Tierra prometida

Bruno Ganz en la Lisboa de Dans la ville blanche (Alain Tanner) lo mismo que Rüdiger Vogler en Lisbon Story (Wim Wenders), los japoneses en Memphis de Mistery Train (Jim Jarmusch), el impasible Kang-sheng Lee en las calles de Kuala Lumpur en Hei yan quan (I Don’t Want to Sleep Alone, Tsai Ming-liang)… Hay un tema recurrente en el cine de la modernidad consistente en narrarnos las andanzas nimias de individuos desplazados a una ciudad extranjera, muy lejos de su hogar y de su lengua materna, donde practican un uso diferente del tiempo, entre ocioso y caprichoso, del que se contagia el espíritu de la película. Y fue Tsai de nuevo quien llevó a su heroína Chen Shiang-chyi a París, a la ciudad de la Nouvelle Vague, en Ni na bian ji dian (What Time is it There?), igual que ahora Nadav Lapid nos relata el desembarco en la capital francesa de Yoav, el atolondrado protagonista israelí de Synonymes.

Nada más llegar, despojado fortuitamente de toda pertenencia, Yoav conforma un curioso ménage à trois con una pareja de jóvenes pijos afincados en un espacioso apartamento de la calle de Solférino, un trío a lo Jules et Jim con la particularidad de que todos parecen sentir atracción por todos. Y, aunque sus nuevos amigos le apoyan en todos los aspectos prácticos y afectivos, Yoav se busca la vida como guardia de seguridad en las dependencias consulares israelíes, entablando una extraña relación con descerebrados sionistas, integristas adictos a la violencia que aprecian su reciente paso por el Tsahal; extraña relación, decíamos, porque nuestro protagonista no es un patriota sino todo lo contrario, un renegado que ha huido asqueado de Israel, que se niega a hablar hebreo y que estudia concienzudamente un diccionario de francés para convertirse en escritor en su nuevo país y acabar enterrado, según su fantasía, en el Père Lachaise.

Todo ello nos es relatado por Lapid con su característica forma de filmar, esto es, con una planificación nunca convencional, una escritura agitada que busca nerviosamente su forma en lugar de ceñirse a la gramática usual. Hay recorridos de Yoav por las calles de París filmados cámara en mano y sin el más mínimo esmero por encuadrar al personaje, a veces incluso apuntando distraídamente al suelo; hay primerísimos primer planos que nos sitúan mucho más cerca de los rostros de lo habitual, como si debiéramos escrutarlos con una actitud más crítica o analítica de lo acostumbrado; y hay, como siempre en el cine de Lapid, momentos en los que la profundidad de campo es utilizada para montar el ritmo interno de la imagen, escenas en las que la cámara y los intérpretes pasan entre dos chicas que bailan garbosamente, alguien acerca enfáticamente su rostro a la cámara o el cogote de una persona aparece por un lado del cuadro para acabar internándose en el fondo de la imagen.

Así pues, mientras Yoav estudia sin pausa las palabras y sus sinónimos en su diccionario, el film busca inquietamente su propio lenguaje, su forma. En París, en la cuna del cine moderno, huyendo de lo convencional igual que el joven inmigrante abjura y echa pestes de su Israel natal (este cronista, dicho sea de paso, no puede más que sentirse identificado, muy identificado con un personaje que detesta su propio país y muestra por el contrario una encendida vocación por ser parisino). Yoav, además, huye de sus padres, lo mismo que Émile, el otro ángulo masculino del triángulo, escritor adinerado que escucha fascinado las historias que le cuenta el israelí. Yoav tiene la materia prima, Émile la pulsión narradora: Synonymes es un rabioso film sobre la dificultad y las contradicciones del acto creativo, en el que tan complejo resulta aunar la autenticidad, la pertinencia y el estilo.

Lo fascinante de la película es precisamente esa mixtura de relato característico del cine moderno (la historia de un flâneur que pasea su envidiable anatomía por los escenarios de la nueva ola del cine: las orillas y los puentes del Sena, el parque de los Buttes-Chaumont, los aledaños del Hôtel de Ville, lugares donde la belleza de París tiene, en los ojos de Lapid, una presencia tangencial) y una incurable agitación en cada imagen, en cada instante del metraje. Estamos muy lejos del sentimentalismo de The Dreamers, el film de Bertolucci que también lleva a un joven extranjero a conformar un triángulo sentimental en un suntuoso apartamento parisino: Lapid no se conforma con la cinefilia, ni le interesa la nostalgia. Obsérvese además que París no es a la postre un nuevo hogar acogedor para Yoav sino un lugar donde un fotógrafo alocado -casi una parodia del personaje de Jean-Pierre Léaud en Ultimo tango a Parigi– lo convierte en un exótico muñeco al servicio de sus caprichos y una severa profesora para inmigrantes en proceso de nacionalización pretende inculcarle los valores republicanos en una aula donde impera un adoctrinamiento más religioso que cívico.

Lapid parece buscar una forma cinematográfica de plasmar la histérica contradicción de la vida actual en Occidente partiendo de la amarga experiencia de ser israelí hoy, como si el temor paranoico, el desquiciamiento y la imparable fascistización del Estado sionista fueran no ya una patología local sino el signo de nuestros tiempos. Yoav nos da, en fin, el reflejo de muchas cosas que somos nosotros: quizás es eso lo que buscan los agitados planos de Synonymes, una nueva manera de sacudir las imágenes para que nuestro presente, en toda su crudeza, comparezca en el cuadro y contribuya a componer una nueva forma, un cine de nuestro tiempo más allá de la tierra prometida de la modernidad que simbolizan inevitablemente las viejas calles de la Nouvelle Vague. Lapid, con su providencial mala uva y su retorcido sentido del humor, es un cineasta felizmente incómodo, una de las voces más singulares que podemos escuchar hoy.