A las cinco de la tarde

Una y otra vez, veíamos los mismos gestos en A torinói ló (El caballo de Turín), un film de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky datado en 2011: una joven recogía agua de un pozo, hervía una patata, su padre se la comía quemándose los dedos al intentar pelarla… Algo parecido pasaba cuando seguíamos el día a día de la Jeanne Dielman de Chantal Akerman, en mitad de los años setenta, o el del lacónico protagonista de Ai no yokan (The Rebirth), film de 2007 y de Masahiro Kobayashi, que desayunaba cada día lo mismo y con los mismos gestos pautados, sistemáticos. Entre los muchos manierismos de la modernidad cinematográfica, en suma, está la repetición obsesiva de una rutina como manera de llevarnos a un abandono de la narración en el que las imágenes cobran un valor diferente.

Ahora, en The Plains, David Easteal nos muestra una veintena de veces, más o menos, el regreso a casa de Andrew, un oficinista australiano que coge el coche en un aparcamiento cada día a las cinco de la tarde, hace una o dos llamadas con el manos libres, se mete en la autopista, llega a las cercanías de Melbourne… Y todo filmado por una cámara situada invariablemente en el centro del asiento trasero de tal manera que nuestro héroe nos da la espalda mientras vemos, como él, el paisaje que se va abriendo a través del parabrisas. Una toma que nos puede recordar a uno de los puntos de vista favoritos de Abbas Kiarostami: la cámara en la parte frontal del coche, compartiendo la visión con el conductor y su eventual copiloto. Pero no es el mismo plano. Easteal pone su cámara más atrás, permitiéndonos ver el cogote del conductor y del tipo que a veces le acompaña en el trayecto, encarnado por el propio realizador. Cuando van juntos en el coche, charlan primero con algo de timidez, luego más animadamente, explicándose sus vidas respectivas y pasando de manera natural a divagar acerca de la vida y la muerte, el amor y la soledad. Lo cual, de hecho, también acerca The Plains al cine de Kiarostami.

Si la luna del coche hace las veces de una pantalla de cine, Andrew y David son espectadores como nosotros a los que vemos desde atrás, por lo que vemos el acto de ver. Y, cuando comentan la conducción -naderías tipo «ese coche no nos deja pasar», «ese otro es del mismo color que el nuestro», etc.-, es aún más evidente el valor autorreferencial del film, lo que tiene de potencial maquinaria para pensar acerca del propio cine. De hecho, los únicos fragmentos que nos llevan fuera del coche son también planos que comparten el punto de vista de Andrew: filmaciones informales hechas con un dron o con su teléfono móvil cuando pasea con su esposa por las llanuras que rodean su casa.

Ante esa poquedad de personajes y situaciones, los pequeños detalles se hacen sumamente visibles, cruciales, y The Plains se nos revela como una película riquísima en matices y variaciones a pesar de -o gracias a- las severas restricciones autoimpuestas. Percibimos las mutaciones del paisaje y de la luz, la diferencia entre la duración y el tramo del trayecto que vemos en cada secuencia, las leves pistas sobre el estado de ánimo de nuestros protagonistas, etc. Prácticamente como en una de esas películas de Danièle Huillet y Jean-Marie Straub en las que alguien recita un texto de espaldas a la cámara y cada detalle de la puesta en escena atesora una gran expresividad.

Y, a lo largo del film, imagen y diálogo se alternan como valor preponderante, hasta que el relato de una vida se va imponiendo como si fuera un conjunto de notas al margen que van revelando una perfecta ilación: acabamos intimando con Andrew, un hombre maduro con una madre dependiente, un largo matrimonio a sus espaldas y unas relaciones familiares que, como todas, esconden rarezas tras la aparente convencionalidad. Además, entre sus diálogos con David y los segmentos de programas informativos de radio que escucha cuando va solo, se cuelan también cuestiones sociales, políticas e históricas, incluida la memoria de la Segunda Guerra Mundial y los campos de concentración. The Plains podría ser así el más oblicuo e inesperado de los filmes sociales a la vez que un sutilísimo, indirecto, semioculto melodrama familiar. Y la muerte se impone como tema de fondo, como si la película quisiera sorprendernos por última vez revelándose como una expresión originalísima del viejo motivo artístico del memento mori.

Hemos mencionado a Tarr, Akerman, Kobayashi, Kiarostami y los Straub, pero recordemos también el cine de Jonas Mekas, que componía sus películas con filmaciones de viajes y de pasajes de su vida cotidiana; o el de Richard Linklater, que filmó durante una década a actores que envejecían de verdad en un largometraje, Boyhood, que acompaña el paso de la vida de la manera más rigurosa. The Plains, en fin, parece contener todo el cine en el interior de un coche, en un trayecto rutinario y repetitivo, en unas conversaciones que pasan como si nada de lo banal pasas a lo trascendente (¿no nos pasa también a todos nosotros, algunas veces, en la vida real?). Easteal, así, ha recogido en su primer largometraje algunas de las ideas y sensaciones más excitantes del moderno cine sustractivo y parece haber dado con esos mimbres una réplica densa, inteligente y profundamente cinematográfica a la sobreabundancia de podcasts, influencers, bustos parlantes y demás formatos por el estilo que puebla nuestras pantallas hoy en día.