Parole, parole, parole

Hace poco más de cuatro años, pasé unos días de vacaciones en Boston. Si uno va allí esperando algo así como la ciudad más europeizante de Estados Unidos, se sorprenderá al encontrarse un patchwork diverso y algo contrahecho: junto a calles de aire tradicional flanqueadas por edificios antiguos de ladrillo rojo, se levantan acumulaciones de fatuos e impersonales rascacielos de vidrio y, en otras zonas, se extienden sin fin esas típicas avenidas desoladas que se ven en cualquier ciudad americana. Hay suntuosos campus universitarios y museos envidiables frente a malls grotescos y aparatosas autopistas. El metro es vetusto y precario; los restaurantes del centro, caros y sofisticados. Boston, en fin, es el último puerto de Irlanda pero también el primer palmo de tierra en el que impera la american way of life. Y, por las calles, hay algo cívico y agradable en el ambiente, un cierto aire comunitario que se hace especialmente perceptible cuando uno participa en un evento masivo como un partido de los Celtics; pero, por supuesto, se adivina una sociedad mucho más compleja y desequilibrada tras las apariencias. Es decir, el optimista y alegre ambiente de Cheers junto a la corrupción y la turbiedad de The Departed. Pues bien: en su último largometraje, City Hall, Frederick Wiseman parece querer reflejar esa diversidad multiforme de la capital de Massachusetts. En principio, como indica el título, el film trata sobre el ayuntamiento y la gran multiplicidad de sus servicios, pero la cosa va más allá. También Ex Libris: The New York Public Library iba en principio sobre una biblioteca municipal y acababa siendo una película sobre Nueva York. Conocemos bien a Wiseman, sus documentales siempre trascienden el tema enunciado; y, en estas dos últimas realizaciones, es obvio que le interesa la noción de ciudad y el estatus de lo cívico en nuestro tiempo.

City Hall, pues, parte casi como un catálogo del funcionariado público, un prolijo inventario del trabajo del ayuntamiento bostoniano sobre el terreno: vemos en acción a los bomberos, a la policía local y a los servicios sociales, asistimos una boda civil, visitamos una perrera municipal, etcétera. Y oímos muchos, muchísimos diálogos, una verborrea inagotable que, excepto por los pillow shots contrapicados de fachadas de edificios que puntean este larguísimometraje (272 minutos), se interrumpe pocas veces. La primera, cuando la cámara observa fascinada, al cabo de una hora de película, el funcionamiento de un camión de recogida de basura. Nos quedamos mirando cómo la trituradora va engullendo residuos con monstruosa voracidad y con un movimiento mecánico, frío, maquinal. Es un hermoso instante cinematográfico y una imagen que quizás nos informa indirectamente sobre la visión que tiene Wiseman de la burocracia. A fin de cuentas, City Hall es un documento sobre el funcionamiento del Estado, el mecanismo interno de la democracia americana, cuya mostración adquiere una rica ambigüedad: imagino que a los responsables del ayuntamiento les ha gustado mostrar su actividad en el film pero, a la vez, Wiseman nos enseña las limitaciones y omisiones de la administración, así como la vacuidad de esa verborrea sin fin de los agentes municipales que comparecen en la pantalla. Empezando por el omnipresente alcalde Marty Walsh, progre encorbatado de quien ignoramos si es consciente de compartir el apellido del director de The Roaring Twenties.

Como en otras realizaciones de Wiseman, las secuencias brotan con la misma espontaneidad imparable con la que peroran las criaturas de la película. City Hall desafía la idea de film documental como relato estructurado y es puro flujo. Por eso, no culparía a nadie por aburrirse ante una película como ésta, o por verla fragmentaria o episódicamente. No obstante, merece la pena verla de una vez y prestando buena atención porque, tras su aparente amontonamiento de contenidos, emerge un intento de relato, un discurso más compacto de lo que parece en un principio. City Hall es vasta y multiforme como el abismo digital de información e imágenes con el que convivimos; pero, en mitad de todo ello, ocurren cosas importantes. Hay, por ejemplo, una secuencia en la que intervienen, uno tras otro, dos jóvenes veteranos de guerra en una ceremonia conmemorativa. Uno habla muy bien, es un orador brillante, y el otro habla muy mal, es monocorde y pesadísimo; pero Wiseman escucha a ambos por igual, pues tan importante es la forma harmónica y refinada como la bruta y tosca. En otro momento, nos sorprende la discusión, en un despachito, de un tipo con una burócrata para pedir que le retiren una multa de aparcamiento. El diálogo está filmado cámara en mano y dando rápidos saltos del tipo a la funcionaria y viceversa para ir captando cada réplica, un estilo que no encontramos en ningún otro instante de la película. Esto se produce a las tres horas de metraje y es la primera ocasión en la que vemos a un ciudadano enfrentándose infructuosamente a la administración. Además, de esa secuencia pasamos inmediatamente a otra en la que dos trabajadores controlan el tráfico y, de facto, las calles de la ciudad desde una sala de videovigilancia; y lo siguiente que vemos es un monumento a las víctimas de los campos de exterminio nazis. En tres pasos, pues, hemos pasado de los mecanismos de control social de la burocracia estatal a los de explotación y destrucción. Wiseman nunca haría que, por ejemplo, la superposición de audio e imagen crearan un comentario del uno sobre el otro, pero sí permite que se generen sentidos a partir de los roces y las rimas entre las imágenes.

