Let’s misbehave

A juicio de este cronista, el instante más significativo de Irma Vep se sitúa en el séptimo de los ocho capítulos que componen la serie de Olivier Assayas. Gottfried, el levantisco y toxicómano actor alemán que está despidiéndose del equipo después de su último día de rodaje, se sube a las sillas y a las mesas, tira platos y vasos al suelo, la lía parda por enésima vez y pronuncia todo un discurso en torno a la pregunta: «Why are we making movies now?». ¿Por qué se hacen películas todavía, por qué llevamos décadas anunciando su muerte pero el cine sigue caminando como los zombis de Tourneur y Bonello, vivo y muerto a la vez como un vampiro, como les vampires de Louis Feuillade que inspiran la serie dentro de la serie de Assayas?

Y Gottfried afirma, en su parlamento, que el cine siempre fue una travesura, una vulneración de la norma, un juego para los malotes como él. Y lo dice mientras camina sobre las mesas, rompiendo él mismo con la armonía de la garden party, violentando la imagen con sus gestos ebrios. La historia del cine es precisamente la historia de unos cuerpos que desestabilizan con su movimiento la composición del encuadre. Porque el punto de partida es el cuadro, la frontalidad heredada del teatro y de la pintura, y ahí dentro aparece de repente una masa que se desperdiga saliendo de una fábrica, un tren que describe una poderosa diagonal sobre el plano; desde esas primeras vistas de los Lumière, nunca hemos dejado de ver cuerpos que se agitan nerviosamente de acá para allá, del slapstick del cine mudo a los héroes y villanos que flotan sobre un croma en la era digital, pasando por las inquietas criaturas de las películas de Andrzej Zulawski.

En el fondo, Gottfried habita la imagen con el mismo espíritu indomable que Irma Vep, el personaje y la actriz (dos categorías definitivamente mezcladas en la serie), que siente el impulso de deslizarse por los pasillos y por los tejados de París con movimientos gatunos, atravesando paredes, robando cosas por el mero hecho de transgredir las normas… Y espiando la intimidad de los demás como el protagonista de Il profumo dell’invisibile, la novela gráfica de Milo Manara. Más allá de su erotomanía, el fumettista italiano siempre me ha parecido un portavoz privilegiado de un cierto espíritu burlón muy ligado a los años sesenta y setenta, una picardía que recorre el cine de esos años, del nuevo Hollywood a ciertos títulos de Roman Polanski pasando por el cine de Rainer W. Fassbinder o por esa presencia incontrolable que aporta Klaus Kinski a las películas de Werner Herzog; el personaje de Gottfried, de hecho, parece emanar directamente del nuevo cine alemán y viajar cincuenta años en el tiempo hasta nuestros días digitales.

¿Por qué se seguía haciendo cine en los años setenta?, podrían haberse preguntado también entonces. Por la misma inquietud gamberra de Charles Chaplin y Buster Keaton cincuenta años antes, por la misma curiosidad felina de las vampiresas de Assayas cincuenta años después. O por esa necesidad de danzar fuera de toda norma o coreografía que muestran Ema y las demás bailarinas en el film de Pablo Larraín (también Irma Vep contiene una danza orgiástica sobre una mesa en su último episodio, como si el gesto de Gottfried se reprodujera al final en la serie dentro de la serie). O por esa «belleza del gesto» que impele al Monsieur Oscar de Holy Motors y al Henry McHenry de Annette.

Si Léos Carax nos habla en sus largometrajes de sus angustias e inquietudes como cineasta, Assayas parece explicarnos en Irma Vep el impulso irrefrenable que lo mueve, esa necesidad de seguir adelante y hacer cine, películas que son pura energía y que a veces incluso parecen no tener un tema sólidamente definido o una trama muy lineal. Tal vez no sea una actitud muy cuerda, un comportamiento muy responsable. Vincent Macaigne encarna en la serie a René Vidal, un realizador tras el que fácilmente adivinamos una divertida autoparodia: Assayas se caricaturiza como neurótico irredento, misántropo, violento y adicto a los fármacos. Pero no a la manera de Woody Allen, en el fondo algo narcisista, sino abriéndose en canal como el Henry McHenry de Carax, o al menos intentándolo, describiéndose a sí mismo como alguien de veras problemático y trastornado aún por su relación y ruptura con Maggie Cheung, la Irma Vep de su largometraje de 1996.

Quizás hay que volver a hacer la misma película veinte años después para sincerarse, sentarse en el sofá de la consulta y echar unas lágrimas en un primer plano que podría ser el de una película de Ingmar Bergman. En un cine tan enérgico como el de Assayas y concretamente en Irma Vep, el realizador sueco puede parecer una referencia muy lejana pero precisamente la presencia tangible del yo del cineasta en la pantalla es algo que les acerca inesperadamente. Al fin y al cabo, había ya una alusión a Nattvardsgästerna (Los comulgantes) en Doubles vies, un film que parecía un extracto de las páginas del diario personal de Assayas, sus impresiones sobre la marcha del mundo y del cine. ¿Y no es eso también Irma Vep, en cierto sentido? Al final, puede que las cosas sean más sencillas de lo que parece y el cine consista simplemente en abrir el corazón y en dejarse llevar por la curiosidad irrefrenable, por el impulso irresistible de crear. Y portarse mal, por supuesto, prescindiendo de las exigencias de la industria y los biempensantes; como dice la canción, let’s misbehave!