El cine es el cine

Tendremos que hablar más temprano que tarde de La imatge permanent, el primer largometraje de Laura Ferrés, donde el sentido profundo del film se halla en el extrañamiento que provoca el roce entre uno y otro plano, un encadenamiento de los acontecimientos que rehúye lo convencional en pos de una nueva dimensión de la narración -¿es narración la palabra adecuada?- más, digamos, sensacionista. Pero en Bên trong vo kén vàng o Inside the Yellow Cocoon Shell, primer largometraje en este caso del cineasta vietnamita Thien An Pham, un extrañamiento parejo se produce en el seno del plano, sin corte. O tal vez deberíamos hablar de un extravío constante del movimiento de la cámara, que parece conducida por una mirada curiosa y distraída a través de larguísimas tomas.

La cámara flotante y sinuosa de Thien nos recuerda a la de eminentes cineastas de la modernidad como Theo Angelopoulos o Andrei Tarkovsky, cuyos travellings están cargados de significación y tienen algo hipnótico. Esos movimientos prolongadísimos rompen la rutina causal con la que decodificamos usualmente las imágenes en el cine para imponer un flujo más poético y abstracto. De hecho, no sólo se trata de ir de un punto a otro dirigiendo nuestra atención, sino que la propia duración del plano contribuye determinantemente a crear ese efecto sugestivo y trascendental. Y el fraseo de Thien con la cámara, igual de parsimonioso e intrigante, comparte específicamente con Tarkovsky una irremediable tendencia al misticismo. No en vano, algunos de los diálogos más importantes de la película, que transcurre en ambientes devotamente cristianos, versan sobre los misterios de la fe y la gracia divina.

Como en el Zerkalo de Tarkovsky, el pasado y el presente se mezclan en Inside the Yellow Cocoon Shell; de hecho, conviven, como muestra palmariamente una hermosa secuencia que se desarrolla en un edificio abandonado a medio construir. Igual de confuso es el paso de la vigilia a lo onírico y viceversa, hasta el punto de que la frontera entre lo real y lo irreal se hace progresivamente difusa a medida que avanza el film. Y, last but not least, se acaba produciendo una ambigüedad también entre el cuerpo del protagonista, visible durante la práctica totalidad del metraje, y la presencia espectral del hermano ausente.

Así, la búsqueda de lo invisible se acaba convirtiendo en la búsqueda de uno mismo. Lo cual nos da motivos para pensar en la filosofía profunda del film, que parece evitar la articulación de un discurso por parte de la voz del cineasta, a la manera del cine de autor al que estamos acostumbrados, para abrazar algo que podríamos llamar la capacidad generativa de la mirada: el cine es lo que genera el deambular del protagonista -llamado Thien, igual que el realizador- y de la cámara que lo sigue hasta la estancia de un anciano veterano de guerra o el revoloteo de unas mariposas tras la lluvia, o quizás lo que se genera en nuestro fuero interno como espectadores al seguir todas esas evoluciones con nuestros ojos.

Pienso en Saul fia, el film de László Nemes en el que la cámara se pegaba al rostro del protagonista y el relato se iba urdiendo a medida que seguíamos sus movimientos y su mirada, dejando fuera de campo la mayor parte de la escena. Pienso en El gran movimiento, en el que los leves zooms y travellings de la cámara de Kiro Russo generaban un efecto de extrañamiento parecido al de Inside the Yellow Cocoon Shell. Pienso en otros planos larguísimos de Béla Tarr e incluso en los de Albert Serra, aunque sean estáticos en su caso. Pienso también en la importancia del concepto de duración en el cine de Tsai Ming-liang, Lav Diaz o Apichatpong Weerasethakul, cineastas cruciales de nuestro siglo que transitan un territorio ambiguo entre la realidad y el sueño, lo terrenal y lo fantástico. Y pienso en el misticismo que transpiran las imágenes casi pictóricas de Aleksandr Sokurov, otro posible discípulo aventajado de Tarkovsky.

Thien, en definitiva, ha realizado un film de una originalidad abrumadora pero no carente de filiación, pues el cine de la modernidad ha cultivado largamente ese extrañamiento que se produce cuando las tomas se alargan insólitamente, ajenos a toda idea convencional de ritmo o montaje, o cuando los movimientos de la cámara, calmos y ondulantes, se prolongan y se extravían. En cierto sentido, uno diría que, al final de todos esos travellings que parecen invitarnos a ver algo que aún no vemos, lo que se encuentra es simplemente el cine, que no hace más que buscarse a sí mismo cada vez que se halla en una encrucijada o se cuestiona sobre sus esencias. «Yo soy el que soy», dice la tautología con la que Yahveh se revela a Moisés en el Éxodo. Thien parece emular esa idea para responder a su manera a la famosa pregunta baziniana diciendo que el cine es el cine, ese maravillarse sin más ante la densidad de las imágenes y sus evoluciones. Dios ha muerto y no lo echo de menos, pero el cine sigue ahí y las imágenes, a pesar de los pesares, continúan celebrando su presencia.