Monos como nosotros

Para M.

Si los carteles de las películas son indicativos de algo, el de The Square (Robert Östlund) nos sugiere que la secuencia central del largometraje es la de la irrupción de un intérprete en una cena de gala que realiza una performance bizarra consistente en circular por la sala comportándose como un gran primate. Lo que empieza como una complaciente diversión para los comensales deriva en una situación de pánico cuando el artista se sube a las mesas y adquiere una actitud intimidatoria y agresiva. Los asistentes bajan la cabeza y aguardan sentados a que pase la situación, totalmente acobardados, hasta que el hombre simio emprende la violación de una de las invitadas y, por la espalda, tarde y con torpeza, alguien se atreve por fin a golpearlo. Se suman entonces otros falsos valientes, logran reducirlo y acaban matándolo allí mismo.

Es una escena casi buñuelesca que aleja definitivamente del realismo una película que ya antes venía tonteando con lo abstracto. Y es un instante que acude a la mente de uno cuando, en un flashback crucial de Mank (David Fincher), William Randolph Hearst alecciona al protagonista, Herman J. Mankiewicz, acerca de lo que un gran burgués como él espera de un personaje como el guionista: que se comporte como el mono organillero del cuento que le relata y sea consciente de cuál es la mano que le da de comer. Es decir, que le complazca, le entretenga y le solace, pero que no le toque las narices hablándole de su doblez moral. La secuencia de The Square tiene otras posibles lecturas pero coincide con la de Mank en darnos, a su manera, una sombría imagen de la relación entre el mundo artístico o creativo y la oligarquía que tiene la sartén por el mango.

El hombre simio de Östlund enfrenta a los burgueses con su propia miseria moral y con la falsedad de la representación social en la que viven inmersos. El Mankiewicz de Fincher expone ante Hearst y sus invitados, en el flashback al que nos referíamos, un proyecto de guion consistente en una revisión sui generis del Quijote que es, de hecho, el esbozo de lo que acabará siendo Citizen Kane; es decir, humilla expresamente al anfitrión retratando con finura la ridiculez de su narcisismo. En la secuencia de The Square, todos los comensales van de traje y el intérprete comparece con el torso desnudo y unas prótesis en los brazos para reproducir los movimientos de un gorila; en la de Mank, asistimos a una fiesta de disfraces en la que sólo el guionista va vestido de calle. El bufón no participa de la mascarada en ninguno de los dos casos. De hecho, así es como llama a Mankiewicz el lameculos número uno de Hearst, Louis B. Mayer, sentado lealmente a su derecha durante la cena: “You’re nothing but a court jester”. Un bufón de la corte.

Fincher casi se me antoja un cineasta repipi porque emprende proyectos de diferente naturaleza y siempre acaba dando una lección de narración impecable y gran sentido cinematográfico: aborda la adaptación de un bestseller sin interés literario y arma un film noir de irreprochable buen gusto, rueda la historia del fundador de Facebook y nos explica con agudeza en qué se ha convertido América en nuestro siglo, crea una serie policiaca y nos deja una suerte de thriller río de inagotable riqueza… Y, ahora, firma el enésimo film sobre el Hollywood de los años dorados y el resultado no sólo es original y contundente sino también complejo y profundo. En Mank, el cine americano y todo el sistema social de la nación son representados como una amarga mascarada que no sólo nos habla de 1940 sino también de 2020. No creo que se le escape al espectador cuánto se parece a la de hoy esa América del film, un país controlado por republicanos fascistizados y sus cómplices en el show business, entregados a la manipulación de la realidad -la fabricación de fake news se materializa con toda literalidad en Mank– y al engatusamiento de los trabajadores con un discurso tipo “esto lo arreglamos entre todos”. No creo tampoco que sea difícil notar el paralelismo entre Hearst, el magnate de la comunicación con ambiciones políticas, y el ciudadano Trump que pronto dejará la Casa Blanca pero recordaremos siempre como un síntoma significativo de nuestro tiempo.

