Kropotkin en el Jura o cómo aprender a ser crítico de cine

Unrueh (Disturbios), de Cyril Schäublin, es una película de una riqueza exuberante. A partir del relato moroso y oblicuo de la expedición de un joven Piotr Kropotkin al cantón suizo del Jura para tomar contacto con el movimiento obrero del sector relojero, Schäublin logra convocar multitud de ideas estimulantes: asistimos a la gestación de la utopía anarquista en el momento en el que los progresos en el campo fotográfico nos iban acercando al nacimiento del cine y, de alguna manera, Unrueh nos hace sentir una suerte de correlato entre la conquista de la emancipación social y la conquista de la imagen; a la vez, el film parece filosofar sobre la idea del control del tiempo y del espacio -las materias primas del cine- como mecanismo y como síntoma de la lucha de clases. En definitiva, Schäublin nos acerca sutilmente a las cuestiones más esenciales del hecho cinematográfico para reencontrarnos con ellas y con su profunda y callada dimensión política.

Pero hay un detalle formal en Unrueh que nos llama inevitablemente la atención desde los primeros compases de la película: multitud de secuencias están filmadas mediante encuadres lejanos, muy lejanos a veces, que dejan a los personajes centrales de la escena, aquellos a los que oímos dialogar, en una esquina de la imagen o al fondo, apenas entrevistos entre edificios u otros detalles. Esa planificación extraña pretende tal vez obligarnos a escudriñar las imágenes para llegar al quid de la cuestión: que, en el cine, lo importante es la relación entre lo que se ve y lo que no, entre lo que se muestra y lo que se sugiere, pues eso viene marcado por el punto de vista del cineasta -o quizás de todo el sistema industrial que hay detrás de la cámara- y marca a su vez la tarea del espectador, esto es, lo que debe conquistar mediante la mirada.

Pero, al margen de esa posible lectura, lo importante de esas imágenes esquivas es que contribuyen muy mucho a hacer de Unrueh un film genuinamente raro cuya significación no es evidente. Porque otra cuestión esencial en el cine es el valor de lo inagotable, es decir, el hecho de que las películas realmente valiosas no se caracterizan por ser abarcables, pétreos monumentos inertes, sino obras a las que se puede volver una y otra vez desde prismas diferentes para descubrir cosas nuevas o incluso para aumentar incansablemente su misterio. Y Unrueh parece una humilde pero enérgica celebración de ese misterio o, por alinearnos ideológicamente con el film, de la libertad sin control que recorre las imágenes cinematográficas. Podría haber sido una simple película histórica o política adornada con formas heterodoxas pero, a juicio de este cronista, Schäublin va mucho más allá.

Por su parte, The Zone of Interest, el último largometraje de Jonathan Glazer, adapta la novela homónima de Martin Amis y transcurre precisamente en otro punto crucial de la historia del cine: nada menos que en el escenario mismo de la solución final, episodio traumático de la historia europea del que carecemos de imágenes directas, por lo que se ha convertido en un simbólico fuera de campo de descomunales implicaciones éticas y estéticas, como comentábamos a raíz del libro de Jaime Pena El cine después de Auschwitz (Cátedra, 2020). Y no quisiera pasar por alto que, si en Unrueh asistimos al desarrollo inhumano de la explotación en un avanzado momento de la segunda revolución industrial, en The Zone of Interest estamos en el fondo ante la más extrema y cruel aplicación de la lógica industrial, es decir, el uso de cuerpos humanos como meros útiles productivos y ulteriores desechos exterminables.

Pero en lo que nos queremos detener es en el hecho de que Glazer mantiene la cámara lejos de los personajes durante todo el film, subrayando una distancia afectada respecto a ellos, como si un eventual primer plano implicara un grado de empatía intolerable por tratarse de los perpetradores de un genocidio. O como si el cineasta nos quisiera recordar en todo momento que adopta una mirada, digamos, fría y antropológica sobre unas criaturas de las que se siente alejadísimo. En paralelo, es importante subrayar que detalles marginales en algunos planos y, sobre todo, los sonidos que oímos de fondo en determinados momentos del film se encargan de enfatizar que el horror se está produciendo unos metros más allá, fuera de campo pero muy cerca de lo que vemos.

The Zone of Interest, en fin, establece su propio tabú y lo convierte en una norma que rige toda su puesta en escena. El problema es que el resultado de todo ello es demasiado evidente, enfático y simple. Uno se queda con la sensación de ver una película con una sola idea, la banalidad del mal filmada en planos invariablemente generales, que se comprende ya con nitidez en el primer plano de la película y no justifica las dos horas de metraje que le suceden. No creo que las películas tengan que ser siempre complejas ni que tengan que evolucionar a medida que se desarrollan; la cuestión es que, en este caso, hay algo relamido, pretencioso y fastidiosamente didáctico en el punto de vista que adopta Glazer. Incluso me atrevería a decir que The Zone of Interest parece un largometraje filmado no ya con pudor sino con miedo, como si la cámara no quisiera encontrarse con imágenes éticamente resbaladizas o dejar lugar a dudas de alguna manera. En definitiva, queriendo ser riguroso como Shoah, acaba siendo insultante como Schindler’s List.

Llegados a este punto, uno querría girar el objetivo sobre sí mismo y compartir con el lector el desafío que supone esta tarea extraña y vocacional que consiste en comentar películas: indagar la diferencia entre Unrueh y The Zone of Interest, particularmente entre esos planos distanciados de una y otra película, equivale a penetrar con humildad en el conocimiento del cine. Y, sobre todo, aprender a explicarlo equivale a convertirse en crítico de cine o, si se prefiere, a convertirse en un crítico cada vez más válido. Porque el quid de la crítica es, entre otras cuestiones, saber explicar ideas y sensaciones complejas de una manera sencilla y entendible. Por eso, quien firma estas líneas admira profundamente a los que tienen el don de la claridad. Los mejores críticos y críticas de cine -los de ahora y los de antes, en las tres o cuatro lenguas en las que me atrevo a leer a ratos perdidos- son los que nos ponen las cosas fáciles, y es de ellos de quienes intento aprender todos los días. Me gustaría dedicarles estas líneas como homenaje y como agradecimiento.