I love to Løve

Para mis compañeros de la expedición a Fårö covidmente frustrada

En el cine de Mia Hansen-Løve, el paisaje no cumple una simple función de decorado o escenario sino que es un, digamos, agente significativo activo, algo particularmente vivo. Y esa faceta de su obra se ha radicalizado en sus dos últimos largometrajes, que relatan sendos viajes: Maya, que nos lleva a la India de Renoir y Rossellini, y Bergman Island, que nos anuncia desde su mismo título un recorrido por Fårö, la isla del Mar Báltico en la que el director sueco rodó algunos de sus mejores filmes y vivió los últimos años de su vida. Y viajar a Fårö equivale, en la película, a viajar al cine de Ingmar Bergman e incluso al cine en sí. No hay que romperse la cabeza para darse cuenta: Chris y Tony, los cineastas que conforman la pareja protagonista, se instalan en la misma casa en la que fue filmada Scener ur ett äktenskap y viven ellos mismos una crisis matrimonial de baja intensidad pero honda significación, señal evidente del desgaste que sufre su relación. El cine de Bergman parece así rimar con la vida real de los protagonistas, que a su vez guarda concomitancias con nuestra realidad, la de los espectadores y la de la cineasta. La vida contiene el cine que contiene la vida que contiene el cine.

Quizás la secuencia más ilustrativa del film es aquélla en la que el matrimonio se separa durante unas horas para visitar los parajes bergmanianos de la isla de dos maneras totalmente opuestas. Tony sigue el llamado Bergman Safari, una visita guiada en la que una experta local va mostrando al grupo de turistas los escenarios de Såsom i en spegel o Persona. Grupo, además, compuesto de expertos resabiados -entre ellos, por cierto, Jordi Costa- que van hablando de la obra del realizador durante la expedición, sin duda con criterio pero también con un prurito analítico que Hansen-Løve observa con ironía. Chris, por el contrario, traba amistad con un joven local y se escapa con él a pasar un día de placer por la isla: se bañan en el mar, beben sidra, echan unas risas, visitan la tumba de Bergman y, en fin, recorren las localizaciones de sus películas disfrutando de la naturaleza. Es decir, se funden con el paisaje y se convierten en cuerpos que recorren la isla como en una inversión de las apariciones fantasmales, esto es, como si los espectros no fueran seres translúcidos que recorren espacios reales sino al revés, los espacios bergmanianos recorridos por seres vivos.

En definitiva, Chris descubre más y mejor la isla de Bergman entregándose a la vida, sin una ruta establecida. Una actitud que parece hablarnos de la filosofía del cine de Hansen-Løve, que busca una cierta espontaneidad, que trata de emanar de la propia vida de manera natural. Y la comunicación entre vida y cine se hace más evidente aún cuando Bergman Island genera su propia ficción interna: en mitad de la película, Chris relata a su marido el guion que viene escribiendo y que se materializa ante nosotros en forma de film dentro del film. La historia relatada por Chris acaba ocupando más o menos la mitad del metraje, a la manera del flashback de Tabu o de uno de los laberintos narrativos de Resnais o Weerasethakul (si se me permite la frivolidad, digamos que Bergman Island podría haberse titulado Baltic Malady). Asistimos así al reencuentro entre dos jóvenes que dejaron hace tiempo de ser pareja y que, con motivo de la boda de una amiga en común, coinciden durante una estancia en, precisamente, la isla de Fårö. Vuelven a charlar, se dejan llevar por el ambiente festivo, beben vino, bailan juntos I Love to Love -el famoso tema setentero de Tina Charles- y viven un nuevo y furtivo romance. Y, sin solución de continuidad, la historia de amor deriva en historia de desengaño, despecho y amargura, como en la vida real o como en la obra de Bergman, una filmografía que, aun siendo tan inagotablemente rica, quizás recordemos sobre todo por haber descrito con realismo y aspereza la experiencia del desamor en el seno de la pareja.

Los personajes del guion de Chris viajan a Fårö, los personajes de Bergman Island viajan a Fårö y la propia Hansen-Løve viaja a Fårö con su equipo para rodar la película. Pero, además, hay una comunicación fantástica entre esos diferentes planos de ficción y realidad: Amy, la protagonista de la historia de Chris, lleva apuntada en un papelito una indicación para encontrar la antigua casa de Bergman, y ese papelito aparece más adelante en el bolsillo de Chris, que lo utiliza para visitar la casa, lo cual nos lleva de facto a los espectadores a recorrer las estancias de la morada del cineasta. Allí se produce, esta vez sí, una aparición espectral que rompe del todo la compartimentación entre las diferentes ficciones y las comunica mágicamente. Una comunicación que, de hecho, es en sí misma muy bergmaniana. Y así, en fin, se completa el viaje de Bergman Island, que es el viaje a una isla de especial valor en el mapa universal del cine pero también un viaje al corazón del cinematógrafo, como anunciábamos en el primer párrafo. Y no es, en ningún caso, un viaje turístico para visitar el cuerpo embalsamado del cine de Bergman sino un tributo que quiere reanimarlo, encontrarlo en la forma de un espectro que vuelve a estar con nosotros. Hansen-Løve se cita con Bergman para abrazar la esencialidad y la vitalidad que caracterizan a su cine. Pues tanto la obra del realizador sueco como la de la realizadora francesa se ciñen, en última instancia, al relato inagotable del episodio capital de la aventura humana: la simple historia de amor, su advenimiento y su descomposición. Vivimos y, a pesar de toda la amargura y los sinsabores, amamos amar, como dice la canción de Tina Charles. Bergman Island transmite una energía contagiosa, una fe pura y optimista en las ficciones, quizás porque, como afirma Chris en un pasaje del film, “las películas, aunque sean tristes, son sanadoras”.