Pero, sobre todo, el relato de las circunstancias en las que se gestó el guion de Citizen Kane que nos ofrece Mank describe un Hollywood en trance existencial que teme por su continuidad en términos tanto industriales como estéticos y creativos. El cine siente el aliento de la muerte de manera constante desde sus orígenes; y la amenaza de los nuevos hábitos y las transformaciones sociales que se gestaban en los años cuarenta -mutaciones a las que se sumaría pronto, y con fuerza, el auge de la televisión- invitó a pensar en el final de todo de la misma manera que ahora nos puede generar una ansiedad análoga la revolución digital, el esplendor de los sistemas de streaming y el consumo masivo de imágenes a través de redes sociales y dispositivos móviles. El cine siempre ha habitado en una sempiterna sensación de disolución, en un tiempo de crisis irresoluble marcado por las tensiones entre el sentido del compromiso y las tendencias impuestas por el sistema, y por eso hablar del Hollywood de la época de Citizen Kane o The Bad and the Beautiful equivale también a hablar de aquí y ahora. Y quizás Fincher, cineasta al fin y al cabo bien posicionado en la industria, se vea a sí mismo como un bufón de la corte que acude a una mascarada en Xanadú pero se permite cantarle las cuarenta al amo de la casa (Mank, por cierto, vuelve a ser una producción de Netflix, como Mindhunter). El mono organillero que deviene en gorila agresor.

Fijémonos en que el cine de hoy nos está hablando, a través de algunos de los títulos más significativos de la actualidad, de un tiempo ambiguo en el que el presente y el pasado no sólo se confunden sino que se mezclan, un tiempo que sólo existe en el seno de Martin Eden (Pietro Marcello) o El año del descubrimiento (Luis López Carrasco). A su manera, puede que Mank, película que reproduce la estructura narrativa de Citizen Kane con flashbacks continuos que componen de facto la sustancia de la película, habite también en ese tiempo extraño: su forma viaja constantemente al pasado pero su sentido profundo se proyecta con la misma insistencia hacia el mundo de hoy. Seguimos en cierto sentido en la América de Hearst, un lugar donde la posición institucional respecto a los fascismos es mucho más ambivalente de lo que indica el relato oficial de la historia escrito después del ataque a Pearl Harbour y donde el cine no puede más que defenderse con sus propios medios frente a un sistema audiovisual y una turbamulta de integrados que lo quieren, una vez más, humillado y derrotado.

La máquina del tiempo

A veces, al rememorar la carrera de un cineasta, uno recorre también su propia trayectoria como espectador. Recuerdo que cuando vi, aún muy joven, los primeros largometrajes de David Fincher, Alien 3 (1992) y Seven (1995), me molestaron varios de sus aspectos, sobre todo estéticos: el amaneramiento de la imagen, algunas maneras muy trilladas de filmar las cosas, el énfasis, la sucesión de lugares comunes… Me pareció, en fin, un cineasta poco fino. Pero en esa etapa de la vida se evoluciona muy rápido y, cuando vi The Game (1997), noté que se había operado un cambio en mi manera de entender el cine. La puesta en escena seguía pareciéndome tópica y enfática, pero me di cuenta de que algo recorría la “vida interior” de la película, la redimensionaba y le daba su verdadera carta de naturaleza, su auténtico valor. Así como uno aprende a leer entre líneas, yo había entendido que la aparente imperfección de las capas epidérmicas de una película puede ser irrelevante o, mejor aún, tener un sentido dentro de un mecanismo más complejo y profundo. Con el cuarto film de Fincher, El club de la lucha (1999), mi entendimiento de su cine era ya más maduro y el director había encontrado también su tono, su estilo y su discurso con esa película mordaz, poderosa, irresistible: me convertí en un devoto fincherista.

Después de El club de la lucha, Fincher ha conformado una sólida filmografía basada, entre otras cosas, en la exploración del germen del mal y de la figura del monstruo, un recorrido que completan La habitación del pánico (2002), Zodiac (2007), El curioso caso de Benjamin Button (2008), La red social (2010) y, ahora, The Girl with the Dragon Tattoo (2011), la película que nos ocupa.

De hecho, The Girl… puede verse casi como una continuación e incluso conclusión de Zodiac. El asesino en serie que nunca llegaba a ser encontrado en la película de 2007 podría identificarse con el de la película de 2011, que sí es descubierto. Fincher ha usado el cinematógrafo como mecanismo para ahondar en las raíces profundas del mal. Todas las indagaciones de policías y periodistas en Zodiac conducían a sucesivos culs-de-sac y el monstruo permanecía oculto, como diluido en la paranoia y el íntimo miedo de la sociedad. Esa no conclusión suponía una variación, tal vez una evolución, respecto a la conclusión de Seven, en la que el asesino se imponía, alcanzaba un retorcido triunfo que hacía prevalecer el mal. Y, después de ambas películas, The Girl… supone una variación en la que el crimen se resuelve al profundizar en el pasado. El mal proviene de un odio larvado a través de generaciones en cuyo origen volvemos, una vez más, al horror primigenio de nuestra sociedad contemporánea: a las cámaras de gas, a la esencia de los fascismos, a las bajas pasiones de Occidente. Que nadie crea que Fincher (Denver, 1962) se ocupa de un tema ajeno, de algo europeo, pues estamos ante la conciencia común del hombre blanco, el horror que reside en el corazón de nuestras tinieblas: The Girl…, una película que transcurre en Suecia y se basa en un texto superventas de Stieg Larsson, documenta entre líneas, como muchas otras películas estadounidenses de hoy en día, la mala conciencia subyacente en una sociedad que nunca ha expiado sus pecados y carga con los desmanes de Hiroshima, de Vietnam, de Irak y de Guantánamo. Además, esa profundización en las interioridades de una sociedad enferma engarza con el discurso de El club de la lucha y La red social, que se asoman a la podredumbre moral del capitalismo contemporáneo. Fincher nos lleva a la cuna de la Europa aria para hablarnos del origen de un mal común a todos nosotros[i].

