La vida, instrucciones de uso

A poco de haber empezado Néixer per néixer, el nuevo largometraje de Pablo García Pérez de Lara, estamos oyendo cómo se sinceran cuatro alumnos de un colegio barcelonés y, de repente, una profesora les interrumpe para advertirles que, si no quieren que su conversación sea filmada, sólo tienen que decirlo. Efectivamente, cuando uno de los jóvenes objeta que prefiere resguardar su intimidad, el plano se corta y los espectadores tomamos conciencia de la regla del juego: ese gesto puede parecer una restricción pero nos transmite más bien otra cosa, esto es, que los niños que aparecen en el film van a ser tratados en cierto sentido como adultos. Aunque Néixer per néixer está dedicada «a la infancia», como reza su rótulo final, no nos habla de la circunstancia de ser niño sino más bien del hecho de aprender, de una adquisición de conciencia que no es exclusiva de una edad ni se circunscribe al ámbito de la educación.

Hay aspectos formales en las películas que parecen responder a un simple criterio práctico pero que tienen en realidad profundas implicaciones. En Néixer per néixer, la cámara está a menudo a poca altura, como en los famosos planos de interior del cine de Yasujirô Ozu. Esa posición de la cámara pone nuestro punto de vista al mismo nivel que el de los chavales por el simple hecho de que el objetivo está a la altura de sus cabezas. Y mientras ellos, a lo largo del film, van aprendiendo cosas nuevas y replanteándose otras a instancias de los docentes, nosotros quizás debamos adquirir una actitud parecida como espectadores.

Los alumnos del centro Congrés Indians de Barcelona aprenden lengua, matemáticas o música pero, ante todo, aprenden a filosofar. Las charlas con sus profesores, ya sea en las aulas o ya sea en paseos por el centro de la ciudad o por el cementerio de Santa Coloma, les invitan a reflexionar sobre la paz y la guerra, el miedo y la muerte, la memoria y la justicia. Néixer per néixer podría ser una precuela imaginaria de Nos défaites, el largometraje de Jean-Gabriel Périot en el que adolescentes de un instituto de las afueras de París comparten con nosotros sus ideas sobre la política, el socialismo, el futuro. Los chicos y chicas del film de Pablo García son más jóvenes, se están acercando aún a ese umbral en el que la infancia se va desdibujando y uno se va convirtiendo en un ser con inquietudes sentimentales, políticas, existenciales.

Antes de ser adolescente, hay que aprender a serlo, es decir, hay que ir asumiendo las dimensiones del teatro de la vida. El film que nos ocupa nos recuerda al cine de François Truffaut, concretamente a películas como L’Argent de poche o Les Quatre cents coups en las que la infancia no es exactamente un añorado edén sino una sobreexposición a las sensaciones del mundo, un severo proceso de aprendizaje. Y Néixer per néixer es una oda a un tipo de aprendizaje no convencional, es decir, la formación de un sentido autoconsciente, autocrítico si se prefiere, que va más allá del trantrán de las lecciones y los deberes de cada día. Aprendizaje que es sujeto a un cuidadísimo control por los docentes del film y que en la calle se producirá inevitablemente a golpes, cuatrocientos o los que hagan falta, porque la vida carece de instrucciones de uso, parafraseando a Perec.

Tampoco hay un verdadero manual de instrucciones para el cine. Es decir, quizás sí lo haya para un determinado tipo de cine, pero Pablo García nos muestra que no hay mejor método para afrontar el documental creativo que poner la cámara frente a las personas y dejarse guiar por lo que va pasando. Por eso, tampoco carece de significación el hecho de que el film derive en un viaje. Los jóvenes protagonistas pasan unos días de fin de curso en Menorca y la cámara se hace a la mar con ellos porque ése ha de ser el espíritu: mirar, dejarse llevar, viajar. También en Camino incierto, anterior largometraje de Pablo García, nos íbamos por sorpresa de viaje a Perú, acompañando a Lluís Miñarro y Pedro Costa. Precisamente Costa es un cineasta que, en filmes como No quarto da Vanda, parece emprender el acto de filmar con un espíritu análogo: plantar la cámara y ver qué pasa. A fin de cuentas, no hay aventura más fascinante que observar a los seres humanos, sus gestos y sus rostros, sus venturas y desventuras.

