La casa encantada

Aunque “obra maestra” es una expresión que no me gusta, digamos que Gaslight (1940), de Thorold Dickinson, se puede considerar una obra maestra del cine clásico, mientras que Gaslight (1944), de George Cukor, vendría a ser una obra maestra del cine, sin más. Y, en cuanto a las etiquetas de lo clásico y lo moderno, me interesan como ideas inasibles, conceptos útiles y necesarios pero volátiles que se ponen en cuestión al instante de ser usados. Desde esa perspectiva, la película de Dickinson tiene la hechura característica de un tipo de cine que, aunque sea con matices, asocio a la noción de lo clásico. La de Cukor, como producto del Hollywood de los años cuarenta, entraría también dentro del perímetro del cine clásico; pero hay en ella líneas de fuga que apuntan en múltiples direcciones, poniendo sutilmente en entredicho cierto equilibrio interno del film, cosa que nos acerca a esa amplísima idea de la desestabilización que caracteriza a todas las manifestaciones de la modernidad cinematográfica.

Lo que posibilita esas líneas de fuga es la delicadeza de una puesta en escena tan fina como la de Cukor, rica en detalles sustanciosos. Sólo un ejemplo. En un par de momentos, más o menos cuando Gaslight pasa del planteamiento al nudo, vemos a la pareja protagonista -primero a Charles Boyer en solitario y, luego, a Boyer junto a Ingrid Bergman- a través de un enrejado. Cukor nos está dando una pista, con esas imágenes, acerca de la condición de los personajes, que viven acosados por un tormento interior: la codicia y el temor a ser descubierto en el caso de Boyer, la opresión y el maltrato psicológico en el caso de Bergman. Especialmente significativo es el segundo de esos planos, en el que el matrimonio observa las joyas de la corona expuestas en la Torre de Londres y aparecen tras los barrotes que les separan de la muestra, talmente como si fueran dos presos. Y, poco después, cuando el personaje de Joseph Cotten visita la sede de Scotland Yard, vemos su figura, en dos planos casi consecutivos, sobre un fondo que dibuja líneas verticales a sus espaldas: los motivos ornamentales de la pared en el primer caso, los cuarterones de una ventana en el segundo. Es decir, Cotten es representado por delante -o por fuera, si se prefiere- de un enrejado simbólico, al contrario que Bergman y Boyer.

De esa manera, las imágenes nos hablan de la diferencia entre dos personas metidas en un embrollo y sumidas en pensamientos negativos de diferente índole, y un tercer personaje con mucha más paz de espíritu y claridad de ideas. Con un detalle visual sutil y elegante, Cukor invita a pensar por sus propios medios al espectador, a intuir lo que pasa por el interior de los personajes y a entrar en ese juego entre lo que vemos y lo que ideamos tan propio de otro cineasta de la época llamado Alfred Hitchcock. De hecho, la primera vez que vi Gaslight, pensé que podría haber pasado sin problemas por una película del director de Psycho. Hitchcock fue, entre otras cosas, alguien que entendió que el cine consiste en buena medida en una constante sinergia entre lo que se ve y lo que no se ve, lo que sabemos y lo que imaginamos. Su cine dialoga con el espectador y le plantea adivinanzas; le permite anticipar, sorprenderse y, muy a menudo, leer la mente de los personajes.

Hitchcock, en suma, pone en evidencia la importancia de todo cuando queda fuera de campo, cosa que Cukor hace también en Gaslight. Los personajes de Bergman y Boyer viven conturbados por lo que escapa a su visión: los presuntos accesos de cleptomanía y amnesia en el caso de ella, que duda progresivamente sobre su noción de la realidad; el temor a ser descubierto en el caso de él, que somete a su esposa al más cruel ostracismo para evitar cualquier peligro que venga de fuera. Cotten, por el contrario, se caracteriza por ver las cosas con nitidez y por una actitud indagatoria. Si la protagonista de Gaslight no consiguiera al final vencer el engaño y el enloquecimiento provocado por los trucos de su esposo, si no lograra salir de su obnubilación, quedaría atrapada en un bucle sin fin como los investigadores de Zodiac, de David Fincher, que se contagian una especie de quijotismo obsesivo unos a otros. O como el atormentado veterano de guerra de Shutter Island, de Martin Scorsese, que tampoco logra resolver nada sino, por el contrario, profundizar cada vez más en un misterio insondable. La luz de gas, en el cine americano de nuestro siglo sobre la paranoia, parece un mal incurable.

Hay, de hecho, un cuarto personaje protagonista de Gaslight: la casa en la que se desarrolla el grueso de la historia (recordemos que ambas versiones, la de Dickinson y la de Cukor, se basan en una obra teatral de Patrick Hamilton, de quien Hitchcock adaptó Rope). Se caracteriza por el abigarramiento y por una expresiva iluminación, llena de contrastes y de inquietantes zonas de sombra. Los espacios de la película nos remiten poderosamente a los del cine fantástico y de terror, un género crucial para el cinematógrafo por cuanto juega justamente con la imaginación del espectador: lo que se ve y lo que no, lo que se siente y se anticipa, los horrores invisibles que acechan bajo las sombras y sólo podemos presentir. La casa de Gaslight, pues, tiene una naturaleza parecida a la de Rebecca, otro film no estrictamente fantástico pero sutilmente espectral. La Rebecca de Hitchcock es apenas cuatro años anterior a la película de Cukor y está protagonizada también por una mujer que duda sobre el estatus de lo que percibe a su alrededor. Precisamente, en el más fascinante pasaje de Zodiac, cuando Jake Gyllenhaal visita el apartamento de uno de los sospechosos, la secuencia se transfigura en puro género fantástico: planos aberrantes o fuertemente contrapicados, escaleras estrechas empinadas, un escenario claustrofóbico, acusados claroscuros, música angustiante… Como si volviéramos a las insanas estancias de Gaslight. El cine -clásico o moderno, fantástico o no fantástico- siempre ha sido, en cierto sentido, como una casa secretamente encantada.