Y si, durante todo el film, se entrevé una sociedad rota y fragmentada, esa realidad se pone por fin en escena en una larga secuencia, ya cerca del final, que recoge una delicada reunión donde chocan los intereses de los comerciantes que quieren abrir una tienda de marihuana con los de los vecinos del barrio, preocupados por la seguridad. Es una asamblea vivísima, un momento de cine vibrante y hermoso, en las antípodas de intentos torticeros como ese célebre pasaje de la Tierra y libertad de Ken Loach. Ante nosotros, una civilización descompuesta: la ciudadanía contra la administración, negros contra asiáticos, americanos contra americanos. Y, para más inri, la secuencia se desarrolla en Dorchester, el barrio con el que el alcalde Walsh se llena la boca durante toda la película cada vez que evoca sus orígenes. Con la vastedad enciclopédica de su film, en definitiva, Wiseman nos habla de la complejidad de una sociedad rota y permite que, en mitad de ese aparente desorden, surja una cadencia, un intento de sentido. City Hall va al encuentro de su forma, de su propio relato, y nos muestra a la vez el alcance y los límites de su empeño. Prácticamente al final del film, volvemos a ver en acción una trituradora mecánica; es la que utilizan los podadores municipales al desbrozar los árboles de la ciudad en invierno. Los trozos de madera van siendo engullidos por la máquina y reducidos a serrín. No, no es una metáfora; sólo se trata de ver el funcionamiento maquinal del cacharro, similar a la inercia con la que actúa el Estado o a la manera como se acumulan las secuencias de City Hall sin aparente ilación. Y, quizás, extraer de allí, si no un discurso o una idea, al menos una belleza de nuevo tipo. Puede que Wiseman nos esté diciendo así algo sobre la pervivencia de la ficción, del relato o del cine tout court allí donde parece más desdibujado.

La reina de la comedia

Cuando camino por Barcelona, a mí también me dispensan golpes y codazos, y me intimidan ciclistas con gesto desafiante; y, el sábado pasado, un pijo que conducía un todoterreno me insultó biliosamente porque cometí la insolencia de cruzar un paso de cebra con el semáforo en verde para los peatones. Me identifico, en suma, con los sinsabores de Fran Lebowitz como transeúnte en el Nueva York de hoy, avatares que ella misma relata en los primeros compases de Pretend It’s a City, la serie en la que Martin Scorsese charla con la escritora, recupera fragmentos de otras entrevistas y le invita a disertar sobre la ciudad en la que ambos han vivido siempre. Y, de toda la trayectoria y los recuerdos de Lebowitz, la serie pone un cierto énfasis en los años setenta, una década recordada por lo visto como un episodio oscuro de la historia de Nueva York pero que fue, amén de un periodo seguramente interesantísimo, un episodio de brillo y maduración en las carreras tanto de la protagonista como del cineasta.

