren sus imágenes. Porque el cine de Serra explota con una inusual habilidad las, digamos, sensaciones inefables, efectos difíciles de describir con palabras: la descacharrante figura de Lluís Serrat -el Sancho de Honor de cavalleria– recorriendo los muelles con aire circunspecto, el cuerpo ambiguo de la inquietante Shannah, el almirante beodo que baila torpemente como si parodiara la danza de Denis Lavant en Beau travail (Claire Denis), las contorsiones orgiásticas de cuerpos perdidos a deshoras en la boîte de Morton…

Y, en su tramo final, Tourment sur les îles acaba en el mismo ambiente a lo Querelle con el que empieza pero descolorido, con la luz totalmente velada al azul; luego, en los instantes postreros de la película, un patético ángel exterminador anuncia un apocalipsis inminente. Serra, en el fondo, siempre ha filmado el fin del mundo, una noche que todo lo devora, poblada de seres espectrales que emergen de la pluma del marqués de Sade o de los cuerpos sinuosos de Fassbinder. Y allí, sólo allí, ebrios y desconcertados, nos volvemos todos a encontrar.

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