La música del azar

Y la filmografía de Woody Allen concluye, según sus propias declaraciones y a falta de confirmación, en París. Coup de chance, su quincuagésimo largometraje, cierra también una última etapa de su obra -digamos que abarca, más o menos, el decenio que va de Magic in the Moonlight (2014) hasta la que nos ocupa- caracterizada por un cierto aire retrospectivo y por la radicalización de una faceta que ha caracterizado a su cine desde los inicios. Expliquémonos.

Leí en alguna entrevista que Allen se jactaba de despreocuparse acerca del encuadre y, aunque estoy convencido de que se trataba de una hipérbole, hay que reconocer que el estilo visual de su cine ha ido variando notablemente a lo largo del tiempo, como si de veras dejara en manos de sus directores de fotografía todas las decisiones sobre la posición y el movimiento de la cámara. Ese presunto desaliño formal ha estado muy presente en toda la etapa postrera de su recorrido y concretamente, en Coup de chance, nos sorprende ver travellings filmados mediante steadicam o un vistoso fundido encadenado, recursos que uno no recuerda haber encontrado antes en sus películas, o muy raramente en cualquier caso.

El último Allen ha perdido seguramente cualquier apego a la idea de perfección formal -o un cierto tipo de perfección formal- y ha preferido potenciar otros valores en su cine. Coup de chance, por ejemplo, puede parecer por momentos algo impersonal en cuanto a la planificación pero está dotada de un ritmo impecable y es todo un ejemplo de cómo una narración de corte clásico puede evolucionar con naturalidad y fluidez, sin encontrarse con esos problemas que tienen tantos filmes americanos a medida que avanzan hacia su resolución. A Allen no le preocupa el tono de una secuencia o de un plano aislado sino la justeza del relato, su cadencia, su gancho.

Lo importante para el realizador neoyorquino es transmitirnos una cierta filosofía que se desprende de su film, y ahí es donde entra esa faceta retrospectiva a la que nos referíamos más arriba. Porque Coup de chance es una película sembrada de tipos y situaciones que conocemos muy bien, ya sea por nuestro bagaje cinéfilo y cultural en general o por nuestra familiaridad con su cine en particular. Estamos ante un triángulo amoroso perfectamente tópico: el marido atildado, pijo y repelente encarnado por un Melvil Poupaud repeinado que parece dibujado por Hergé; el amante bohemio, escritor sensible y joven entusiástico que interpreta Niels Schneider, otro de los actores de moda en el cine francés de hoy; y la esposa infiel, Lou de Laâge, que se debate entre la lealtad a un hombre que le aburre y la aventura con un joven que materializa sus ensoñaciones a lo Madame Bovary.

Como se ve, la temática de fondo es la de todo el cine de Allen: la insatisfacción crónica y la búsqueda absurda de la felicidad, la ensoñación romántica que hace volar nuestra imaginación y nos impele a huir del tedio cotidiano. Lo curioso es que Allen, que dista mucho de ser un cineasta feminista, intercala en su filmografía personajes protagonistas masculinos y femeninos que resultan veraces y conmovedores por igual porque sí es un finísimo humanista, un gran conocedor de los avatares y miserias de nuestra raza en cuyas películas sentimos cerquita el aliento del patrimonio más noble de la literatura universal y de la historia del cine. Si Fanny, la protagonista, nos recuerda como decíamos al modelo fijado por la heroína de Flaubert, su marido Jean nos llama la atención por la precisión con la que recrea la figura del marido infantilizado, caprichoso y enrabietado, quizás todo un tipo ridículo y pernicioso de masculinidad.

Jean es un gran aficionado a los trenes eléctrico que disfruta observando el sofisticado circuito que se ha montado en su casa, un mecanismo que le satisface especialmente porque no escapa a su control. En paralelo, rechaza el concepto de azar en la vida y pretende crear su propia suerte a base de intervenciones radicales. Pero el azar opera ajeno a sus maquinaciones y, de la misma manera que propicia la aventura entre su esposa y el joven Alain, se rebela contra sus intentos torticeros por ejercer de demiurgo. El arcano y las casualidades son los mecanismos que agitan nuestra existencia, propiciando cambios de rumbo, instantes de fortuna o adversidad; y son también los mecanismos de la ficción, lo que hace que los relatos avancen y nos resulten atrayentes o veraces. El cine se parece a la vida porque nos habla a través de cuentos, mitos, fábulas en las que la imaginación no oblitera la aventura humana sino que, por el contrario, la realza bajo una nueva luz.

