Alma o el ardor

Una escena de The Master (2012) parece anticipar el ambiente y el look de Phantom Thread, la última película de Paul Thomas Anderson: suena un tema de Cole Porter interpretado por Ella Fitzgerald mientras una modelo desfila con un abrigo de piel en un sinuoso movimiento captado con un travelling que la va siguiendo en plano contrapicado. Ahora, Anderson nos lleva a la casa y taller de un reputado sastre en extremo puntilloso, ególatra, hipersensible, despótico y maniático. El film nos explica la abducción de Alma, una joven camarera que es captada como amante, modelo y virtual esclava del protagonista, e incorporada así en su enrarecido tejido personal y profesional, en el que no caben las relaciones afectivas normales.

The Master fue precisamente la película con la que, para el arriba firmante, Anderson encontró su acento como cineasta mayor. Tuve algunos reparos con su filmografía temprana, cuyo virtuosismo me resulta un tanto frívolo; consideré un avance contundente There Will Be Blood, por fin un film genuinamente inquietante y desestabilizador; y cuento sus tres largometrajes posteriores entre los más significativos del cine americano actual, esto es, The Master, Inherent Vice y el que nos ocupa.

Reynolds Woodcock, el sastre de Phantom Thread, es un obsesivo e insensible acaparador, igual que el voraz magnate del petróleo de There Will Be Blood. Ambos filmes componen una visión sumamente agria del espíritu capitalista norteamericano. Pero Phantom Thread, además, arroja una despiadada mirada sobre la figura del creador egoísta y caprichoso, una crítica indirecta a la gilipollez que acompaña a todo delirio de grandeza artístico, sea en el cine o en la moda. Y, en ambas películas, lo mismo que en The Master, Anderson dibuja con especial finura unas relaciones humanas insanas, antinaturales, pautadas por severos códigos de dominación y lealtad, sociedades enfermizas en las que el apasionamiento y el odio acerbo no sólo se alternan sino que se confunden.

Es tal la intensidad de esas relaciones destructivas que Phantom Thread deriva, en su último tramo, en lo que tenía que aparecer tarde o temprano en la filmografía de Anderson: la historia de una pareja situada en ese territorio demencial. Las progresiones de un hombre y una mujer frente a la cámara representan un movimiento esencial del cinematógrafo, un territorio fundamental al que el realizador ha llegado como si su obra le hubiera conducido de forma natural hacia esa forma. En la parte de la película, aproximadamente la segunda mitad, en la que Alma porfía por ganarse a Reynolds Woodcock, el cine de Anderson se viene de nuevo arriba, da otro paso adelante en cuanto a abstracción, intensidad, densidad.

Reynolds se acerca a Alma con la mirada obsesiva del Scottie de Vertigo cuando “reconstruye” a su difunta amada; Alma conquista a Reynolds con envenenamientos reales que nos hacen pensar en el envenenamiento imaginario de Suspicion. ¿Vagas reminiscencias hitchcockianas en Phantom Thread? Sí, pero también algunas huellas sutiles de Cassavetes y Scorsese, de Pialat y Linklater, de todos los cineastas que han cultivado con sumo provecho ese terreno de las parejas tormentosas, las largas e incómodas escenas de bronca conyugal en las que dos cuerpos batallan en la pantalla y componen así formas inesperadamente extremas de la imagen cinematográfica. Es una pura especulación pero quién sabe si Anderson dirigirá en el futuro una desnuda historia de amor y desamor, un film que nos deje a solas con una pareja sin detenerse ya en tramas policiacas o recreaciones de un ambiente particular. Sea como sea, su filmografía crece poderosamente, con esa inquietud de quien no se acomoda sino que explora.

 

 

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