Scorsese, en su cine, tiende a volver a los setenta y tiende en general a glosar la historia de la ciudad y del mundo que él ha vivido, esto es, la segunda mitad del siglo XX en toda su riqueza. Es así especialmente en su obra documental, en la que nos ha hablado de figuras señeras de la música de su juventud –Bob Dylan, George Harrison y los Beatles, los Rolling Stones- que le han servido para describir indirectamente el espíritu de esos años de efervescencia de la cultura popular. Algo parecido pasa con la larga entrevista a Lebowitz que ocupa el cuerpo central de Pretend It’s a City: la protagonista no sólo describe el ambiente cultural y social del Nueva York de los cincuenta en adelante sino que explica sus relaciones con Duke Ellington, Charles Mingus, Andy Warhol… La serie nos sorprende también con las apariciones de Leonard Bernstein, Serge Gainsbourg, Toni Morrison… Y un invitado especial, Nino Rota, del que oímos pasajes de sus bandas sonoras para Il Gattopardo y La dolce vita. Al final, las tres horas y media que suman los siete episodios -siete, como los de À la recherche du temps perdu– dejan la sensación de haber visto algo semejante a uno de esos extensos y prolijos largometrajes de Frederick Wiseman que exploran a fondo un tema concreto y acaban siendo una suerte de homenaje a una cultura vasta, multiforme, inagotable.

La cultura reivindicada por Scorsese en Pretend It’s a City puede concretarse en dos motivos simbólicos. Por un lado, el diálogo. No sólo el cineasta, significativamente situado delante de la cámara, conversa con Lebowitz a lo largo de la serie en la mesa de un sofisticado café y en el escenario de un teatro; también la vemos participar en varias entrevistas televisivas con Alec Baldwin, Olivia Wilde, Spike Lee o David Letterman que se desarrollan bajo ese formato repetido hasta la náusea en los late shows estadounidenses y sus imitaciones foráneas, es decir, esa disposición consistente en sentar al entrevistador en una mesita y al entrevistado en un sofá en escorzo, siempre en posición de inferioridad respecto a la persona que le hace preguntas con aire de suficiencia. Lebowitz subvierte en cierto sentido esa disposición porque ella misma es una showwoman, trata de tú a tú a sus preguntadores y se apodera del discurso. Y es ésa una posición que parece comentar el espíritu de la serie y de toda esa obra documental de Scorsese que mencionábamos, en la que la voz del cineasta parece querer abrazar el estilo de la figura glosada y fundirse con él; como, por ejemplo, en esos planos fascinantes de Mick Jagger bailando sobre el escenario en Shine a Light, apoderándose con su movimiento de la forma de la imagen, dibujando la puesta en escena con el ritmo de su cuerpo. Podría decirse que Lebowitz hace lo mismo en Pretend It’s a City con su verborrea ácida e inagotable. Para Scorsese, el cine parece tener un cierto sentido socrático de diálogo enriquecedor con la figura filmada.

En segundo lugar, la propia ciudad de Nueva York se erige en tema, forma y condicionante de la serie. O quizás de la obra entera de Scorsese, que parece dominada por un fuerte sentido de la polis, de la vida en una comunidad urbana como sistema complejo y como fuente inagotable de historias (en su cine, tenemos a veces la sensación de estar siempre en las calles de Goodfellas, sembradas de personajes estrambóticos y episodios epatantes). Como sugería al principio, me identifico con esa cultura urbana de Scorsese y Lebowitz, con esa idea de comunidad cívica cuya crisis describe la escritora de manera no por hilarante menos alarmante. Que la gente ya no tenga por la calle el más mínimo miramiento hacia sus semejantes -como los agresivos habitantes de esa ciudad en ruinas de The Country of Last Things, novela que Paul Auster escribió hace más de treinta años presumiblemente sin sospechar que tendría aspectos proféticos- es el síntoma de una fractura no sólo social sino cultural, un proceso de descivilización relacionado con la manera de reproducirse del sistema capitalista en el nuevo mundo digital. Y el cine forma parte de esa cultura compartida que parece desvanecerse ante nosotros, como si fuera una ciudad universal por la que transitamos al compartir ficciones, visiones del mundo, una sensibilidad transmitida a través de las imágenes. La crisis del cine, en fin, no consiste en que las salas de exhibición se estén vaciando sino en la fragilidad actual de esa polis de las imágenes en la que podemos dialogar con toda la humanidad que hubo, hay y habrá.

Los americanos

Si tuviera que citar un cineasta que se haya ocupado de reflejar la personalidad, el sentir y las contradicciones de los habitantes estadounidenses de hoy en día, optaría tal vez por Alexander Payne. Sideways, The Descendants o Nebraska son elocuentes al respecto, lo mismo que su encomiable episodio de Paris, je t’aime (film, por lo demás, perfectamente olvidable). Pero es About Schmidt la película que acude a mi memoria con más recurrencia por la manera fina y contenida con la que expresa la amargura no sólo del protagonista sino también de su entorno, una emoción intensa que sólo explota de forma visible en el instante final, particularmente en el último plano del film. No es una obra redonda pero sí una conmovedora expresión de la melancólica idea de la existencia que recorre todo el cine de Payne hasta Downsizing, su última realización hasta la fecha.