Es significativo que en la filmografía de Allen se repita una y otra vez una situación que vemos un par de veces en Coup de chance: la tertulia entre amigos alrededor de una mesa, un ambiente cálido y propicio para contar historias, referir anécdotas o filosofar sin más. Creo que ése es el tono o el espíritu que ha querido tener el cine de Allen, esa mezcla de informalidad y profundidad que sus últimos filmes, y Coup de chance en particular, han acentuado.

Allen nos ha paseado principalmente por las calles de Nueva York, una de las capitales sentimentales del cine, pero su espíritu universalista le ha llevado finalmente a la otra gran capital del cinematógrafo, que no es otra que París, oscilando simbólicamente entre las dos orillas de la columna central de nuestra(s) historia(s), el cine americano y el europeo. De igual manera, un cineasta tan apegado al texto, alguien que ha nutrido su obra de reminiscencias literarias y de diálogos ingentes, concluye su filmografía con un bello gesto, el plano de una mujer leyendo un manuscrito mientras la imagen se va fundiendo a negro. Uno preferiría que Allen realizara nuevas películas, que llegue a haber un 51º largometraje o más; pero, si todo acaba efectivamente aquí, está bien como está.

‘Francisca’ – La vana gloria de amar

Para los que empezamos por el final, familiarizándonos con el cine de Manoel de Oliveira partiendo de las últimas y prolíficas décadas de su filmografía, nos sorprenderá la movilidad de la cámara en Francisca (1981), largometraje que llega tardíamente y remasterizado a nuestras pantallas (el público español se había podido ya acercar al film a través de una austera edición en DVD de 2005). Es decir, no es que se trate de una sinuosa cámara flotante a la manera de Andrzej Zulawski, ni mucho menos; pero la relativa profusión de travellings, zooms y panorámicas en Francisca, por muy suaves que sean, contrasta con la extrema austeridad de los largometrajes de Oliveira desde los años noventa en adelante, algunos de los cuales llegan a tener sólo uno o dos movimientos de cámara o incluso, si la memoria no me falla, ninguno. SIGUE LEYENDO EN http://cinentransit.com/francisca/

Con una eme

Si tuviéramos que describir del cine musical, definir el significado de los números musicales, ¿diríamos que son un movimiento de lo concreto hacia lo abstracto o viceversa? Seguramente son las dos cosas a la vez, y así parece entenderlo implícitamente Pablo Larraín, que ha realizado, con su último largometraje, algo cercano al primer musical reguetón de la historia del cine. En Ema, el reguetón actúa como una forma de liberación para la pequeña troupe de bailarinas que se escinde de una compañía de danza tan creativa como reglada, tan perfecta como dirigida, y sale a la calle a bailar espontáneamente con otros chavales. La compañía, la dirige un coreógrafo en plena crisis matrimonial con la cabecilla de la escisión, heroína epónima de la película (es, por cierto, la tercera vez consecutiva que este blog trata sobre películas nominadas con el nombre de su protagonista; otro día, tendremos que ocuparnos del caso). Y la crisis viene provocada por la devolución del hijo que habían adoptado después de constatar su incapacidad para gestionar la relación con un niño pirómano que, en un episodio que nos es referido sólo verbalmente, por poco incinera a la hermana de la protagonista.