Quién lo impide, el experimento de Jonás Trueba, consiste también en seguir a estudiantes reales de varios centros de Madrid y deriva en una exuberante floración de ficciones a partir de lo real. Por la afinidad de la anécdota y por pertenecer a cierto cine de autor español de nuestro tiempo, guarda algún parentesco con Néixer per néixer, en la que también emergen espontáneamente pequeños relatos apenas sugeridos, las historias de este o aquel alumno a las que nos acercamos fragmentariamente. Todos ellos son la promesa de una aventura personal, como ocurre en esos largos documentales de Frederick Wiseman que, siendo extensísimos y exhaustivos, son en realidad películas abiertas que apuntan en mil direcciones posibles. Néixer per néixer halla su verdadero valor en esa promesa constante y nos transmite la sensación de que el cine es inagotable, infinito. También nos enseña el valor de la sencillez, pues no es un producto perfecto ni complejísimo sino más bien un film que quiere aprender, que prefiere la humildad; y abrazar ese espíritu es a menudo mucho más interesante que componer engranajes cinematográficos de factura impecable pero corto recorrido.

Trailer Néixer per néixer from Falca on Vimeo.

Del caminar sobre lo caminado

Quizás todo el cine de nuestro tiempo sea una reescritura, un paseo por un camino ya recorrido otras veces. Por eso Dear Werner, el largometraje en el que Pablo Maqueda rehace el trayecto que Werner Herzog realizó a pie entre Múnich y París en 1974, nos habla de algo esencial acerca del cinematógrafo actual. Mark Cousins enfatiza la importancia que ha tenido el afán explorador en la historia del cine, la pulsión por probar cosas nuevas y recorrer tierras ignotas; y así ha sido ciertamente pero, con el paso del tiempo y con los posos de modernidad que venimos acumulando como mínimo desde la Nouvelle Vague, ha ganado peso progresivamente otra forma de innovación basada en volver a lo que el cine ya ha sido y mirarlo cada vez con los ojos de un nuevo presente. Y Herzog, cuya filmografía arranca en los años del nuevo cine alemán de los sesenta, ya aporta en su obra una cierta relectura del espíritu de la aventura en la literatura y en el cine, amén de una indagación personal sobre cómo las imágenes escrutan el alma humana desde el registro documental o desde ficciones sobrecargadas de, digamos, una curiosidad antropológica digna de Robert J. Flaherty o Jean Rouch (en las imágenes herzoguianas de Klaus Kinski, por ejemplo, es menos evidente la creación de un personaje de ficción que la transmisión de algo interior que bulle en el alma del intérprete, como si esa capa ficcional que debería mediar entre la persona real y la cámara fuera por completo obliterada).

Maqueda, ahora, rehace el trayecto de Herzog y, a medida que avanza, recorre también su cine a través de los detalles que encuentra por el camino. Mimetiza, además, su estilo de diario filmado, ebrio de curiosidad, hasta el punto de que incluso reproduce con gracia un rasgo tan típicamente herzoguiano como es la narración en off, en primera persona y en un inglés pronunciado con marcado acento no nativo (alemán en el caso de Herzog, español en el de Maqueda). Es, en cierto sentido, la mejor adaptación posible de Vom Gehen im Eis (Del caminar sobre el hielo), el libro en el que el director de Fitzcarraldo relata su periplo por las tierras de la R.F.A. y Francia con el propósito de visitar a Lotte Eisner en París, gravemente enferma. Herzog siempre ha practicado una forma de trabajo consistente en implicarse directamente en la aventura, emprenderla él mismo con su equipo y registrarla, haciendo del propio viaje la materia prima y la forma de sus películas. Maqueda repite la aventura herzoguiana y lo hace con su misma curiosidad por ver qué pasa, en qué consiste afrontar ese viaje, qué avatares y sensaciones acarrea.