Ese tono alcanzado por Payne es análogo al que destilan otros cineastas, otros títulos que cuentan entre los más valiosos testimonios de la vida de los norteamericanos de nuestro tiempo. Pienso en los filmes de Ira Sachs, siempre tan vivaces y elegantes; o en la enérgica y sobrecogedora Diane, de Kent Jones; o en películas más cercanas al melodrama como son las de Kenneth Lonergan (Margaret, Manchester by the Sea). Pero hay algo en Fourteen, de Dan Sallitt, que me recuerda especialmente a la contención y delicadeza del Payne de About Schmidt. Quizás porque Fourteen también contiene una única e impactante explosión de emoción, hacia el final del metraje. Pero también por un sentido de la descripción de tipos y ambientes finamente irónico, una mirada mordaz y humanizadora a la vez que nos hace pensar también en el caso de Éric Rohmer.

Es Fourteen un film que conviene especialmente ver sin información previa para dejarse llevar por sus quiebros: al fin y al cabo, la historia que nos cuenta descansa sobre un giro inesperado cuyo valor cinematográfico se pierde si se ha leído ya al respecto en la reseñita de turno. Los spoilers no son sólo una desactivación de la trama para el espectador, también se cargan el valor de las imágenes. De hecho, más allá del caso que nos ocupa, recomiendo en general leer lo mínimo antes de antes de la proyección, incluso nada de nada. Así, se pondera y se disfruta mejor cualquier película; Fourteen, en particular, parte como una suerte de variación sobre el Nueva York de Frances Ha para derivar progresivamente en algo más sombrío e inesperado.

Nueva York, precisamente, no es un escenario baladí. La ciudad de Woody Allen transmite por sí misma unos determinados valores, una cierta idea de América. Valores que, como siempre, son locales y universales a la vez: las cuitas amorosas y vitales de las chicas de Fourteen o Frances Ha guardan paralelismos evidentes con las peripecias de las jóvenes de las comedias y proverbios de Rohmer; también con los hombres de Plaire, aimer et courir vite, que son a fin de cuentas sus contemporáneos. Lo mismo que los enamoradizos madrileños del cine de Jonás Trueba. Sin menoscabo del cine que transcurre en la América de carreteras infinitas y amplios maizales, o en las praderas de la Francia renoiresca, espacios igualmente universales a los que nos referiremos en otra ocasión, fijémonos en que Madrid, París o Manhattan son urbes en las que el cine encuentra a las criaturas urbanas con las que hablarnos con voz íntima de sentimientos y tribulaciones comunes a todos nosotros, las generaciones que hemos crecido en las ciudades modernas y en esta extrañeza emocional de nuestro tiempo. Viendo este tipo de cine al que aludimos, por cierto, uno piensa también en las mejores facetas de la narrativa de J. D. Salinger y otros escritores estadounidenses que han sabido también captar esa íntima fragilidad.

Fourteen, en fin, es un logro por lo que transmite y por cómo lo hace: con un cálido estilo visual y con una narración seca, sin música incidental, libre de subrayados y muy elegante en su manera de gestionar las elipsis. Puede que también haya en sus imágenes una cierta huella del cine de Yasujirō Ozu, al fin y al cabo el gran maestro de la contención, de la emoción entre líneas, de la suavidad de las formas. Ahora que se ha puesto de moda un uso banal y comercial de la palabra zen, conviene volver a Ozu y a un memorable texto de Santos Zunzunegui sobre su cine, El perfume del zen (encuéntrese recogido en La mirada cercana. Microanálisis fílmico, Paidós, 1996). Dice Zunzunegui: “(…) en el arte que se reclama de la tradición zen, la sustitución de los detalles ‘agitados’ por la quietud, la necesidad de mantener espacios en blanco, tiene la finalidad de permitir que sea la propia mente del espectador la que los llene” (p. 177). ¿Cómo no pensar en Fourteen? Y vale la pena también también recordar lo que comenta Paul Schrader sobre el cineasta japonés en El estilo trascendental en el cine. Ozu, Bresson, Dreyer: puede que Sallitt sea otro inesperado deudor o continuador neoyorquino de ese estilo trascendental.