Ven y mira

Las películas de Sergei Loznitsa tienen un runrún característico. Al menos, lo tienen aquéllas como Babi Yar. Context que nos relatan acontecimientos históricos mediante filmaciones documentales a pie de calle donde la única protagonista es la masa. Cientos, miles de personas desfilan ante la cámara y oímos el rumor de sus voces y sus pasos. Hay algo bellamente abstracto en esas tomas: los cuerpos describen movimientos internos en el cuadro en una u otra dirección, movimientos que riman a medida que los planos se encadenan uno tras otro. Loznitsa nos devuelve la excitante sensación de asistir a un cine hecho de masas y montaje como el de los años veinte del siglo pasado, es decir, como Berlin – Die Sinfonie der Großstadt de Walter Ruttman, Oktyabr de Sergei M. Eisenstein o Chelovek s kino-apparatom de Dziga Vertov. Pero con una cadencia propia, un discurrir parsimonioso, como si acompañáramos a un privilegiado flâneur que recorre los escenarios de la historia con la curiosidad de ver quién estaba ahí, cuáles eran sus reacciones, cómo era la vida de la gente mientras ocurrían cosas importantes. Acaso como una extraña versión de D’Est, la película en la que la cámara de Chantal Akerman se pasea por las calles de Moscú, captando algo así como el peso de la historia en las escenas cotidianas.

En Bari Yar. Context, vemos la entrada de las tropas del Tercer Reich en las ciudades de Ucrania cuando Hitler se lanzó a la invasión de la Unión Soviética en 1941. La operación Barbarroja fue a la postre un desastre para la Wehrmacht que diezmó sus fuerzas y decantó la guerra hacia la derrota de Alemania. En la película, vemos durante la primera mitad la entrada de las fuerzas de ocupación en Lvov y Kiev y, durante la segunda, la liberación de las mismas ciudades por parte del Ejército Rojo. Entre una y otra, se produce el acontecimiento central del film, del que sólo podemos ver imágenes indirectas anteriores y posteriores a los hechos: en un terraplén en las afueras de Kiev conocido como Babi Yar, más de treinta mil ciudadanos soviéticos fueron fusilados y enterrados en fosas comunes por su condición de judíos. Antes, habíamos visto premonitoriamente cómo recibía una masa eufórica a los soldados alemanes, prodigando saludos romanos y muestras de afecto, y a continuación escenas terribles de las humillaciones, agresiones y trabajos forzados que los ocupantes y los colaboracionistas infligían en plena calle a las personas represaliadas, presumiblemente judíos y/o comunistas. Y, luego, largas colas de civiles apresados caminando hacia las afueras bajo la custodia de la soldadesca. Pero del instante preciso del pogromo, la matanza en Bari Yar, no hay filmación alguna, sólo imágenes fijas que muestran un suelo sembrado de cadáveres cuando ya ha pasado todo. Y, justo después, recorre la pantalla una larga cita de Vasili Grossman que describe los hechos con afectividad y crudeza.

Loznitsa opera en sentido inverso a la Shoah de Claude Lanzmann, es decir, no nos habla de la catástrofe a través de su presencia indirecta en los testimonios sino que busca sus imágenes, se acerca lo máximo posible a los hechos. La filosofía de su cine, al fin y al cabo, consiste en la mostración prolija de los acontecimientos sin aditivos de ningún tipo, imágenes puramente documentales que se suceden ante nuestros ojos sin truculencia ni manipulación. ¿Quiere esto decir que Loznitsa es un prodigio de objetividad, que no está dotado de discurso? No, no es el caso. Nuestro hombre quiere que las imágenes hablen por sí mismas pero en la composición de sus filmes hay un trabajo ingente, una mirada personalísima. Y, por supuesto, mucha posproducción. De ahí esa cadencia característica, ese runrún, una manera determinada de relatarnos las cosas. Lo que tiene Loznitsa es muy buen gusto, una gran delicadeza y la astucia de ponernos a los espectadores ante el estatus ambiguo de las imágenes, preguntándonos cuánto hay de inocente y cuánto hay de intencionado en cada toma. D’Est se acerca al espíritu de Shoah y no al de Babi Yar. Context por cuanto los grandes acontecimientos no comparecen en la pantalla sino que se hacen sentir de manera indirecta; pero, en otro sentido, los filmes de Akerman y Loznitsa tienen mucho que ver, pues sus imágenes son como monumentos abstractos que trasladan al espectador la tarea de dotar de valor a lo que ven, sentir lo que hay ahí detrás de una manera indirecta, simbólica o simplemente intuitiva.