El cine, decíamos, consiste en buena medida en esa forma de repetición; o quizás ya es, hoy en día, fundamentalmente eso. Y Dear Werner, además, acaba siendo también un tributo a Eisner y a su contribución vital para la Cinemateca francesa: según se nos relata en el film, la historiadora se encargó personalmente de esconder copias de películas que el régimen nazi quiso destruir durante la ocupación. Puede que ése sea también uno de los aspectos esenciales del cine de hoy, es decir, que uno de sus sentidos más profundos resida en la idea de conservación, en la salvaguarda de una cultura que describe con delicadeza del alma humana frente a la amenaza de disolución que se presenta ora en forma de fanatismo ideológico, ora en forma de simple desprecio cultural. Volver a recorrer el cine equivale a mantener viva esa voz que nos habla con calidez y agudeza de nosotros ahora que nuestra relación con las imágenes adquiere los rasgos de un consumo compulsivo, banal y narcisista.

Precisamente, si hay algún reproche que hacer a Dear Werner es uno que está relacionado con el espíritu de nuestro tiempo y que consiste en una cierta dosis de egotismo narcisista y de incómoda afectación. Es algo que se hace notar en algunos pasajes del film, especialmente en el epílogo, y que podemos detectar también en las flaquezas de Camino incierto, el largometraje de Pablo García que comentamos recientemente. Que no se me malinterprete, ambas son películas muy estimulantes y necesarias, pero hay en esas gotas de egotismo algo empobrecedor y muy propio de estos tiempos en los que las redes sociales, ese teatrillo donde exponemos la intimidad y los principios con extraña delectación, marcan las formas de consumo audiovisual y de comunicación, incluso el estilo de nuestras relaciones.

Se ha puesto de moda cuestionar cómo tenemos que acercarnos a los clásicos de la historia del cine para tener en cuenta los cambios en las costumbres y sensibilidades que subyacen tras sus formas de representación. Que lo que antes no parecía tan machista o racista ahora nos escandaliza, que si ya no se podría filmar tal cosa o tal otra de la misma manera o de ninguna en absoluto, etcétera. Y hay quien, con tanto oportunismo como trazo grueso, aprovecha la ocasión para convertir la ética malentendida en una arma arrojadiza contra el cine. Es, en realidad, un problema más viejo que el propio cinematógrafo en el que no vamos a abundar aquí. Pero sí nos atrevemos a lanzar una propuesta: tal vez, todo ese esfuerzo por contextualizar el cine del siglo XX debería ser dedicado también, incluso con más motivo, al del siglo XXI para aprender a desbrozar los pruritos estéticos o morales de nuestro tiempo y juzgar qué puede haber de universal o atemporal en las imágenes de hoy. Porque para eso, precisamente, volvemos a recorrer una y otra vez los mismos caminos.

El cine recuerda sus vidas pasadas

Del cine de los años noventa, un periodo clave en la educación sentimental de quien firma estas líneas, evoco a menudo dos imágenes opuestas. Por una parte, los característicos planos de Abbas Kiarostami desde el interior de un coche que recogen la visión del conductor, es decir, la imagen frontal de lo que va apareciendo por el camino; por otra, el largo plano que abría el Viagem ao princípio do mundo de Manoel de Oliveira, rodado también dentro de un coche pero desde el punto de vista contrario, es decir, mirando el paisaje que se aleja a través de la luna trasera del vehículo. En cierto sentido, ambas tomas parecen encontrarse en Camino incierto, el nuevo largometraje de Pablo García Pérez de Lara. El realizador nos muestra las primeras imágenes que grabó con una cámara de súper 8, viajando en coche a los 17 años, que registran la visión frontal de la carretera y el perfil de su madre conduciendo; y Oliveira comparece él mismo en la película, allá por el 2009 ó 2010, hablando de sus 101 años y de la película que rodó a esa edad, O estranho caso de Angélica.

