El cine es de los jóvenes

La conquista del amor es un tema ancestral, y por eso Genèse, de Philippe Lesage, empieza con la interpretación de una canción más que folklórica, casi tribal, por parte de uno de los tres protagonistas. Es también un tema “ancestral” en un terreno mucho más joven, la cultura cinematográfica, que tiene poco más de un siglo de historia pero nació ya con un rico bagaje cultural a sus espaldas: los temas y las formas del arte que alumbraron los Lumière están íntimamente emparentados con los de la literatura, el teatro, las artes plásticas o la música. Centrémonos en la literatura.

El joven que canta y baila en la primera secuencia de Genèse es una suerte de Antoine Doinel que no lee a Balzac sino a J.D. Salinger. La película de Lesage es muy truffautiana porque, además de hablarnos de tribulaciones amorosas juveniles, descansa sobre un evidente poso literario. Desde Truffaut y desde antes, el encuentro entre la literatura y el cine ha establecido un fructífero diálogo: el cine no es menos cine por parecerse a la literatura sino al contrario, encuentra cosas en común con ella y, así, se mira a sí mismo desde una perspectiva privilegiada. Y, en Genèse, hay una preocupación por la estructura de la narración que va mucho más allá de la multiplicidad de historias y puntos de vista tan recurrentes en las letras y en el cine desde hace tiempo.

El relato de la dolorosa salida del armario de nuestro lector de Salinger se entrecruza con los vaivenes de otra joven que identificamos como su hermana gracias a sólo dos encuentros breves pero significativos. Ella se debate entre dos hombres mediocres y egoístas, cada uno a su manera, y deviene un epítome de la mujer zarandeada por los roles de género y, en general, las inercias de una sociedad simple y llanamente machista. Ambas historias ocupan unos dos tercios del metraje hasta que se acaban y comienza una tercera, sin conexión aparente con lo que hemos visto hasta entonces, que nos cuenta el encuentro y enamoramiento de dos púberes en un campamento veraniego a lo película de Wes Anderson.

El acceso a esta tercera parte del film se produce mediante una cesura narrativa muy de nuestro tiempo, digna de un Apichatpong Weerasethakul. No es sólo un cambio de tercio: es una forma de liberar el relato haciendo que el tema, o más bien el alma de la película, tome el control, por encima del flujo narrativo. Lesage, además, nos muestra que se puede combinar perfectamente un elegante discurso inequívocamente político sobre cuestiones sociales de hoy con formas cinematográficas rupturistas o simplemente vivas, sin necesidad de supeditar toda la arquitectura del film a un discurseo empobrecedor. ¿Cómo no pensar en el cine de Jonás Trueba, centrado también en el hecho amoroso y en la juventud? Precisamente, en Quién lo impide, también se cuelan las preocupaciones de tipo social sin que se supedite la urdimbre formal y esencial del proyecto.

Pero, en realidad, la historia universal que nos ha contado mil veces el cine no es en realidad la de la conquista del ser amado sino la del descubrimiento del amor; por eso son tan importantes los jóvenes y las historias de sus primeras experiencias. En el cine de resonancias nouvellevaguianas y en el cine americano, en la rica tradición de la comedia juvenil hollywoodiense. Booksmart, de Olivia Wilde, es algo así como una nueva versión de Superbad más imperfecta pero también renovada e incluso radicalizada en algunos aspectos. Es posiblemente mejor la primera mitad del film, enérgica y gamberra, en la que nos son presentadas las criaturas del film. No hay personajes positivos en Booksmart: las dos protagonistas son injustificadamente narcisistas y altaneras, sus compañeros de instituto son crueles y superficiales, el profesorado es patético e inmaduro, los padres son gazmoños y posesivos. Como es de recibo en una comedia adolescente americana, estamos a las puertas de las vacaciones y los summer breakers desmadrados preparan una fiesta de fin de curso en un casoplón sin adultos a la vista. Todos acaban descubriendo que los estereotipos con los que se observan unos a otros esconden realidades más complejas y al final, como en La Règle du jeu, cada uno tiene sus razones.

Aun con sus flaquezas, Booksmart es un estimulante acercamiento a la sensibilidad y la visión de las cosas de nuestros millennials. No tiene una estructura tan rupturista como la de Genèse pero comparte con ella una actitud liberadora y desprejuiciada que anuncia algunas ideas sobre cómo puede evolucionar la comedia americana a partir de ahora. Porque, al fin y al cabo, la cuestión es que los millennials molan. Soy el primero que me desespero y pienso a menudo que los jóvenes son unos zascandiles que parecen alejarse cada vez más de toda noción de cultura; pero no, no son zombis, son valiosísimos seres humanos como todos los que venimos transitando el mundo desde la edad de piedra, y atesoran nuevos horizontes. Como siempre, hay entre ellos muchas almas perdidas y también mucha gente interesante, amén de una amplísima escala de grises. Y, con ellos, el mundo irá un poco más lejos, y el cine también. No sabemos si será mejor o peor, ni si todo terminará con algún abrupto cataclismo; pero, sea como sea, el futuro no se detendrá. El paso a un nuevo estadio de madurez nunca acabará, se renovará siempre, y seguiremos adelante con nuevos ojos, con miradas renovadas en las que, a pesar de los pesares, estará siempre la herencia acumulada por todos los que hemos vivido. Y el cine nos lo seguirá contando. Feliz verano a todo el mundo.

 

 

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