Realismo y fantasía

Una figura se repite en numerosos títulos del cine de autor europeo y americano: la de un tipo solitario que camina, que yerra de aquí para allá hasta que, en algún momento, nos es revelado su propósito o acaso él encuentra uno que da sentido a sus movimientos. Hay multitud de ejemplos pero, por algún extraño motivo, me viene a la cabeza el Rüdiger Vogler de Alice in den Städten (Wim Wenders) al ver al patético crooner de octava categoría que protagoniza Rimini, largometraje que forma un díptico junto con Sparta (esperamos ahora, por cierto, un nuevo título que conformará una curiosa trilogía: Böse Spiele – Rimini Sparta se anuncia como un largometraje que combinará pasajes de las dos películas). Richie Bravo interpreta sus propios temas, insuperablemente empalagosos y horteras, frente a un público otoñal y desaborido en deprimentes recintos vacacionales de la localidad epónima, donde consume sus exiguos ingresos pimplando inmoderadamente y ejerce de galán casposo o gigoló low cost, según la ocasión.

Su depresivo día a día debería recordarnos más bien al stand-up comedian de Entertainment -que también tiene serios problemas para relacionarse con su hija- y a la desolación material y emocional que le rodea, esos espacios decadentes y esos ambientes hoscos que vemos también en The Mountain, la siguiente película de Rick Alverson. Cuando escribí sobre ella, destaqué que el cine de Alverson parece nutrirse de esa expresividad de los espacios tan característica del cine moderno italiano, desde el neorrealismo hasta los burgueses pesarosos de Antonioni y Bellocchio. Y Seidl sitúa el film que nos ocupa precisamente en Rimini, un lugar altamente significativo para el cine italiano por ser el terruño de Federico Fellini y el escenario, real o reconstruido según el caso, de películas como I vitelloni o Amarcord.

Rimini, pues, está protagonizado por un ser errabundo a lo Wenders, Jarmusch o Lisandro Alonso, y además recorre los espacios derrelictos del cine moderno de las décadas centrales del siglo XX, esa Europa que recorría Rüdiger Vogler en Alice in den Stadten, en la que ya habían sanado aparentemente las heridas de la Segunda Guerra Mundial y faltaba mucho para el euro, para las crisis y las troikas de nuestro siglo y para el auge progresivo de la extrema derecha antinmigración. Como si Seidl se situara expresamente en un tiempo de después: después de la primavera del estado del bienestar y después del cine, en los paisajes que ha dejado su aparente defunción y que están poblados por enigmáticas criaturas que yacen aquí y allá, en los márgenes del plano. Son los desheredados del sueño europeo; o tal vez esos seres inmortales que, en el cuento de Borges, mataban los siglos inmóviles como estatuas; o los personajes inquietantes de los Mistérios de Lisboa de Raúl Ruiz que se asomaban a la escena a través de los marcos de las puertas y ventanas.

En principio, pocos cineastas pueden ser más diferentes de Fellini que alguien como Seidl. Pero esos seres yacentes de Rimini introducen un curioso elemento irreal en el film, un toque fantasioso que nos sorprende en una película del realizador austríaco y que le acerca inesperadamente a la exuberancia imaginativa de las imágenes fellinianas. Son una pincelada de vida espectral en mitad de un paisaje postapocalíptico, lo cual responde en cierto sentido a la filosofía del cine de Seidl: en mitad de la mediocridad, la mezquindad y la indigencia intelectual, sus criaturas salvaguardan una milagrosa humanidad a pesar de todo, inspiran compasión por ser al fin y al cabo los portadores de nuestros pecados y debilidades, la imagen monstruosa de todos nosotros, de esta nuestra Europa de hoy. Insistamos en la idea de lo monstruoso: en el cine de Seidl, el realismo es un fenómeno mucho más complejo de lo que parece, algo paradójicamente cercano a lo irreal, a los rostros grotescos y los cuerpos mal formados de Fellini.

Hay mucho, muchísimo cine europeo con vocación social o realista que, salvo honrosas excepciones, no da más que pobres resultados, películas rutinarias y a veces abiertamente tediosas. Frente a eso, Seidl parece haber encontrado una voz propia harto singular pero a la vez enraizada en un determinado acento del cine de autor de las décadas del milagro económico europeo y posterior. ¿No es ese lugar, entre lo bello y lo grotesco, el mismo en el que nos encontramos en muchas películas de Fassbinder? ¿No hay también algo de eso en las imágenes de Albert Serra? Precisamente, en la instalación Els tres porquets, que se ha podido ver recientemente en Barcelona, Serra reúne a las figuras de Goethe, Fassbinder y Adolf Hitler. Porque, en esta vieja y malhadada Europa, la monstruosidad del fascismo subyace calladamente detrás de todo, también detrás de las imágenes. Y no es casual que, cuando los protagonistas de Rimini y Sparta visitan a su padre, ingresado en una deprimente residencia en algún lugar de Austria, el recuerdo del Tercer Reich resuene al oír las canciones marciales que canta el hombre anciano, paradójicamente lúcido en medio de su demencia.