Pablo García nos sugiere que la motivación o una de las motivaciones que subyace tras su Camino incierto es el hecho de llegar a los cincuenta años, la mitad de los que tenía Oliveira en las imágenes que vemos de él. La edad es una fruslería y no hay que darle demasiada importancia, sí, pero todos pensamos en el paso del tiempo y en las cosas que se van o que envejecen junto a nosotros. Un pensamiento que parece dominar el film de García, relatado en primera persona como una película-diario a lo Chantal Akerman y poblado de recuerdos y de retratos a vuelapluma de personas allegadas de diferentes generaciones. Entre ellas, hay un auténtico coprotagonista que vierte también sus recuerdos y reflexiones en la película: el productor y director Lluís Miñarro, que comparece ante nosotros durante una mudanza en la que deja la antigua sede de Eddie Saeta S.A., su productora, implicada precisamente en O estranho caso de Angélica y en otros proyectos referidos durante el film.

De hecho, Camino incierto nos invita a un inesperado paseo por episodios escogidos del cine de nuestro siglo: además de Oliveira, nos encontramos con Pedro Costa, Apichatpong Weerasethakul o Naomi Kawase, recuperamos pasajes de algunas películas dirigidas por Miñarro (Familystrip, Stella cadente) y por el propio García (Fuente Álamo, la caricia del tiempo, Bolboreta, mariposa, papallona), recordamos también otras felices producciones de Eddie Saeta como El muerto y ser feliz (Javier Rebollo) o Aita (José María de Orbe), y vemos imágenes del proyecto Cinema en curs, una noble iniciativa que estimula el interés por el cinematógrafo entre los jóvenes escolares.

El cine parece pertenecer en Camino incierto al territorio de los recuerdos, es decir, al de las cosas que se alejan. Pero, a la vez, la película transmite el impulso inevitable de filmar, registrar las gentes y los lugares que le acompañan a uno en el tránsito por la vida; y la idea de redescubrir el mundo a través de los ojos de Alicia, la hija del cineasta, o viajando a Perú para asistir a un festival de cine con Miñarro y Pedro Costa. En un momento del film, vemos a ambos paseando por un paupérrimo cementerio de Lima y por las ruinas de Machu Picchu, espacios pertenecientes al reino de los muertos y al tiempo pasado, y pensamos que quizás el cine nos sitúa en un paradójico punto de vista desde el cual miramos la huella de lo que se ha desvanecido a la vez que renovamos constantemente nuestra curiosidad por observar, como quien deambula por un camposanto. Una filosofía del cine que, a grandes rasgos, se puede reconocer precisamente en las obras de Oliveira, Costa, Weerasethakul o Kawase.

Por otra parte, los pasajes de Camino incierto que nos muestran la mudanza en la antigua sede de Eddie Saeta insisten en el motivo del umbral de la puerta, esto es, el punto en el que uno está entrando y saliendo, dentro y fuera, despidiéndose de lo que deja atrás y oteando lo que viene por delante. Es tentador asociar ese sentimiento con el estado actual del cine, doblemente impactado por las mutaciones de la era digital y por esta pandemia que parece exacerbarlo todo. Pero tiendo a pensar que el cinematógrafo siempre se ha encontrado en ese umbral, recordando sus vidas pasadas como el tío Boonmee de Weerasethakul y estrenando una vida nueva como la joven Alicia. En la carretera de Kiarostami que se va abriendo ante nuestros ojos y en la de Oliveira, que se va alejando inexorablemente. No es una película redonda y tiene algunos pasajes algo afectados pero Camino incierto -un título, a la postre, elocuente- nos deja sin estridencias, con voz queda y tono íntimo, algunas cosas que pensar sobre el paso del tiempo y sobre lo que el cine nos muestra al respecto.