El grupo reglado de danza baila en círculo, remedando una suerte de ritual; el grupo espontáneo de reguetón también baila en círculo pero, aparentemente, con más desorden, con más libertad. Por instantes, el círculo parece simbolizar la vida interior de nuestra pareja protagonista, incapaces de sobreponerse a la pérdida del hijo y enfrentados el uno con el otro. También por instantes, parece que Ema va a ser una nueva y nada desdeñable revisión del relato de una ruptura amorosa, la filmación de un hombre y una mujer en constante disputa a la manera de Cassavetes o Bergman. Pero el film no se queda ahí sino que crece, no para de crecer a medida que avanza. Y el círculo se rompe, las chicas bailan a lo largo y ancho de las sinuosas calles de Valparaíso, significativo escenario de todo el metraje. Bailan por las serpenteantes pendientes y por el puerto de la ciudad chilena en un aparte que, de hecho, es más un videoclip que un número musical. Y, de la misma manera que desencadenan el movimiento de sus cuerpos, liberan también su sexualidad, y Ema se convierte también en la descripción de la disolución del círculo convencional de las relaciones sentimentales: cae la pareja, cae la familia y cae sobre todo la ridícula masculinidad, el papel patético de disimulación de la fragilidad y representación de lo viril del hombre convencional. Ema es una evolución constante en la que aprendemos con los personajes a danzar en libertad, a follar en libertad y a ver cine en libertad.

Gastón, el coreógrafo, reprende a sus bailarinas rebeldes por pasarse al reguetón por todo lo que representa ese género tan menor, tan alienante y tan sembrado de letras machistas. Les dice que, con él, trabajaron su capacidad crítica, una forma constructiva de crear movimientos opuesta a lo que están haciendo en la calle. Ellas replican que el reguetón, a pesar de todo, les hace sentir una libertad diferente y les excita de manera singular. El cine de Larraín transmite cada vez más una visión sumamente fina del hecho cinematográfico que, en cierto sentido, queda reflejado en esa discusión. La demolición de los pilares de la cultura -hágase bailando reguetón o aplicando caprichosamente un lanzallamas al mobiliario urbano, la otra afición de nuestras chicas- es observada como una fuerza destructora y creativa a la vez. Larraín adopta la misma actitud respecto a la narración y la estética cinematográficas, también respecto a la idea de cine de autor: las incinera y crea algo diferente a partir de sus cenizas, algo que no es exactamente una enmienda a la totalidad sino una nueva forma. Destruir y crear en un mismo gesto.

Desconozco si el cineasta ha pensado en Flaubert pero no puedo pasar por alto el hecho de que su heroína se llame Ema, con una sola eme, como si fuera una variación y a la vez una oposición a la figura de Emma Bovary, también un modelo poco convencional y edificante de maternidad. De las ensoñaciones románticas de la criatura flaubertiana pasamos en Ema, el film, a la conquista del amor libre y, sobre todo, multiforme: la Ema de Larraín no para de dar vueltas -cambia de trabajo, simultanea amantes, baila, discute, se muda- hasta conquistar una nueva forma de amor filial, una nueva forma de amor carnal y una nueva forma de amor conyugal, todas ellas rompedoras y abiertas. Junto a ella, Larraín sigue su propio recorrido en la película, que discurre libre de secuenciación, con un tipo de escritura que empieza a sernos familiar (Neruda y Jackie tenían, grosso modo, la misma cadencia). Su cine es un mecanismo inquieto que se va descubriendo a sí mismo sobre la marcha y nos invita a acompañarle en su indagación. Por eso, Ema es un film que nos llama también a aprender a mirar el cine del siglo XXI, a enmendar lo que sabíamos hasta ahora sobre la crítica y ponernos a bailar con la misma osadía que la protagonista y sus amigas. El reguetón es un espanto pero hay que soltarse, acercarse a los jóvenes y aprender de ellos, porque el mundo está mutando ante nuestros ojos y no podemos abordar las imágenes como si las ondas de la modernidad se hubieran detenido o, de alguna manera, nos pertenecieran. De entrada, habría que abandonar de una vez por todas el instinto atávico de mover el pulgar hacia arriba o hacia abajo y dejarnos llevar por formas que no responden a la noción de belleza; aunque Ema acaba siendo, precisamente a su manera, una película muy bella para este cronista. Porque la cuestión es que Larraín se está convirtiendo en una voz muy relevante y su última película, sea o no sea buena, es sin duda importante.