De la belleza del mundo

El viaje es un tema recurrente en el cine narrativo pero pocas veces un film trasciende la filmación del recorrido de sus personajes a través de unos paisajes y adopta efectivamente la forma de un viaje cinematográfico; es decir, películas que suponen por sí mismas una exploración y mutan a lo largo del metraje, indagando su propia forma y, por ende, su verdadero significado. Es un tipo de cine abierto y dinámico que casa con la personalidad de alguien como Mia Hansen-Løve, que ha firmado con Maya una genuina película-viaje que empieza casi como un film de tema político a lo años setenta, continúa como el relato de un periplo personal del protagonista y culmina como una historia de amor.

Uno puede sentir ciertas reticencias y prevenciones ante un film que parece que nos va a hablar de autoconocimiento en términos tópicos, con ese prurito espiritual que acompaña a toda película sobre occidentales en la India; pero Hansen-Løve no incurre en tamaña banalidad sino que logra recuperar una cierta experiencia esencial de la observación de las cosas a través de la cámara de cine y consigue que Maya acabe resultando un redescubrimiento de la imagen, un renovado enamoramiento ante la belleza del mundo. Gabriel, el protagonista, viaja con Maya y, a medida que se rindiendo a los encantos de su compañera de expedición, la cámara va abrazando también la sencilla hermosura de los paisajes y de las figuras humanas que los recorren.

En un aparte de la trama principal, Gabriel va al encuentro de una madre con la que ya no le liga un verdadero vínculo, como los protagonistas de The Darjeeling Limited (Wes Anderson). En ambos filmes, se frustra ese regreso a las raíces y el viaje de sus personajes no evoluciona hacia un encuentro con las esencias espirituales sino con el mundo real, con la vida y nada más, ergo con el cine. En realidad, nunca un recorrido a través de la India fue menos espiritual que el de Maya: es un viaje netamente material, esto es, una aproximación a la materia del mundo, a su luz, a la fisicidad y el ritmo de la imagen cinematográfica, a la presencia de la belleza en el encuadre.

The Darjeeling Limited citaba explícitamente The River, la película de Jean Renoir. En las imágenes de Maya, parecen transpirar más bien los elocuentes espacios del cine de Rossellini y Antonioni, o los de las películas viajeras de Wim Wenders de los años setenta y ochenta, una forma de nutrir la imagen cinematográfica de cuerpos en tránsito por el mundo muy propia de las oleadas de la modernidad cinematográfica, de Viaggio in Italia a Lisbon Story. Gabriel me recuerda también al protagonista de Dans la ville blanche (Alain Tanner), película con la que Maya guarda ciertas semejanzas.

Dos veces se extravía la película en el relato de un viaje sin diálogos, imágenes acompañadas sólo por la música extradiegética y los sonidos del camino. Hansen-Løve hace que el mundo físico tome las riendas de la imagen y de su significado abstracto. Son dos momentos ilustrativos de su manera de entender el cine: sus filmes transmiten una actitud interrogadora, discurren con la curiosidad caprichosa de un flâneur que deambula sin rumbo fijo. Y nos explican las fases de la vida, los vaivenes del amor y ese extraño camino que nos conduce permanentemente hacia la madurez (viendo Maya, por ejemplo, compartimos con Gabriel el dolor de abandonar a una mujer y arrepentirse demasiado tarde, algo que tantos hemos experimentado en la vida real). La obra de Hansen-Løve, cada vez más sólida, representa una de las experiencias más rejuvenecedoras y sugerentes del cine de nuestro tiempo.

 

 

Salida a la superficie

Para Yasmín, que me invitó a reverla

He repasado mis notas del verano pasado para ver qué apunté sobre Se rokh (o Tres caras, la última película de Jafar Panahi) cuando la vi en la vecina república transpirenaica y deduzco que iba con prisas en ese momento porque me he encontrado con una sola palabra: Kiarostami. Efectivamente, tras la escena introductoria que todo lo desencadena, Se rokh transcurre en el interior de un coche como Ta’m e guilass (El sabor de las cerezas) o Dah (Ten), nos relata luego la llegada de dos profesionales del cine a un pueblecito perdido en algún lugar de Irán como Bad ma ra khahad bord (El viento nos llevará) y la búsqueda de una persona que no sabemos si sigue con vida como Zendegi va digar hich (Y la vida continúa), todo se desarrolla en una geografía exquisitamente precisa con la que nos familiarizamos como en Zire darakhatan zeyton (A través de los olivos), los personajes reales y ficticios se confunden como en Copie conforme y nos reencontramos con el primer plano del rostro de Behnaz Jafari como en Shirin. Panahi parece querer subrayar lo mucho que comparte con el añorado Abbas Kiarostami, quien firmaba junto a él, no lo olvidemos, el guion de Badkonake sefid (El globo blanco), una película altamente idiosincrática por lo que respecta a ambos cineastas.

Tras las restricciones impuestas a Panahi por su tribulaciones con la justicia iraní, expresamente reflejadas en sus últimos filmes, Se rokh no sólo relata un viaje al exterior de la ciudad sino que transmite una sensación de liberación, de salida a la superficie tras el enclaustramiento de In film nist (Esto no es una película), Pardé (Closed Curtain) y, a su manera, Taxi. Y la anécdota del film no es en absoluto baladí. Esta historia de –I spoil– la búsqueda y el reencuentro con una joven que quiere hacer cine en contra de la prohibición expresa de su familia es también un reencuentro de Panahi consigo mismo, con su cine, con las carreteras y los rostros de los que estaba hambrienta su cámara. Y para nosotros es un luminoso reencuentro con el cine iraní de los años noventa y esa libertad que nos transmite, esa manera de interrogarse sobre la naturaleza de las imágenes a la vez con gran hondura y con suma sencillez.

Muchas películas están de viaje y nos llevan con ellas. Es el caso de la que nos ocupa. Al contrario que en las road movies, donde se enfatiza el proceso del trayecto, en Se rokh tiene más importancia la llegada y la relación con los lugareños, y la aventura reside precisamente en esa toma de contacto con el entorno, a la manera de Dans la ville blanche, de Alain Tanner, o a la manera de The Quiet Man: Panahi comparte con John Ford un cierto tipo de humanismo, una curiosidad socarrona y a la vez cómplice por la nobleza y la vileza de las gentes sencillas, ya sean los pícaros bebedores de whisky de los westerns fordianos o los hospitalarios y extravagantes labriegos del Irán de Panahi, que es también el de Kiarostami.

En contra de la mirada turística de tanto cine documental y no pocas ficciones, que afectan mucha autenticidad pero en realidad no se quitan de encima el prurito de mirar con la condescendencia del avanzadísimo urbanita occidental, una película como Se rokh tiende más bien a mostrarnos nuestro reflejo en el espejo de unos seres cuyas cuitas y prejuicios no son tan diferentes de los de todos nosotros, estemos donde estemos. A pesar de lo que puedan tener de caricatura personajes como el celoso hermano mayor que vocifera amenazante o el padre supersticioso que pretende alcanzar la fortuna para su hijo enterrando su prepucio en un lugar muy escogido, la cámara no humilla a esos seres. Porque humanismo no significa profesar anuencia hacia los gañanes sino leer en sus ojos la aventura humana que nos es común a todos. Es lo que pasa en el cine de Ford, de Kiarostami o de Jean Renoir, donde cada cual tiene sus razones y todos son observados no ya en plano de igualdad entre ellos sino con el propio espectador.