La expulsión de Camelot

Es tentador establecer una cierta continuidad entre Jackie, la película de Pablo Larraín sobre las cuitas de la viuda de John F. Kennedy durante las horas posteriores al atentado contra su marido, y Spencer, el último largometraje del cineasta chileno. Jacqueline Kennedy ve cómo se desvanece un encantamiento ante sus ojos, el Camelot simbólico en el que se ha desarrollado su breve vivencia como primera dama. Y Diana de Gales vive encerrada en su Camelot particular, esto es, las dependencias de un suntuoso palacio donde pasa las navidades la familia real británica, soportando a duras penas el protocolo y las rigideces que acompañan su día a día con una meticulosidad obsesiva; un ambiente tan opresivo que las floridas instrucciones de un militarizado jefe de cocina a sus subordinados nos hacen pensar en la siniestra relatora de Salò o le 120 giornate di Sodoma. Pero ése es precisamente el elemento que conecta Spencer con el largometraje que Larraín filmó después de Jackie y antes de la que no ocupa: la historia de un cuerpo que lucha por zafarse de una puesta en escena que lo encorseta no puede más que recordarnos a las bailarinas de Ema, que se evaden de la norma y buscan fuera de ella nuevas formas, nuevos modos de danza que liberen sus cuerpos, aunque sea al precio de renunciar a lo bello y lo distinguido.

El cine de Larraín es fascinante porque se sitúa en la frontera exacta entre la norma y la ruptura; sus películas adoptan la apariencia de un relato reconocible para desdibujar sus dimensiones a medida que avanzan. Un cine narrativo que abraza la abstracción, la pura representación de un cuerpo en tensión contra los muros que lo confinan, es decir, las paredes del decorado y las del propio relato. Spencer, digamos, está en realidad más cerca de Pirandello que de los reportajes de The Mirror; por tanto, la anécdota acerca de la caída en desgracia de Lady Diana en el seno de la casa de Windsor no debería despistarnos porque se trata, en buena medida, de un mero pretexto para que Larraín despliegue su discurso cinematográfico. Y Lady Di baila finalmente, se entrega a una danza extraña y fuera de lugar como la de las chicas de Ema, Diana baila con la lunática sensualidad de Audrey Horne frente a una cámara flotante que describe sinuosos movimientos para acompañar las evoluciones de la actriz. En esa secuencia, el film se evade hacia imágenes más propias del videoclip o incluso del mundo de la moda que del cine al uso. Puede parecer el momento más kitsch y afectado de Spencer pero es también el más arrojado, un extravío sin complejos que nos hace pensar en los travellings flotantes de otro cineasta osado y desinhibido como Terrence Malick.

Spencer se extravía también hacia lo fantástico cuando los desvaríos de la protagonista, visiblemente afectada por un severo desarreglo alimentario, la llevan primero a hablar con la visión de Ana Bolena -premonición de su ulterior decapitación, primero en sentido figurado y luego en sentido literal- y después a una incursión nocturna en el antiguo hogar familiar de los Spencer, mansión en ruinas que se transfigura en casa encantada ante nuestros ojos. En otro film destacado de nuestra actualidad, la joven protagonista de Petite maman (Céline Sciamma) se desplaza de una casa a otra a través de un bosque mágico que la transporta a un tiempo paralelo donde traba conocimiento con su propia madre cuando era una niña de su misma edad. La casa a la que se desplaza es, en realidad, la misma de la que ha salido en el presente, realizando a la postre un viaje circular en el espacio y el tiempo. Diana Spencer, por el contrario, vive un extravío de signo más lewiscarrolliano y cruza una verja cargada de simbolismo para penetrar en una casa donde también se encuentra con su pasado familiar pero, en su caso, representado como ruina y como espectro. Y no dialoga mágicamente con su petite maman sino que recupera el vínculo con su padre a través de una vieja chaqueta que se convierte en una extraña confidente en la intimidad de su cuarto (como el Jean Dujardin de Le Daim, pero es ésa una coincidencia más azarosa en la que no vamos a abundar). Sciamma y Larraín, pues, comparten el gesto de penetrar oblicuamente en el terreno de lo fantástico para dar un sentido más profundo y menos convencional a la evolución de sus protagonistas, así como para llevar sus películas por aventurados derroteros, estructuras más allá del consabido arco dramático tan caro al Hollywood nuestro de cada día. Diana, en definitiva, no vuelve a sus raíces para alcanzar una catarsis o conocimiento sino como parte del proceso que le llevará a salir de Camelot expulsada o evadida, según se mire. Del mismo modo, Larraín parece buscar una especie de penetración y autoexpulsión de los márgenes de lo convencional, a la manera también de las bailarinas rebeldes de Ema.