Una selecta minoría

No abundan los melómanos. La mayoría de la gente carece de oído musical y escucha un tipo de canción ligera y accesible; incluso alguien como quien firma estas líneas, aficionado a géneros originariamente populares como el jazz y la bossa nova, se ve relegado a lo minoritario, a un club que se ha convertido en selecto no por voluntad de sus miembros sino por poco transitado. Y no es cierto que nadie lea nada hoy en día pero los hábitos lectores actuales nos invitan a pensar que el gusto por el canon literario es infrecuente y que, concretamente, hay muy pocos lectores de poesía, una minoría dentro de la minoría. El caso del arte es más sangrante porque hay algunos museos permanentemente atestados de visitantes pero la curiosidad por la pintura o la escultura de la mayoría de ellos no va mucho más allá de fotografiarse junto a cuatro obras celebérrimas mientras permanecen semidesiertos largos pasillos del Louvre o museos enteros que simplemente no figuran entre las principales atracciones turísticas de los destinos más tópicos.

Y pronto, muy pronto, ver una película de cabo a rabo será casi una extravagancia. Uno se pregunta si ha nacido ya la primera generación que será por completo ajena a la idea de largometraje. No creo, nunca he creído en la muerte del cine, mil veces anunciada y jamás consumada; mutan las imágenes y mutan los espectadores, y estoy seguro de que surgirán formas expresivas apasionantes de ese humus audiovisual que se está formando ante nuestros ojos, algo nacido de la cultura multipantalla y la estética fragmentaria que caracterizan a los hábitos de nuestro tiempo. Formas que serán continuadoras a su manera del sentido y la sensibilidad que laten detrás de las imágenes cinematográficas, de valores que van de la fascinación por el mero acto de mirar a la dimensión moral de elegir lo que se muestra y cómo se muestra. Creo en esa continuidad de la misma manera que constato cómo las imágenes están saliendo al encuentro de algún nuevo tipo de libertad igual que las bailarinas rebeldes de Ema (Pablo Larraín), que se desentienden explícitamente de lo artístico -y, de hecho, de la noción de puesta en escena- y liberan sus cuerpos a través de algo tan inesperado, tan callejero y tan poco cultural como es el reguetón.

La pregunta es: ¿qué quedará de la cultura cinematográfica? No se trata sólo de que ver cine en una sala de exhibición se convierta en un acto de romanticismo o de que los festivales de cine acaben transformándose en algo muy diferente de lo que son ahora; la cuestión es qué interés quedará, dentro de unos años, por conocer un vasto patrimonio cultural acumulado desde finales del siglo XIX. El arte de Murnau y Renoir latirá de alguna manera, decíamos, detrás de las nuevas formas; pero ver películas como Sunrise o La Règle du jeu será tal vez algo tan desusado como leer a Leopardi. Y estar familiarizado con lo que podemos llamar el canon cinematográfico será tan poco común como ser un melómano conocedor de la música europea. El lector aducirá quizás que ciertos títulos, como los antes citados, siempre han sido minoritarios; pero el cine ha sido y es todavía algo realmente popular y puede que, en el futuro, ni siquiera los blockbusters resistan a ese desapego por la unidad del relato.

Así las cosas, igual que hay quien identifica sin problemas el Gernika picassiano o los girasoles de Vincent Van Gogh pero ignora cordialmente el resto del acervo pictórico universal, igual que muchos respetan de manera abstracta los nombres de Cervantes o Shakespeare pero difícilmente abordarían sus textos por curiosidad o por placer, es probable que, dentro algunas décadas, mucha gente sepa que hubo un cine primitivo en el que se asesinaba a una joven en una ducha o se cantaba una canción famosa en un café de Casablanca pero no se tome jamás la molestia de acercarse a todo ese patrimonio, considerado como algo distante y elitista. A los cinéfilos de hoy nos puede entristecer esa idea pero hacernos apocalípticos tiene tan poco sentido como ser completos integrados. Más bien habrá que estar atentos a esa transmisión de los valores de la imagen cinematográfica -el humanismo que implica la estética del cine, su capacidad de enseñarnos de nuevo a mirar el mundo, incluso una cierta noción del compromiso- en la cultura audiovisual de nuevo tipo. Tendremos que cultivar y difundir el gusto por la cultura cinematográfica, por supuesto, pero también comprender lo nuevo, extraer lecciones, celebrar los logros y prescindir del ruido; desde la crítica, desde el análisis, desde la programación de filmotecas y festivales, desde la mera condición de espectador. Seremos quizás una selecta minoría, como los lectores de poesía, pero tendremos -tenemos ya- que hacernos oír en un mundo erigido sobre un torrente de imágenes cargadas de verdad y cargadas de mentiras.

