Un hombre en camiseta ajustada

¿Por qué Volodímir Zelenski comparece en camiseta de manga corta frente a la cámara? El look del presidente de Ucrania en sus apariciones públicas durante la guerra tiende a ser informal o directamente deportivo. A pie de calle, parece lógico que se proteja del frío con un buen anorak; pero hemos visto a Zelenski dirigirse a nosotros desde un suntuoso despacho o desde un atril, presumiblemente en las dependencias del palacio presidencial de Kiev, con una camisetita ajustada de color verde militar. ¿Qué nos quiere transmitir así? Quizás que está demasiado atareado durante estos días de invasión como para andarse con formalidades y etiquetas. Pero la prensa nos aclara además que el escudo que muestra sobre el pecho es un emblema de las fuerzas armadas; puede que, entonces, Zelenski quiera dar a entender que está personalmente implicado en tareas militares, como cuando el presidente peruano Alberto Fujimori, en 1997, apareció en televisión con chaleco antibalas, como si fuera uno de esos encallecidos policías de las películas de Michael Mann, para dar cuenta de la operación que liquidó de manera expeditiva el secuestro de la embajada japonesa por parte del movimiento Tupac Amaru.

O, tal vez, Zelenski quiera contraponer su imagen a la de su némesis Vladimir Putin, que comparece siempre de traje y corbata, con todo el boato y la pompa que adornan un cargo institucional tan elevado como es la presidencia de la Federación Rusa. Según esta hipótesis, Zelenski querría diferenciarse de Putin apareciendo como un tipo juvenil -es un decir: nació el mismo año que el arriba firmante, en 1978- y en buena forma. Pero no olvidemos que el presidente ruso, que cumplirá setenta años este 2022, ha cultivado también una imagen viril y narcisista de gran hombre de acción: Putin a caballo, Putin pescando con el torso desnudo, Putin sosteniendo un poderoso rifle en plena caza, Putin practicando judo, Putin jugando a hockey sobre hielo… A lo paradójico que resulta, como señala mi amigo Jaume, el aire homoerótico de algunas de esas imágenes de un presidente homofóbico de boquilla, hay que sumar el descacharrante efecto que produjo, hace unos años, el montaje publicitario de una fotografía de James Bond -en su encarnación como Daniel Craig- con el rostro del presidente Putin. Puede que la imagen pública de Volodia quiera ser la de un superhéroe machuno, circunspecto y seductor como el agente 007, pero también es cierto que Bond es el enemigo por antonomasia de la Unión Soviética en la literatura y el cine de masas y, por ende, un personaje furibundamente anticomunista y antirruso. Nada emparenta ni por asomo a Putin con la ideología de la hoz y el martillo pero, sin duda, el acérrimo nacionalismo ruso y el apego al viejo poderío soviético son ingredientes fundamentales de su discurso, su estética y su partido, llamado Rusia Unida e identificado por un logotipo formado por un osito vagaroso y una ondeante bandera tricolor.

Zelenski, decíamos, se nos quiere presentar bajo una apariencia diferente: casual, dinámica y prooccidental. Todos los líderes políticos cuidan al detalle su imagen pública; pero el presidente ucraniano, además, proviene directamente del oficio de la representación, es decir, del arte dramático. Y, en ese sentido, ha superado al mismísimo Ronald Reagan, que también fue actor antes que presidente de su país pero que, salvo que mi memoria y un rápido vistazo a la IMDB nos engañen, nunca interpretó el papel de presidente antes de ejercer el cargo. O, en cualquier caso, no lo hizo inmediatamente antes de presentarse a las elecciones y ganarlas, como Zelenski. En Sluga naroda (sirviente del pueblo), el presidente ficticio Vasiliy Petrovich Goloborodko es interpretado por quien hoy ostenta el cargo en la vida real. La serie de televisión se convirtió así en una suerte de programa electoral espurio, o más bien una presentación en sociedad de la que iba a ser la imagen de Zelenski como presidente.

De hecho, toda la política, no ya en Ucrania sino en el mundo entero, parece circunscribirse al ámbito de la imagen, como si los programas no existieran en absoluto. Zelenski se presentó a elecciones bajo el paraguas de un partido ad personam bautizado igual que su serie de televisión, Sluga naroda, y con un discurso centrado en la consabida renovación de la clase política y ajeno a toda ideología: ni izquierdas, ni derechas, sólo cambio y regeneración. Y, por supuesto, imagen, mucha imagen, una gran estrategia de comunicación. Como la que llevó a la presidencia a Barack Obama, que se declara rendido admirador de Reagan, un presidente de pensamiento muy conservador y políticas muy neoliberales, para afectar amplitud de miras. O como Emmanuel Macron, presidente de ideología etérea y fundador de un partido a su imagen y semejanza, igual que el líder ucraniano. El nombre del partido macronista, La République en Marche, dice tan poco como el Sirviente del Pueblo de Zelenski o la marca Podemos, que catapultó a otro líder procedente de la pequeña pantalla: Pablo Iglesias no es actor sino tertuliano -acaso periodista- y su partido es, éste sí, fácil de situar políticamente a pesar de que su nombre no signifique nada y de que el mismo Iglesias incurriera en ese sonsonete tan de nuestros días según el cual ya no hay (que hablar de) izquierda ni derecha. Que ahora hay que hablar de «los de arriba y los de abajo», dijo Iglesias, como para ponérnoslo más fácil, pues a ver quién es el caradura que se alinea con los de arriba. Nuestro ex ministro ha tenido alocuciones bastante más afortunadas, la verdad, porque el abajismo es una fruslería que puede cómodamente suscribir cualquiera, ya sea el sirviente del pueblo Zelenski, el ex banquero Macron, la Rusia Unida del superagente Putin o, de hecho, todos esos movimientos de extrema derecha ultranacionalista que medran a lo largo y ancho de Occidente.

El advenimiento como presidente del actor que hizo de presidente fue algo así como un paso simbólico en la política de nuestro tiempo. La ficción tomó posesión de la realidad. O, si se prefiere, la comunicación se impuso definitivamente a la política. Si nuestras vidas se desarrollan en las pantallas más que en el mundo exterior, si la gente prefiere caminar con la cabeza gacha y manipulando el móvil a mirar al frente, ¿no es lógico que el presidente en la vida real sea el mismo tipo que cumple ese rol en una serie de televisión? Rusia es la potencia invasora y Ucrania, el país ocupado; por ese motivo, mucha gente al Oeste del Dniéster quiere ver a Zelenski como un héroe o un mártir, lo cual tal vez sea también una forma de ficción o relato. Lo sea o no, Zelenski es también un tipo ocupado en ganar la guerra de la imagen al mismo tiempo que la contienda militar. Y me pregunto si eso es sintomático en algún sentido. No me gusta Putin y condeno sin ambages la invasión, por supuesto, pero tampoco creo que haya buenos y villanos en esta historia. Como en muchos otros conflictos recientes, tal vez sólo haya villanos con diferentes grados de responsabilidad o, peor aún, con diferentes roles. Entre otros motivos porque, mientras Putin y Zelenski cultivan sus propios mitos a través de las cámaras, mientras las negociaciones se alargan por motivos quizás poco edificantes y la paz se demora, lo que ocurre en el mundo real, más allá de las pantallas, donde impactan las balas y los proyectiles, es una tragedia sin paliativos.