Contra el libro

Comentar la obra de Jean-Luc Godard te obliga a ser un poco Godard, esto es, te exige adoptar un rol creativo y fuera de norma a la manera de lo que decía y filmaba el cineasta francosuizo. No en vano, él mismo consideraba que, cuando escribía en los Cahiers du Cinéma, ya era cineasta en cierto sentido. Y su último largometraje nos propone la idea de un libro de imagen por oposición a los libros sagrados de la tradición religiosa monoteísta, es decir, la imagen libre de la preponderancia de la palabra y por tanto del discurso, de la ilación de ideas. Quizás todo el cine de Godard ha sido un esfuerzo monumental por alejar las imágenes de las palabras y decir adiós al lenguaje; de ahí la progresiva fuerza que fue adquiriendo la superposición en su discurso fílmico. Frente a la exploración de lo que pasa al encadenar los planos, Godard optó por amontonarlos, superponerlos, fusionarlos; el collage tridimensional godardiano supone una rebelión radical contra los límites de la imagen y contra la noción misma de montaje, su beau souci.

Nicole Brenez abraza toda esa filosofía en Jean-Luc Godard. Écrits politiques sur le cinéma et autres arts filmiques. Tome 2 (de l’incidence éditeur), objeto extraño donde los haya. El texto es en parte un ensayo sobre la obra de Godard y sobre su densidad teórica que nos llega a ofrecer incluso un pequeño tratado que compendia la filosofía y el recorrido del cineasta. Concretamente, la página 260 parece una síntesis prodigiosa que nos explica: «Le trajet général de Godard se caractérise par un devenir de plus en plus expérimental». Y nos informa a continuación sobre «trois grandes phases d’expérimentations systématiques»: participar en la revolución alrededor de los años del mayo francés y el grupo Dziga Vertov, deconstruir la comunicación durante la etapa videográfica y elaborar la historia a partir de las Histoire(s) du cinéma.

Pero el libro de Brenez es también un no libro, un collage libérrimo a la manera godardiana. La parte más elocuente al respecto es la que, dentro del apartado «Travailler pour JLG», recoge una larga correspondencia electrónica entre Brenez y el cineasta. Los correos electrónicos de Godard componen algo así como su propia versión del Libro de los pasajes de Walter Benjamin, un totum revolutum de fotos, recortes, frases e ilustraciones que el director de Pierrot le fou acompaña con textos en los que la lengua francesa es sometida a toda suerte de vulneraciones para componer calambures y juegos de palabras sin fin, a la manera esta vez del James Joyce de Ulises o Finnegans Wake: siento debilidad por fórmulas como «oh jour d’oui» (p. 216) o «mon propre con damné amor» y «un h/être mots dits» (p. 230). Quizás Godard fue algo así como un autor que conjugó el pensamiento con cadencia poética de Benjamin y las formas de abstracción cubista o lírica de un Paul Cézanne o un Vasily Kandinsky. Aunque su obra ultimísima parece poblarse de ilustraciones fluidas y coloristas que nos hacen pensar también en Willem de Kooning, como el autorretrato que vemos en la cubierta del libro y que procede de uno de los correos electrónicos enviados a Brenez (p. 234).

Dibujar sobre la imagen fue tal vez su último gesto, la última fase de su largo aprendizaje del collage. Quizás, al propio Godard no le hubiera desagradado que abriéramos su biografía en portales tipo Wikipedia anunciándolo como un cineasta, poeta e ilustrador, acaso como un artista plástico; no creo, en cambio, que le hubiera gustado el término ensayista, dado que su obra sugiere más bien una huida de la teoría hacia otro territorio inestable y singular. Insisto: Godard nos invita siempre a emanciparnos del libro -o de la palabra, si se prefiere- y su cine, en definitiva, fue cada vez menos libresco.

Por eso me resulta un tributo tan adecuado el libro no libresco de Brenez, que he leído, sin planearlo, justo un año después del fallecimiento del cineasta. Porque a todos los humildes mortales nos cuesta un cierto esfuerzo seguirle el rollo a Godard pero, aunque sea de una manera casi instintiva, sabemos que lo fundamental es dinamitar los marcos, desbordar los márgenes en todas direcciones. Godard ni siquiera era un cineasta más adecuado para los museos que para las salas de cine, como nos explica Brenez a propósito de una exposición en el Centre Pompidou de París en la que nuestro hombre obligó al museo a desbordar sus propios horarios para ofrecer proyecciones en los horarios regulares de las salas de cine comerciales. «L’entreprise de Godard complète celle de Duchamp: au lieu de se saisir d’un objet trivial pour révéler la puissance de légitimation propre de l’institution, inverser la les logiques institutionnelles pour manifester la puissance du film» (p. 148). Tal es esa potencia que su correspondencia con Brenez, o incluso el propio libro que nos ocupa, puede considerarse casi una película más de Godard, prescindiendo ya sin escrúpulos de toda compartimentación entre categorías como libro o film. O, como mínimo, se trata de una pieza más dentro -o alrededor- de una obra multiforme que no parece que vaya a dejar de sorprendernos en el futuro.