La ascensión de la redentora digital

La pintura sacra representa recurrentemente la ascensión de Cristo mostrando al profeta levitar con los brazos extendidos, como abrazando la gracia divina y, eventualmente, compartiéndola con los personajes que, en tierra, asisten a la escena. Es exactamente el mismo gesto que realiza la protagonista de Wonder Woman 1984 cuando se eleva hacia el cielo y emprende el vuelo. La heroína del film de Patty Jenkins, que adquiere ese don precisamente tras realizar un sacrificio supremo, reproduce incluso esa expresión entre la beatitud y el éxtasis que caracteriza a las representaciones del hijo de Dios en el arte pictórico. Y huelga decir que Wonder Woman, como todos los superhéroes del cómic y del cine, juega un rol inequívocamente mesiánico: se manifiesta entre las gentes del pueblo elegido, que ya no es Israel como en la Biblia sino los Estados Unidos de América, y salva el mundo gracias a sus poderes sobrenaturales. Pero el caso es que esta nueva Mesías levita y vuela; y, en el último tramo del film, adquiere incluso los atributos físicos de un ángel al dotarse de alas doradas que remedan el denso plumaje de un ave, como los serafines de la tradición pictórica o como los ángeles sobre Berlín de Wim Wenders.

Las reminiscencias de la iconografía cristiana son abundantes en ese tipo de filmes pero también las de otros tipos de mitologías y tradiciones culturales. El villano de Wonder Woman 1984, por ejemplo, puede ser una remota variación de figuras como Midas, el rey de Frigia que convertía en oro cuanto tocaba; o Rumpelstiltskin, que concede deseos maravillosos a cambio de una onerosa contrapartida; o Nimrod, que desafió el poder de Yahveh construyendo la torre de Babel. Personajes cuya ambición desmedida acaba provocando su miseria, cuando no la de todos los que le rodean. Es llamativo que la cultura popular norteamericana incida tanto en la inmoralidad y la pulsión autodestructiva de la codicia, ítem más cuando lo vemos en un blockbuster cuyas ambiciones son, sin duda, más pecuniarias que estéticas. Pero es en la forma donde se aprecian otras contradicciones más profundas, como si Hollywood nos transmitiera una cierta mala conciencia de manera sutil e inconsciente.

El año 1984, más allá de sus reminiscencias orwellianas, nos sitúa en el corazón de la América de Reagan y nos remite al Hollywood de la época. Dos años después de Tron, cuatro antes de Who Framed Roger Rabbit, estamos en la primavera de la fantaciencia y en la época en que los efectos visuales se van sofisticando progresivamente hasta llegar a la apoteosis digital de nuestro tiempo, cuando una superproducción como la que nos ocupa contiene tantas imágenes manipuladas informáticamente que podemos dar por abolida de facto la frontera entre el cine de animación y el de imagen real. Cuando los efectos digitales devoraron las imágenes y esa frontera se desdibujó para siempre, Hollywood descubrió el poder visual de la ingravidez. Desde The Matrix hasta hoy, los blockbusters se han poblado de seres etéreos que desafían la física convencional en muchos sentidos pero, sobre todo, enmiendan sin descanso la ley de la gravedad. Wonder Woman 1984, que empieza como Humor amarillo y acaba como Cats, nos relata la historia de una Diana desentendida de la caza y enamoradiza que obra saltos prodigiosos de niña y adquiere por fin el don de volar en mitad de los años ochenta, al inicio del camino hacia la digitalización de la imagen y el triunfo de la ingravidez.

Esa transformación de Hollywood nos llevó a lo que Wonder Woman 1984 es en su tramo final: como todos los blockbusters de hoy, acaba con una larguísima, pretenciosa y mortalmente pesada set piece de rayos y centellas en la que los efectos visuales sobresaturados hacen difícil entender las imágenes y el relato se diluye en una total falta de coherencia, significación e interés. Pero la película de Jenkins, antes de llegar a ese punto, opera una curiosa transición. En su tramo central, entre el prólogo en la tierra de las Amazonas y la elevación de Diana a los cielos, el film trata de armar una historia de aventuras que, con todas sus flaquezas, atesora un cierto aliento tradicional. Por eso Wonder Woman 1984, una película contrahecha y torpe, resulta entretenida y tiene detalles interesantes hasta que el relato es anulado por la ascensión a un paraíso digital más allá de las nubes en el que, como era de esperar, no nos aguarda más que la nada.