Claro que, además de forma, hay también contenido en el cine de Loznitsa. No se puede pasar por alto, en Babi Yar. Context, el contraste entre las imágenes de la ocupación nazi y la liberación soviética. Cuando la Wehrmacht entra en Lvov y Kiev, es recibida con alborozo; cuando llega el Ejército Rojo dos años después, las muestras de bienvenida son mucho menos espontáneas y multitudinarias. Loznitsa es un cineasta profundamente político y el lector puede encontrar información ingente sobre sus posicionamientos y sobre las reacciones que provocan sus películas; parece ser que, con Babi Yar. Context, ha querido dar algo así como una lección de objetividad mostrando algo sumamente incómodo para su país pero históricamente innegable. No obstante, dentro de los estrictos márgenes del cine, su obra tiene una significación mucho más profunda que todo eso y representa una conquista muy singular, una revitalización de una determinada forma cinematográfica que, al arriba firmante, se le antoja muy necesaria ahora que la sobreabundancia de imágenes en el océano de Internet plantea tantos cuestionamientos sobre su valor.

Un hombre en camiseta ajustada

¿Por qué Volodímir Zelenski comparece en camiseta de manga corta frente a la cámara? El look del presidente de Ucrania en sus apariciones públicas durante la guerra tiende a ser informal o directamente deportivo. A pie de calle, parece lógico que se proteja del frío con un buen anorak; pero hemos visto a Zelenski dirigirse a nosotros desde un suntuoso despacho o desde un atril, presumiblemente en las dependencias del palacio presidencial de Kiev, con una camisetita ajustada de color verde militar. ¿Qué nos quiere transmitir así? Quizás que está demasiado atareado durante estos días de invasión como para andarse con formalidades y etiquetas. Pero la prensa nos aclara además que el escudo que muestra sobre el pecho es un emblema de las fuerzas armadas; puede que, entonces, Zelenski quiera dar a entender que está personalmente implicado en tareas militares, como cuando el presidente peruano Alberto Fujimori, en 1997, apareció en televisión con chaleco antibalas, como si fuera uno de esos encallecidos policías de las películas de Michael Mann, para dar cuenta de la operación que liquidó de manera expeditiva el secuestro de la embajada japonesa por parte del movimiento Tupac Amaru.

O, tal vez, Zelenski quiera contraponer su imagen a la de su némesis Vladimir Putin, que comparece siempre de traje y corbata, con todo el boato y la pompa que adornan un cargo institucional tan elevado como es la presidencia de la Federación Rusa. Según esta hipótesis, Zelenski querría diferenciarse de Putin apareciendo como un tipo juvenil -es un decir: nació el mismo año que el arriba firmante, en 1978- y en buena forma. Pero no olvidemos que el presidente ruso, que cumplirá setenta años este 2022, ha cultivado también una imagen viril y narcisista de gran hombre de acción: Putin a caballo, Putin pescando con el torso desnudo, Putin sosteniendo un poderoso rifle en plena caza, Putin practicando judo, Putin jugando a hockey sobre hielo… A lo paradójico que resulta, como señala mi amigo Jaume, el aire homoerótico de algunas de esas imágenes de un presidente homofóbico de boquilla, hay que sumar el descacharrante efecto que produjo, hace unos años, el montaje publicitario de una fotografía de James Bond -en su encarnación como Daniel Craig- con el rostro del presidente Putin. Puede que la imagen pública de Volodia quiera ser la de un superhéroe machuno, circunspecto y seductor como el agente 007, pero también es cierto que Bond es el enemigo por antonomasia de la Unión Soviética en la literatura y el cine de masas y, por ende, un personaje furibundamente anticomunista y antirruso. Nada emparenta ni por asomo a Putin con la ideología de la hoz y el martillo pero, sin duda, el acérrimo nacionalismo ruso y el apego al viejo poderío soviético son ingredientes fundamentales de su discurso, su estética y su partido, llamado Rusia Unida e identificado por un logotipo formado por un osito vagaroso y una ondeante bandera tricolor.

