Nos habitan multitudes

Es fácil imaginar a Raoul Walsh afirmando: “No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo”. Parece la expresión de un curtido artesano como él, el maestro insigne del Hollywood clásico, un tipo que filmó numerosos westerns y cuyo estilo se caracteriza por eso que llamamos una puesta en escena transparente, un trucaje en el que la forma de explicarnos las cosas parece natural, evidente, la mejor de las posibles. Y, por lo que intuimos de la personalidad de Walsh, esas palabras revisten una pátina de autenticidad, nos resultan altamente idiosincráticas. Pero, cuando nos enfrascamos en la búsqueda de la verdad o algo parecido, la cita nos resulta de repente problemática por partida doble.

Porque dos partes tiene precisamente No existen treinta y seis maneras de mostrar cómo un hombre se sube a un caballo, ensayo cinematográfico de Nicolás Zukerfeld (en realidad, son tres capítulos, pero su forma nos invita a hablar de dos mitades; volveremos sobre el particular más adelante). En la primera, vemos un montaje en el que se encadenan numerosos fragmentos de películas de Walsh en los que multitud de personajes montan a caballo y cabalgan briosamente. Así, se hace obvio ante nuestros ojos que, a la vez, hay y no hay muchas maneras de filmar lo mismo; que siempre hay un método similar pero también infinitos matices; que no hay, en el fondo, dos cabalgaduras iguales, y quizás sea esa una pista crucial que pone en crisis la idea del cine clásico como el arte de la forma idónea, natural.

La cuestión se hace más evidente a medida que el film se radicaliza y se desvía del motivo inicial para mostrarnos muchas otras consonancias entre decenas de pasajes del cine de Walsh que muestran otras cosas: vemos cómo sus personajes ayudan a una dama a subirse a un carruaje, cómo entran y salen de la estancia atravesando una puerta, cómo hacen frente a tormentas y torrentes de agua, cómo preguntan por un personaje convaleciente… Siempre es Walsh, siempre se puede hablar de un estilo reconocible, pero no hay dos tomas idénticas. El film de Zukerberg parece aquí una celebración de la puesta en escena como un acervo inagotable o, si se prefiere, una celebración del estilo como prueba palpable de la diversidad de las formas del cine. Walsh, parece sugerirnos, dentro de los parámetros de su oficio, es ya inagotable como el cine mismo.

Pero hay algo más: a través de esas infinitas variaciones, que nos llevan de un motivo a otro, se va construyendo una suerte de ficción abstracta, una casi historia que surge espontáneamente del roce entre esos motivos cinematográficos con los que estamos tan familiarizados los espectadores. Así las cosas, uno empieza a pensar que quizás el cine es posible porque existe en nuestra mente esa familiaridad con los motivos, así como la posibilidad de su encadenamiento; es decir, el cine existe porque lo hace posible nuestra memoria cinéfila, nuestra experiencia continuada ante las imágenes.

Pero ésa es sólo, como decíamos, una parte del film de Zukerfeld. Si durante toda esa primera mitad parecemos revivir la experiencia de The Green Fog, el film de Guy Maddin, Evan Johnson y Galen Johnson, en la segunda parte asistimos a una suerte de thriller sin imágenes en movimiento tipo La Jetée de Chris Marker, una investigación de la que nos informará la voz en off del cineasta, ávida de conocimiento e incansable como la del narrador del cuarto episodio de La flor de Mariano Llinás. El móvil es sencillo: averiguar de dónde proviene la frase de Walsh sobre las inexistentes 36 maneras de filmar lo mismo, y establecer sus palabras exactas.

El cineasta consulta numerosas fuentes documentales y contacta con amigos y conocidos a ambos lados del Atlántico en una indagación obsesiva que continuamente facilita nuevas pistas pero nunca da con el quid de la cuestión, como en un cuento de Borges o, por circunscribirnos al cine, como los obsesivos investigadores de Zodiac (David Fincher). El verdadero hallazgo de Zukerfeld no es el origen de la frase sino su recorrido, su construcción y reconstrucción a lo largo de múltiples citaciones inexactas. La cifra 36 parece provenir de una expresión popular de la lengua francesa, los caballos también parecen haber sido añadidos por el camino… Como si, cada vez que ha sido reproducida la frase, el citador haya aportado algo de cosecha propia, vertiendo probablemente algo de su sentido y sensibilidad.

Así pues, nos damos cuenta de que no sólo la puesta en escena es infinita: la forma del cine es inagotable también porque sus variaciones son incontables en nuestra memoria. El cine, de hecho, es tal vez esa memoria, lo que habita en nuestro fuero interno tras la experiencia de haber recorrido miles de imágenes, y tras haberlas deformado en nuestro recuerdo. La memoria es creativa: hay 36 maneras de citar las palabras de Walsh y hay 36.000 maneras de afrontar el cine. El espectador ejerce un poder creador mucho más fuerte de lo que pensamos cuando otorgamos la función autoral al cineasta o a quien sea que esté detrás de la materialización de un film; y también lo ejerce el crítico a través de su discurso, que pretende tener algo de científico pero es inevitablemente inventivo, subjetivo, literario. Como el traductor que deviene en escritor en el cuento de Rodolfo Walsh que cita Zukerfeld hacia el final, poco antes del brevísimo tercer capítulo del film; episodio que, de llevar un título, podría ser “Print the legend”.

Quizás debamos confiar en el poder creativo de la imprecisión, en lo que de sentido y sensibilidad hay en nuestra manera de deformar la memoria. “Me contradigo, ¿y qué? Me habitan multitudes”, dice una famosa frase de Walt Whitman en su Canto a mí mismo que hace unos días recordaba mi hermano Alejandro citando, a su vez, a otra persona (y que yo cito ahora, con toda la intención, de memoria). Hablábamos al principio de lanzarnos a la búsqueda de la verdad; creo en ello, hay que emprender ese viaje, pero asumiendo que la verdad no es algo unívoco o estático que nos aguarda al final sino más bien una conquista que hacemos por el camino, en el propio hecho de indagarla. Por eso también el cine es intrínsecamente inabarcable y contradice con tesón la idea recurrente e insidiosa de su muerte.