Pero lo más importante de The Girl… es que Fincher vuelve a utilizar el cinematógrafo como una máquina del tiempo que nos permite conectar el presente con el pasado, indagar en las raíces de nuestro tiempo explorando las imágenes de nuestro pretérito: no en vano, la trama se resuelve gracias a una sucesión de fotografías añejas que parecen una expresión cinematográfica primitiva y que, como en Blow-Up o Tren de sombras, revelan un secreto. Quizás la más fascinante de sus películas sea Benjamin Button, una magna obra (basada, por cierto, en un relato de Scott Fitzgerald) sobre el flujo y reflujo del tiempo que subvierte los fundamentos de la narrativa cinematográfica para acabar dando pie a una rica reflexión sobre la naturaleza del tiempo en el cine, o sobre la relación del cine con el tiempo, o sobre la imagen-tiempo, o… Benjamin Button es una fuente inagotable.

Fincher subvierte en sus películas el flujo del tiempo y, en paralelo, las estructuras del cine convencional, o de género. No es casual que realice esos films-torbellino de larga duración, ritmo asfixiante y muchísimo diálogo en los que se pierde irremisiblemente la legibilidad y hasta la coherencia de la trama, para desesperación de cinéfilos convencionales. A Fincher no le interesa hacer thrillers al uso sino obras mucho más abstractas que parten de las formas del film policiaco para acabar desbordándolas. Así pasaba en Seven y Zodiac y así pasa en The Girl…[ii], que es un thriller sólo en apariencia, sólo en lo que respecta a los mimbres superficiales que provienen del material original de Larsson y del guion de Steven Zaillian: una trama enrevesada, unos personajes que no hacen más que conjugar lugares comunes, escenas mil veces recorridas por el género como la del villano que retrasa la ejecución del protagonista, explicando sus motivaciones y su método, para acabar siendo atrapado en el último instante… La película tiene necesariamente que ser así para luego ponerse en cuestión a sí misma, pues, tal y como aprendí a partir de The Game, no es en esas capas epidérmicas donde se encuentra la película, su sentido real, sino en la relación de las formas y el fondo oculto. The Girl… es más bien la negación del thriller, una película que asume que ya no tiene sentido una cierta praxis y que el cine está ya explorando nuevos terrenos donde se respira más libertad e incertidumbre. De ahí ese flujo incesante, esa inconclusión (¿cuántas veces termina The Girl… durante el último tramo de su metraje para, en definitiva, no concluir realmente?), esa concepción del cine como un devenir frenético  en el que lo único verdaderamente importante es preguntarse qué vamos a encontrarnos tras doblar la próxima esquina, en el próximo plano.

(Publicado en Sigue leyendo)

13-I-2012


[i] Me gustaría, en este sentido, subrayar las concomitancias entre la obra de Fincher y una película fundamental de nuesto tiempo, La question humaine (2007) de Nicolas Klotz, un film que recorre el camino terrorífico que lleva de la lógica capitalista de nuestra sociedad y nuestras relaciones laborales a la filosofía de la industrialización del exterminio que dio luz a las cámaras de gas de los años cuarenta. Otro viaje al pasado que es en realidad una exploración interior de nuestro proceso de “fascistización silenciosa”, por usar la expresión de Juan Ramón Capella.

[ii] The girl with the Dragon Tattoo dura dos horas y cuarenta minutos. No obstante, el número de enero de la revista Caimán. Cuadernos de cine recoge unas declaraciones de Fincher en las que afirma que “hubiera deseado realizar una versión de tres horas” y que, “de todo aquello que concebí en mi mente al leer el guion, finalmente ha alcanzado la pantalla aproximadamente un 70% del metraje final” (pág. 31). Si el material está rodado y es posible montarlo, ojalá veamos algún día esa versión aún más larga de la película.