Senderos sin gloria

Hubo un tiempo, allá por los años setenta, en el que la guerra de Vietnam recorría como un espectro omnipresente las calles de los Estados Unidos o, cuando menos, las imágenes del cine americano. De hecho, el cine nos habla más y mejor sobre el impacto social y emocional del conflicto cuando transcurre en la retaguardia. El hastío ante una empresa inútil e injusta, amén de la germinación de un antibelicismo aparentemente impropio en el seno del espíritu americano, impregnan cada instante de The Last Detail (Hal Ashby), por poner un ejemplo significativo. Y en un film tan vasto y rico en detalles como The Deer Hunter (Michael Cimino), lo que más impacta a este cronista es tal vez la expresión de completa devastación interior que transmite Robert De Niro a su regreso del frente. Años más tarde, ya en los ochenta, Francis F. Coppola filmó Gardens of Stone, un largometraje elegante y delicado sobre soldados que van y vuelven de Vietnam que me gusta reivindicar por ser uno de los títulos menos glamurosos de la filmografía coppoliana.

Y más tarde, mucho más tarde que todo eso, llega The Holdovers, la última película de Alexander Payne, que transcurre justamente en los años setenta y en las dependencias de un elitista internado de Nueva Inglaterra donde la reverberación de Vietnam parece circunscribirse sólo al recuerdo de un exalumno fallecido en la contienda (no por casualidad el único joven negro del alumnado, hijo de la cocinera del centro: ya saben que la guerra es una cuestión de lucha de clases y que la lucha de clases es, en Estados Unidos, una cuestión de pigmentación). Pero, en realidad, hay algo del signo de los tiempos que lo impregna todo en The Holdovers, como si cada gesto, cada frase, cada detalle reflejara sutilmente el clima de pesimismo e inseguridad que impuso a la sociedad estadounidense la derrota en Vietnam. Como si estuviéramos de nuevo ante un film de Hal Ashby, o de Bob Rafelson, o de Arthur Penn, o de cualquiera de los cineastas más o menos etiquetables bajo el lema del Nuevo Hollywood que asociamos a esa atmósfera característica del cine americano datado grosso modo entre Bonnie and Clyde y Heaven’s Gate.

Un estricto profesor de estudios clásicos se queda durante todas las vacaciones navideñas en las dependencias de la academia Barton encargado de ocuparse del día a día de los pocos alumnos internos que no pasan las fiestas con sus familias sino confinados en un auténtico palacio del aburrimiento. Todos ellos conforman el grupo de los holdovers, es decir, los restantes, los remanentes. Hollywood no es sólo un conjunto de relatos bigger than life sobre héroes que combaten en el frente o conquistan el Oeste; el cine americano es también la historia de las personas modestas que habitan en los márgenes, los tipos que no han cimentado con sus gestas personales el sueño americano sino que más bien subsisten en un desapacible duermevela. Payne prefiere a esa gente menuda que puebla About Schmidt, Nebraska o el hermoso episodio de Paris, je t’aime dedicado al distrito 14, por citar sus realizaciones más ácidas y a la vez más tiernas para con la figura del gañán norteamericano medio. De hecho, su anterior largometraje, Downsizing, trata literalmente sobre personas empequeñecidas y lleva a su protagonista al descubrimiento de las cosas sencillas, la simpleza que entraña en realidad el sentido de la vida, como descubría también el protagonista epónimo de About Schmidt en los instantes postreros del film.

Los holdovers de su último largometraje se suman, en fin, a ese desfile de vidas macilentas pero dignificadas por la mirada de Payne. Por supuesto, hay una serie de avatares, meandros narrativos y, al final, algún tipo de arco dramático, pero nada remotamente asimilable al concepto de lo épico. Payne va de otro palo y, de hecho, es uno de los cineastas actuales que reescriben con más brío la comedia americana: sus películas pueden con toda legitimidad reivindicar un noble linaje que les une con Frank Capra o Preston Sturges. Justamente por eso parece significativo que haya realizado un film que transcurre en los setenta, en los días no sólo del trauma de Vietnam sino de la materialización del Nuevo Hollywood, que fue al fin y al cabo una manifestación de modernidad profundamente arraigada en el cine americano clásico. «Clásico» es una de tantas etiquetas que debemos administrar con suma prudencia y multitud de matices, pero digamos que hay algo conmovedoramente clásico y a la vez moderno en el estilo de Payne, algo que lo sitúa en el hilo invisible que recorre toda la historia del cine americano. Y creo que hay también un sutil componente generacional en el hecho de que los cineastas más estimulantes de nuestro presente –David Fincher, Richard Linklater, James Gray…- encuentren a menudo un punto de referencia en el look y el espíritu de los años setenta, un periodo que quizás se ha convertido en el corazón simbólico de todo el cine americano visto desde el prisma de hoy.

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