La máquina del tiempo

A veces, al rememorar la carrera de un cineasta, uno recorre también su propia trayectoria como espectador. Recuerdo que cuando vi, aún muy joven, los primeros largometrajes de David Fincher, Alien 3 (1992) y Seven (1995), me molestaron varios de sus aspectos, sobre todo estéticos: el amaneramiento de la imagen, algunas maneras muy trilladas de filmar las cosas, el énfasis, la sucesión de lugares comunes… Me pareció, en fin, un cineasta poco fino. Pero en esa etapa de la vida se evoluciona muy rápido y, cuando vi The Game (1997), noté que se había operado un cambio en mi manera de entender el cine. La puesta en escena seguía pareciéndome tópica y enfática, pero me di cuenta de que algo recorría la “vida interior” de la película, la redimensionaba y le daba su verdadera carta de naturaleza, su auténtico valor. Así como uno aprende a leer entre líneas, yo había entendido que la aparente imperfección de las capas epidérmicas de una película puede ser irrelevante o, mejor aún, tener un sentido dentro de un mecanismo más complejo y profundo. Con el cuarto film de Fincher, El club de la lucha (1999), mi entendimiento de su cine era ya más maduro y el director había encontrado también su tono, su estilo y su discurso con esa película mordaz, poderosa, irresistible: me convertí en un devoto fincherista.

Después de El club de la lucha, Fincher ha conformado una sólida filmografía basada, entre otras cosas, en la exploración del germen del mal y de la figura del monstruo, un recorrido que completan La habitación del pánico (2002), Zodiac (2007), El curioso caso de Benjamin Button (2008), La red social (2010) y, ahora, The Girl with the Dragon Tattoo (2011), la película que nos ocupa.

De hecho, The Girl… puede verse casi como una continuación e incluso conclusión de Zodiac. El asesino en serie que nunca llegaba a ser encontrado en la película de 2007 podría identificarse con el de la película de 2011, que sí es descubierto. Fincher ha usado el cinematógrafo como mecanismo para ahondar en las raíces profundas del mal. Todas las indagaciones de policías y periodistas en Zodiac conducían a sucesivos culs-de-sac y el monstruo permanecía oculto, como diluido en la paranoia y el íntimo miedo de la sociedad. Esa no conclusión suponía una variación, tal vez una evolución, respecto a la conclusión de Seven, en la que el asesino se imponía, alcanzaba un retorcido triunfo que hacía prevalecer el mal. Y, después de ambas películas, The Girl… supone una variación en la que el crimen se resuelve al profundizar en el pasado. El mal proviene de un odio larvado a través de generaciones en cuyo origen volvemos, una vez más, al horror primigenio de nuestra sociedad contemporánea: a las cámaras de gas, a la esencia de los fascismos, a las bajas pasiones de Occidente. Que nadie crea que Fincher (Denver, 1962) se ocupa de un tema ajeno, de algo europeo, pues estamos ante la conciencia común del hombre blanco, el horror que reside en el corazón de nuestras tinieblas: The Girl…, una película que transcurre en Suecia y se basa en un texto superventas de Stieg Larsson, documenta entre líneas, como muchas otras películas estadounidenses de hoy en día, la mala conciencia subyacente en una sociedad que nunca ha expiado sus pecados y carga con los desmanes de Hiroshima, de Vietnam, de Irak y de Guantánamo. Además, esa profundización en las interioridades de una sociedad enferma engarza con el discurso de El club de la lucha y La red social, que se asoman a la podredumbre moral del capitalismo contemporáneo. Fincher nos lleva a la cuna de la Europa aria para hablarnos del origen de un mal común a todos nosotros[i].

Pero lo más importante de The Girl… es que Fincher vuelve a utilizar el cinematógrafo como una máquina del tiempo que nos permite conectar el presente con el pasado, indagar en las raíces de nuestro tiempo explorando las imágenes de nuestro pretérito: no en vano, la trama se resuelve gracias a una sucesión de fotografías añejas que parecen una expresión cinematográfica primitiva y que, como en Blow-Up o Tren de sombras, revelan un secreto. Quizás la más fascinante de sus películas sea Benjamin Button, una magna obra (basada, por cierto, en un relato de Scott Fitzgerald) sobre el flujo y reflujo del tiempo que subvierte los fundamentos de la narrativa cinematográfica para acabar dando pie a una rica reflexión sobre la naturaleza del tiempo en el cine, o sobre la relación del cine con el tiempo, o sobre la imagen-tiempo, o… Benjamin Button es una fuente inagotable.

Fincher subvierte en sus películas el flujo del tiempo y, en paralelo, las estructuras del cine convencional, o de género. No es casual que realice esos films-torbellino de larga duración, ritmo asfixiante y muchísimo diálogo en los que se pierde irremisiblemente la legibilidad y hasta la coherencia de la trama, para desesperación de cinéfilos convencionales. A Fincher no le interesa hacer thrillers al uso sino obras mucho más abstractas que parten de las formas del film policiaco para acabar desbordándolas. Así pasaba en Seven y Zodiac y así pasa en The Girl…[ii], que es un thriller sólo en apariencia, sólo en lo que respecta a los mimbres superficiales que provienen del material original de Larsson y del guion de Steven Zaillian: una trama enrevesada, unos personajes que no hacen más que conjugar lugares comunes, escenas mil veces recorridas por el género como la del villano que retrasa la ejecución del protagonista, explicando sus motivaciones y su método, para acabar siendo atrapado en el último instante… La película tiene necesariamente que ser así para luego ponerse en cuestión a sí misma, pues, tal y como aprendí a partir de The Game, no es en esas capas epidérmicas donde se encuentra la película, su sentido real, sino en la relación de las formas y el fondo oculto. The Girl… es más bien la negación del thriller, una película que asume que ya no tiene sentido una cierta praxis y que el cine está ya explorando nuevos terrenos donde se respira más libertad e incertidumbre. De ahí ese flujo incesante, esa inconclusión (¿cuántas veces termina The Girl… durante el último tramo de su metraje para, en definitiva, no concluir realmente?), esa concepción del cine como un devenir frenético  en el que lo único verdaderamente importante es preguntarse qué vamos a encontrarnos tras doblar la próxima esquina, en el próximo plano.

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[i] Me gustaría, en este sentido, subrayar las concomitancias entre la obra de Fincher y una película fundamental de nuesto tiempo, La question humaine (2007) de Nicolas Klotz, un film que recorre el camino terrorífico que lleva de la lógica capitalista de nuestra sociedad y nuestras relaciones laborales a la filosofía de la industrialización del exterminio que dio luz a las cámaras de gas de los años cuarenta. Otro viaje al pasado que es en realidad una exploración interior de nuestro proceso de “fascistización silenciosa”, por usar la expresión de Juan Ramón Capella.

[ii] The girl with the Dragon Tattoo dura dos horas y cuarenta minutos. No obstante, el número de enero de la revista Caimán. Cuadernos de cine recoge unas declaraciones de Fincher en las que afirma que “hubiera deseado realizar una versión de tres horas” y que, “de todo aquello que concebí en mi mente al leer el guion, finalmente ha alcanzado la pantalla aproximadamente un 70% del metraje final” (pág. 31). Si el material está rodado y es posible montarlo, ojalá veamos algún día esa versión aún más larga de la película.