En los pasajes más trepidantes de Stachka, Bronenosets Potemkin u Oktyabr, es decir, de las obras más emblemáticas de Sergei M. Eisenstein, su concienzuda concepción del montaje cinematográfico parece enajenarse y dejarse llevar por el frenesí, encadenando planos con suma rapidez y buscando, más que el efecto del contacto de unas imágenes con otras, un estado de ebrio aturdimiento en el espectador. Esa estética de la saturación ha vuelto una y otra vez a lo largo del siglo del cine hasta llegar al cineasta que hoy nos ocupa, Harmony Korine, que con The Beach Bum retoma paisajes, caracteres y ambientes cercanos a los de su anterior largometraje, Spring Breakers. Pero hay una notable diferencia. En el relato de las peripecias de las cuatro jóvenes extraviadas en el lado salvaje de la mano del narcotraficante Alien, la sucesión epiléptica de imágenes nos llevaba adelante y atrás en el tiempo constantemente, agitando la narración hasta romper su estructura y eludir toda posible catarsis o circularidad, todo atisbo de arco dramático o restablecimiento. The Beach Bum, en cambio, nos es relatada también con un montaje saturado, histérico, pero de forma lineal: primero un planteamiento, a continuación un nudo, finalmente un desenlace.
El hecho en sí es interesante por cuanto desafía la idea de que las filmografías son o deben ser progresivas y, por tanto, un cineasta ha de acceder en cada realización a una mayor complejidad, a un estadio superior. Korine no ha apostado por el más difícil todavía sino por profundizar en, decíamos, el paisaje físico y humano de su película anterior: una Florida grotesca, hortera hasta niveles dolorosos para la mirada, dementemente hedonista, materialización de la faceta más decadente del capitalismo americano. De hecho, todo en The Beach Bum nos hace pensar indirectamente en la desfachatez desconcertante de un personaje hoy ineludible, Donald Trump, cuyo ascenso al poder quizás no sea un fenómeno tan extraño como nos pareció en su momento. Trump, precisamente, parece sentirse más en su salsa en la famosa residencia de Mar-a-Lago, en Florida, que en su Nueva York natal.
El protagonista de The Beach Bum no es un voraz hombre de negocios sino el más extravagante de los poetas, una suerte de Charles Bukowski floridano, alcohólico y politoxicómano, adicto también a las camisas floreadas más atroces y con tendencia al travestismo, inmune a las normas cívicas y al sentido del pudor, chillón y desaliñado, un tipejo verdaderamente al límite de todo que no tiene reparo en compartir unos tragos con una panda de mendigos como el Ben Gazzara de las Storie di ordinaria follia de Marco Ferreri, película inspirada precisamente en la obra de Bukowski. Moondog, como se hace llamar nuestro protagonista, vive fundamentalmente de las rentas de su esposa, millonaria y no mucho más cabal que él; al enviudar de resultas de un esperable accidente de tráfico tras la más salvaje de las juergas, Moondog se ve en la tesitura de tener que completar un nuevo libro de poemas si quiere recibir la sustanciosa herencia de su mujer, que impuso esa condición en su última voluntad.
Y ahí se encuentra el quid de la película (considere el lector todo lo que queda de párrafo como un spoiler). La más errática y caótica epopeya lleva a Moondog, que inverosímilmente no se separa nunca de su máquina de escribir, a completar contra pronóstico un libro que supondrá su restitución como poeta y le abrirá las puertas a continuar con su disipada existencia. No sólo eso: incluso recuperará la buena relación con su hija, casada con un pollo pera con el que le une una mutua y lógica animadversión. Pero Moondog pondrá la verdadera rúbrica final a su obra cuando, en una nueva bacanal desmedida digna de Dmitri Fiódorovich Karamázov, incinere el grueso de su herencia en un velero que se adentra en la noche consumido por las llamas, como en un rito pagano y nihilista.
Korine, en suma, parece haber encontrado en el poeta Moondog no un reflejo de sí mismo sino más bien de su actitud como artista: prescindir de la noción de belleza, abrazar sin temor lo extremo y asumir las consecuencias. Y todo con humor, con un desenfado contagioso que llega a su punto álgido cuando el colega navegante y guía turístico de Moondog se arroja entusiasmado a un grupo de tiburones confundiéndolos con delfines. Korine pertenece a una estirpe de cineastas que, dotados de distancia irónica y desprovistos de recato, tratan de llevar sus filmes a todo tipo de límites y se sirven de la estética de la saturación, que sitúa al espectador en una experiencia un poco más allá del cine, fuera de ciertos estándares comunes de harmonía, incluso fuera del lenguaje cinematográfico. Es la estirpe del Oliver Stone más desinhibido, el de Natural Born Killers; o del Joe Begos de Bliss y el Panos Cosmatos de Mandy, por poner dos ejemplos más apegados a nuestro presente. Al optar por esa estética de la saturación en lugar del despojamiento propio del cine de autor más común, determinados cineastas parecen tratar de hacer una abstracción de la caótica sobreabundancia de imágenes de nuestro abismo digital para intentar así pasar de la ceguera por exceso a una nueva visión de las cosas. Más o menos como en esas fascinantes experimentaciones de Carlo Padial con la hojarasca que recoge en la red.