El vuelo del vampiro

Tres fechas marcan el arco narrativo de El conde, último largometraje de Pablo Larraín: 1789 y todo el subsiguiente periodo revolucionario que va de la toma de Bastilla a la decapitación de Marie Antoinette; 1973, efeméride del golpe de Estado de Augusto Pinochet contra Salvador Allende que derivó en 16 años de dictadura y medio siglo de cataplejia democrática en Chile (paciencia: aquí llevamos así desde el 36); y 2013, un tiempo presente que Larraín filma en un hermoso e irreal blanco y negro, recurso inédito en su filmografía salvo que se nos escape alguna rareza.

Larraín no sólo abraza lo irreal sino también lo fantástico: su nuevo largometraje sobre las babas del pinochetismo convierte al dictador en un vampiro senil que se esconde en un remoto páramo de la región austral y se echa al vuelo de vez en cuando, rumbo a Santiago, para chupar cuellos y devorar corazones. Pero lo que impele al conde no es una adicción incontrolable, como a los vampiros de Abel Ferrara en The Addiction, sino una doble pulsión sexual y crematística que comparte con su parco entorno, formado por un ruso blanco reciclado en lacayuno servidor, una esposa que ambiciona la vida eterna y una patulea de vástagos cuya única preocupación consiste en repartirse la fortuna familiar.

La alegoría es harto evidente: la pervivencia de la infección capitalista se personifica en un monstruo inmortal, un vampiro insaciable que atraviesa los siglos como imagen de una codicia sin límites que se repite una y otra vez como tragedia y como farsa. Pero lo interesante es que Larraín lleva esa materia prima a su terreno. El conde Pinochet, su esposa, el mayordomo y los hijos conforman un entorno malsano, terrorífico, el tipo de ambiente cortesano viciado y corruptísimo que vemos en Spencer o en Jackie. A ellos se suman, en primer lugar, una turbia cazavampiros que comparece con la misión secreta de exterminar al conde pero muestra los mismos signos de concupiscencia y fanatismo que las criaturas demoníacas a las que se enfrenta; y, en segundo lugar, una aparición sorpresa en el tercer acto de la función que introduce una inesperada pincelada edípica.

El conde es a la postre un film de vampiros hipersexualizado a la manera de las películas de Terence Fisher sobre Drácula chez Hammer. Pero, a pesar de todo, el elemento fantástico parece jugar un papel tangencial e irónico en la película, porque la tendencia secreta del cine de Larraín no es tanto hacia lo fantástico como hacia lo musical. Carmencita, la monja joven y atractiva que parece fusionar las figuras de Van Helsing y Mara Hari, termina por echarse a volar con torpeza, ensayando movimientos en el aire. Ejecuta así una danza libérrima y desvergonzada como la de Diana Spencer en el largometraje anterior de Larraín, o acaso como la de las bailarinas en rebelión de Ema. Es un arranque espontáneo que se transfigura en forma cinematográfica, la huida de un cuerpo que se resiste a ocupar el plano con movimientos pautados.

El vampiro Pinochet personifica, como decíamos, la continuidad de un poder codicioso y cruel desde los tiempos de la revolución francesa hasta nuestros días. Pero los motivos recurrentes de Larraín nos sugieren que también existe otro tipo de continuidad en el seno del cine: algo que recorre lo fantástico, el musical y la era digital, una determinada manera de enrarecer las cosas y echarse a volar o a danzar extravagantemente. Quizás lo más estimulante de la obra de Larraín consista precisamente en eso, en que sus películas juegan en el terreno de la narrativa cinematográfica convencional pero a la vez plantean una sutil y sugerente forma de evasión.

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