El trantrán

El detalle más importante de The King of Staten Island, el último largometraje de Judd Apatow, es el propio hecho de que la historia transcurra en Staten Island: de esa manera, el relato se sitúa en los márgenes ab initio. En los márgenes de Nueva York (Staten Island es el hermano pobre de los distritos de la ciudad, el que queda apartado del resto y apenas comparece en las pantallas), y por extensión en los márgenes de América y del cine americano. Los protagonistas del film no pertenecen a la clase alta, no están provistos tampoco de vidas ejemplares ni son casos encomiables de lucha contra la vicisitud, y desde luego no responden al modelo de biempensante y comunitaria familia de clase media suburbana que todos conocemos de memoria a través de Hollywood. Apatow nos habla de la verdadera infantería del pueblo estadounidense, gente a la que no le acompaña ningún atributo estelar, ni siquiera en un sentido alternativo o contracultural. Personas que no son nadie.

The King of Staten Island, pues, se sitúa también en los márgenes del sueño americano, ahí donde no tienen lugar las historias de éxito y autosuperación. Son raros los títulos que, en el seno del cine estadounidense, dignifican a la gente verdaderamente corriente. Por eso, el film de Apatow nos sorprende por detalles inusuales en la América que nos describe Hollywood, empezando por una visión veraz y cálida de la camaradería masculina, limpia de prejuicios y subrayados. O algo tan infrecuente como la descripción de una genuina ternura intergeneracional: si hay algo parecido al dichoso arco dramático en esta película, es el proceso de acercamiento entre su joven protagonista y los hombres maduros que le rodean. Los hombres y las mujeres: por si alguien ha sospechado que pueda haber algo de rancia virilidad en el film, quede dicho que raramente una madre ha sido representada en la pantalla con tanta complicidad y tan lejos de los habituales tópicos gazmoños que acostumbran a tener el efecto contrario al deseado.

Y que nadie busque, decíamos, un vistoso arco dramático en The King of Staten Island porque ésta no es la historia de una salida a la superficie sino la crónica de ese ir tirando que caracteriza a la gente corriente ahí afuera, en el mundo real. Si se me permite el spoiler, otro detalle significativo es la astucia de concluir sin conclusión la película. No se cierra ninguno de sus flecos: el chico no encuentra una carrera profesional ni recupera a su novia, la pareja de mayores tampoco se reconcilia ante la cámara… Todo queda bien encaminado pero en suspense. Y el plano final nos muestra al protagonista observando el cielo abierto sobre Manhattan, una sencilla y evidente forma de representar, simplemente, la expectativa. En los márgenes del cine americano, Apatow puede quitarse de encima la consabida lección moral que cierra tantas y tantas películas con espíritu de libro de autoayuda. El discurso del film es la vida y nada más.

Apatow pertenece definitivamente a la estirpe de cineastas que siempre hacen la misma película. The 40 Year Old Virgin, Knocked Up, Funny People, This is 40, Trainwreck y la que nos ocupa nos hablan del varón adulto -hembra en el caso de Trainwreck– que se resiste a madurar, descubre la melancolía en toda su dimensión y acaba creciendo emocionalmente a marchas forzadas, a veces convirtiendo sus obsesiones friquis en un valor creativo o pereciendo en el intento. Fijémonos en que sus antihéroes son retratados de alguna manera como anónimos resistentes a la cultura capitalista americana de hoy, seres disfuncionales en diversos sentidos, muy imperfectos y a veces incluso despreciables que, a pesar de todo, suponen un último vestigio de autenticidad en los márgenes de la sociedad estadounidense. Si Hollywood peca de hacer que todo sea a la postre demasiado bonito, Apatow juega en su propio terreno para ensalzar por el contrario lo feo, los feos y feas que abundan en las calles sin glamur, fuera de campo. Esas criaturas acompañan al cineasta en una continuada meditación sobre cómo continuar cultivando el género de la comedia, sobre cómo retomar algo de la agudeza del cine clásico con los mimbres de hoy. Por eso su cine fluido y nada conclusivo, melancólico y humanista, va más allá de la comedia y nos interpela para preguntarse con nosotros cómo, en estos días extraños, el cine nos puede seguir hablando del alma y los avatares del pueblo americano y, por extensión, de la experiencia humana toda. Y la respuesta se va atisbando con el mismo trantrán errático con el que sus personajes avanzan en la vida, a medida que cada película nos relata la misma historia pero con nuevos matices y perspectivas. The King of Staten Island es un film más importante de lo que puede sugerir su marginalidad vocacional.

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