 

 

El paraíso perdido

Una frase tópica cuyo origen desconozco dice que debemos al cine sonoro la invención del silencio. La idea es cierta y muy bella, pero tal vez pueda ser puesta en cuestión. La frontera entre el cine mudo y el sonoro es más relativa de lo que parece a primera vista. En el cine sonoro, sobre todo en un género que representa su quintaesencia como el musical, es importantísimo un elemento expresivo tan aparentemente propio del mudo como es el movimiento, la harmonía de los cuerpos bailando sobre el lienzo de la pantalla. A la vez, me llama la atención la poderosa presencia de la palabra en el cine mudo: cuando vemos a Lillian Gish o Emil Jannings moviendo la boca en una imagen técnicamente silente, fabulamos en nuestro fuero interno con el tono de sus voces y con frases pronunciadas que no recogen los intertítulos, siempre tan escuetos. Y, así como oímos sus voces, percibimos también sus silencios.

Tabu, el último largometraje del portugués Miguel Gomes, se sitúa en la frontera entre el cine mudo y el sonoro. O también podría decirse que es un viaje de regreso del sonoro al mudo. O, si no al mudo, a una cierta belleza, a una cualidad primitiva del cine que se identifica como algo remoto y ya extraviado. No en vano, la película está dividida en dos partes, tituladas “Paraíso perdido” y “Paraíso”. La primera, áspera y lacónica, transcurre en la Lisboa de la actualidad. La segunda, radiante y voluptuosa, nos traslada a un ambiente colonial africano en un tiempo pasado evocado por los personajes de la primera mitad. Toda esa segunda mitad se nos muestra sin diálogos y con sólo algunos detalles de sonido ambiente, mientras que una voz en off narra la historia supliendo no sólo los intertítulos, sino el flujo interno del film, aquello que tal vez oiríamos en nuestra conciencia si viéramos realmente una película muda.

Aurora, una mujer octogenaria con problemas de ludopatía que malvive junto a su criada caboverdiana Santa, pide a su vecina y amiga Pilar, ya en el lecho de muerte, que contacte con un tal Gian-Luca Ventura, otro anciano instalado en una residencia lisboeta. Tras las exequias de Aurora, Gian-Luca relata a Pilar y a Santa el pasado que les unió, una historia de amor clandestino en una hacienda mozambiqueña a los pies del monte Tabú. Después de un frustrado intento de huída, Aurora había vuelto con su marido y perdido el contacto con Gian-Luca, y ambos habían quedado sumidos para siempre en una lenta decadencia hasta nuestros días.

Pero la película tiene una pieza más, un breve prólogo que nos relata la leyenda de un explorador en África que, hechizado por el amor a su difunta esposa (“no lograrás huir de tu corazón”, le dice su fantasma), se deja devorar por un cocodrilo que, en adelante, según los lugareños, aparecerá junto al espectro de la amada. Luego, durante la segunda parte del film, la figura del cocodrilo reaparecerá como por casualidad, como un elemento marginal en la historia. No lo es en absoluto: la presencia de esa bestia salvaje en el relato de los amores de Aurora y Gian-Luca conecta la narración con el elemento legendario, con algo inefable que recorre toda la película y todo el cine contemporáneo. El reptil pone cuerpo a esa cualidad abstracta, a esa pasión latente en el cine desde sus inicios que Gomes convoca en su película como si fuera un espíritu[i].

De hecho, nada es ocioso en la hechura de Tabu: ni el hecho de arrancar con una leyenda que luego “contamina” la historia que se nos cuenta; ni el miltoniano título de la primera parte del film; ni la transición del prólogo al cuerpo del relato, a través de un plano que sugiere que Pilar puede estar viendo la historia del explorador en una sala de cine; ni la doble alusión al maestro del cine mudo Friedrich W. Murnau (el propio título de la película y el nombre de Aurora, título portugués de Sunrise); ni otras alusiones a Isak Dinesen o a Las mil y una noches; ni el desamparo, el desamor y la desconexión entre generaciones que caracteriza a los personajes de la Lisboa actual; ni la melancólica voz en off de la segunda parte, que no nos sitúa en una película muda sino en el relato de una película muda, en la sentida evocación de un paraíso tropical perdido y de la belleza arcádica del cine en sus primeras décadas.

Por supuesto, tampoco es casual esa división en dos mitades que avanzan hacia atrás, del presente prosaico al pasado mítico, una estructura que emparenta directamente Tabu con el cine de Apichatpong Weerasethakul. Las películas del realizador tailandés tienden siempre a provocar una cesura que divide el relato en dos, pero es sobre todo en Tropical Malady y Uncle Boonmee recuerda sus vidas pasadas donde vemos ese movimiento de la “realidad” presente a la leyenda fantástica, de lo prosaico a lo salvaje. Hablar de influencia sería una temeridad, pero podemos al menos dar noticia de la absoluta centralidad de Weerasethakul en el cine actual, un cine que recuerda inevitablemente sus vidas pasadas, que no logrará huir nunca de su propio corazón.


[i] No es Gomes el único cineasta de nuestro tiempo que explora esa cierta pureza primitiva del cine realizando películas que dialogan con el periodo silente. Ahí están los ejemplos de Tren de sombras, de José Luis Guerín, o Juha, de Aki Kaurismäki, entre otros.

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31-I-2013