Homenaje a los Icaria

Supongo que hacerse mayor implica ver cosas como el cierre de un cine cuya apertura uno recuerda perfectamente. Los cines Icaria Yelmo abrieron cuando quien firma estas líneas era un jovenzuelo de dieciocho años que se daba constantes atracones de películas tanto en la filmoteca como en las salas de estreno. La ubicación de los Icaria, en un centro comercial algo desabrido en mitad de la tan novedosa como desangelada Villa Olímpica, era un tanto incómoda para muchos barceloneses pero quedaba a una distancia razonable de mi casa, en el barrio de La Ribera. Fui cientos de veces haciendo un trayecto a pie que pasaba por el paseo Picaso, el paseo de Circunvalación y la avenida Icaria, un camino poco transitado y francamente desapacible a ciertas horas. Cuando me emancipé y me trasladé a un apartamento cerca de la plaza de las Glorias, seguí yendo recurrentemente a los Icaria atravesando calles aún más solitarias de Pueblo Nuevo. Así pues, aunque era un habitual en todas las salas de versión original de la ciudad, los Icaria fueron, durante esos años cruciales de formación cinéfila, mi primera opción por ser un cine relativamente cercano y con una atractiva programación.

Precisamente la programación era el quid de la cuestión: en las muchas salas de los Icaria, convivían los grandes blockbusters con el cine de autor. Allí vi, por ejemplo, algunas de las películas de Manoel de Oliveira de los años noventa y principios de nuestro siglo; recuerdo con especial cariño una sesión de Viagem ao princípio do mundo a finales de agosto que supuso una feliz rentrée después de largas semanas de verano en las que sólo había habido estrenos de nula trascendencia. Y, aunque me resulta difícil decir con precisión en qué cine vi tal o cual película, recuerdo haber visto allí, por ejemplo, multitud de films de Woody Allen, Clint Eastwood o Abel Ferrara, o una proyección matinal de The Thin Red Line de la que salí profundamente absorto en mis cavilaciones. Pero los Icaria son también los cines donde sacié la curiosidad por ver cosas como Titanic, Armageddon o la ininteligible trilogía The Lord of the Rings. Por el tipo de público que me rodeaba, supongo que el tirón comercial de ese multisalas residía en el hecho de proyectar blockbusters en versión original en una ciudad en la que cada vez viven más extranjeros.

Han pasado las décadas y, a pesar de los cambios de hábitos y la preponderancia de otros tipos de consumo, los cines no han desaparecido fulminantemente como vienen anunciando los agoreros desde que tengo uso de razón. Han ido cerrando muchos de ellos, sí, pero poco a poco, y todavía hay tardes en las que los cines están llenos hasta la bandera y con un público intergeneracional, como un jueves reciente en el que se estrenaron Barbie (Greta Gerwig) y Oppenheimer (Christopher Nolan) simultáneamente. En Barcelona, de hecho, ha sucedido incluso que las salas en versión original han ganado terreno, presumiblemente a causa del crecimiento constante de población foránea y de una mayor sensibilidad del público local hacia el inglés y las lenguas extranjeras en general. La propia cadena Yelmo ha empezado a programar sesiones en versión original en el Comedia, situado en pleno centro de la ciudad. Así las cosas, es probable que, al aumentar la oferta de VOSE y VOSC en salas mejor ubicadas, el papel desempeñado por los Icaria se haya visto reducido progresivamente hasta llegar al momento en el que ha tenido que cerrar.

En mi trayecto personal, hace muchos años que dejé el apartamento de Glorias y el traslado a otras zonas de la ciudad hizo también que el multisalas de la Villa Olímpica me quedara a desmano: si la película que quería ver se exhibía en otros cines de versión original, difícilmente tenía motivos para aventurarme hasta allá. No obstante, no dejé de ir de vez en cuando, ni de acumular buenos recuerdos, como el hecho de que fue en los Icaria donde vi la última proyección antes del confinamiento de 2020 y la primera después de la reapertura de los cines: respectivamente, The Invisible Man (Leigh Whannell) en marzo y Divino amor (Gabriel Mascaro) en julio.

El Renoir Les Corts era también un espléndido multisalas en versión original y apartado del centro que se inauguró, como los Icaria Yelmo, en esa época de educación sentimental para el arriba firmante. Fue también por entonces cuando apareció el Méliès, un excelente cine de dos salas que combinaba la proyección de clásicos y de estrenos. Ambos cerraron hace ya tiempo. Hoy, uno sigue viendo cine a buen ritmo, por supuesto, y obviamente adaptado a la multiplicidad de canales que caracteriza el visionado de películas en nuestro tiempo. La historia sigue, el cine no ha muerto y la nostalgia cinéfila se me antoja una de las bobadas más dañinas en las que podemos incurrir. No obstante, permítaseme dedicar estas líneas de homenaje a los cines que me acompañaron desde la juventud -a los ya citados y a otros más antiguos y también extintos como el Capsa, el Arkadín, la sala Alexia, el Casablanca…- y que jugaron un papel insubstituible en mi día a día como espectador. En eso estuvimos y en eso seguiremos.