Zelenski, decíamos, se nos quiere presentar bajo una apariencia diferente: casual, dinámica y prooccidental. Todos los líderes políticos cuidan al detalle su imagen pública; pero el presidente ucraniano, además, proviene directamente del oficio de la representación, es decir, del arte dramático. Y, en ese sentido, ha superado al mismísimo Ronald Reagan, que también fue actor antes que presidente de su país pero que, salvo que mi memoria y un rápido vistazo a la IMDB nos engañen, nunca interpretó el papel de presidente antes de ejercer el cargo. O, en cualquier caso, no lo hizo inmediatamente antes de presentarse a las elecciones y ganarlas, como Zelenski. En Sluga naroda (sirviente del pueblo), el presidente ficticio Vasiliy Petrovich Goloborodko es interpretado por quien hoy ostenta el cargo en la vida real. La serie de televisión se convirtió así en una suerte de programa electoral espurio, o más bien una presentación en sociedad de la que iba a ser la imagen de Zelenski como presidente.

De hecho, toda la política, no ya en Ucrania sino en el mundo entero, parece circunscribirse al ámbito de la imagen, como si los programas no existieran en absoluto. Zelenski se presentó a elecciones bajo el paraguas de un partido ad personam bautizado igual que su serie de televisión, Sluga naroda, y con un discurso centrado en la consabida renovación de la clase política y ajeno a toda ideología: ni izquierdas, ni derechas, sólo cambio y regeneración. Y, por supuesto, imagen, mucha imagen, una gran estrategia de comunicación. Como la que llevó a la presidencia a Barack Obama, que se declara rendido admirador de Reagan, un presidente de pensamiento muy conservador y políticas muy neoliberales, para afectar amplitud de miras. O como Emmanuel Macron, presidente de ideología etérea y fundador de un partido a su imagen y semejanza, igual que el líder ucraniano. El nombre del partido macronista, La République en Marche, dice tan poco como el Sirviente del Pueblo de Zelenski o la marca Podemos, que catapultó a otro líder procedente de la pequeña pantalla: Pablo Iglesias no es actor sino tertuliano -acaso periodista- y su partido es, éste sí, fácil de situar políticamente a pesar de que su nombre no signifique nada y de que el mismo Iglesias incurriera en ese sonsonete tan de nuestros días según el cual ya no hay (que hablar de) izquierda ni derecha. Que ahora hay que hablar de «los de arriba y los de abajo», dijo Iglesias, como para ponérnoslo más fácil, pues a ver quién es el caradura que se alinea con los de arriba. Nuestro ex ministro ha tenido alocuciones bastante más afortunadas, la verdad, porque el abajismo es una fruslería que puede cómodamente suscribir cualquiera, ya sea el sirviente del pueblo Zelenski, el ex banquero Macron, la Rusia Unida del superagente Putin o, de hecho, todos esos movimientos de extrema derecha ultranacionalista que medran a lo largo y ancho de Occidente.

El advenimiento como presidente del actor que hizo de presidente fue algo así como un paso simbólico en la política de nuestro tiempo. La ficción tomó posesión de la realidad. O, si se prefiere, la comunicación se impuso definitivamente a la política. Si nuestras vidas se desarrollan en las pantallas más que en el mundo exterior, si la gente prefiere caminar con la cabeza gacha y manipulando el móvil a mirar al frente, ¿no es lógico que el presidente en la vida real sea el mismo tipo que cumple ese rol en una serie de televisión? Rusia es la potencia invasora y Ucrania, el país ocupado; por ese motivo, mucha gente al Oeste del Dniéster quiere ver a Zelenski como un héroe o un mártir, lo cual tal vez sea también una forma de ficción o relato. Lo sea o no, Zelenski es también un tipo ocupado en ganar la guerra de la imagen al mismo tiempo que la contienda militar. Y me pregunto si eso es sintomático en algún sentido. No me gusta Putin y condeno sin ambages la invasión, por supuesto, pero tampoco creo que haya buenos y villanos en esta historia. Como en muchos otros conflictos recientes, tal vez sólo haya villanos con diferentes grados de responsabilidad o, peor aún, con diferentes roles. Entre otros motivos porque, mientras Putin y Zelenski cultivan sus propios mitos a través de las cámaras, mientras las negociaciones se alargan por motivos quizás poco edificantes y la paz se demora, lo que ocurre en el mundo real, más allá de las pantallas, donde impactan las balas y los proyectiles, es una tragedia sin paliativos.