Salida a la superficie

Para Yasmín, que me invitó a reverla

He repasado mis notas del verano pasado para ver qué apunté sobre Se rokh (o Tres caras, la última película de Jafar Panahi) cuando la vi en la vecina república transpirenaica y deduzco que iba con prisas en ese momento porque me he encontrado con una sola palabra: Kiarostami. Efectivamente, tras la escena introductoria que todo lo desencadena, Se rokh transcurre en el interior de un coche como Ta’m e guilass (El sabor de las cerezas) o Dah (Ten), nos relata luego la llegada de dos profesionales del cine a un pueblecito perdido en algún lugar de Irán como Bad ma ra khahad bord (El viento nos llevará) y la búsqueda de una persona que no sabemos si sigue con vida como Zendegi va digar hich (Y la vida continúa), todo se desarrolla en una geografía exquisitamente precisa con la que nos familiarizamos como en Zire darakhatan zeyton (A través de los olivos), los personajes reales y ficticios se confunden como en Copie conforme y nos reencontramos con el primer plano del rostro de Behnaz Jafari como en Shirin. Panahi parece querer subrayar lo mucho que comparte con el añorado Abbas Kiarostami, quien firmaba junto a él, no lo olvidemos, el guion de Badkonake sefid (El globo blanco), una película altamente idiosincrática por lo que respecta a ambos cineastas.

Tras las restricciones impuestas a Panahi por su tribulaciones con la justicia iraní, expresamente reflejadas en sus últimos filmes, Se rokh no sólo relata un viaje al exterior de la ciudad sino que transmite una sensación de liberación, de salida a la superficie tras el enclaustramiento de In film nist (Esto no es una película), Pardé (Closed Curtain) y, a su manera, Taxi. Y la anécdota del film no es en absoluto baladí. Esta historia de –I spoil– la búsqueda y el reencuentro con una joven que quiere hacer cine en contra de la prohibición expresa de su familia es también un reencuentro de Panahi consigo mismo, con su cine, con las carreteras y los rostros de los que estaba hambrienta su cámara. Y para nosotros es un luminoso reencuentro con el cine iraní de los años noventa y esa libertad que nos transmite, esa manera de interrogarse sobre la naturaleza de las imágenes a la vez con gran hondura y con suma sencillez.

Muchas películas están de viaje y nos llevan con ellas. Es el caso de la que nos ocupa. Al contrario que en las road movies, donde se enfatiza el proceso del trayecto, en Se rokh tiene más importancia la llegada y la relación con los lugareños, y la aventura reside precisamente en esa toma de contacto con el entorno, a la manera de Dans la ville blanche, de Alain Tanner, o a la manera de The Quiet Man: Panahi comparte con John Ford un cierto tipo de humanismo, una curiosidad socarrona y a la vez cómplice por la nobleza y la vileza de las gentes sencillas, ya sean los pícaros bebedores de whisky de los westerns fordianos o los hospitalarios y extravagantes labriegos del Irán de Panahi, que es también el de Kiarostami.

En contra de la mirada turística de tanto cine documental y no pocas ficciones, que afectan mucha autenticidad pero en realidad no se quitan de encima el prurito de mirar con la condescendencia del avanzadísimo urbanita occidental, una película como Se rokh tiende más bien a mostrarnos nuestro reflejo en el espejo de unos seres cuyas cuitas y prejuicios no son tan diferentes de los de todos nosotros, estemos donde estemos. A pesar de lo que puedan tener de caricatura personajes como el celoso hermano mayor que vocifera amenazante o el padre supersticioso que pretende alcanzar la fortuna para su hijo enterrando su prepucio en un lugar muy escogido, la cámara no humilla a esos seres. Porque humanismo no significa profesar anuencia hacia los gañanes sino leer en sus ojos la aventura humana que nos es común a todos. Es lo que pasa en el cine de Ford, de Kiarostami o de Jean Renoir, donde cada cual tiene sus razones y todos son observados no ya en plano de igualdad entre ellos sino con el propio espectador.