Puñetazos en la mandíbula

Ya ha pasado casi una década desde que vimos Mad Max: Fury Road (George Miller) y quizás no hayamos vuelto a ver ninguna película de acción que transmita esa energía pura, electrizante. Pero sí hemos visto recientemente dos thrillers que, a pesar de ser mucho más modestos, comparten con él un desparpajo inhabitual, una desinhibición que los distancia mucho de cierta pacatería propia de los blockbusters de hoy. Me refiero a Silent Night (John Woo) y The Beekeeper (David Ayer), largometrajes sucintos y directos que pueden parecer vulgares pero que nos sorprenden por su seca contundencia.

Ambos relatan una venganza sangrienta perpetrada en apenas unas horas por prototípicos antihéroes que tienen poco o nada que perder. La anécdota, de hecho, es nimia. Lo importante es seguir las evoluciones de sus protagonistas, auténticos ángeles exterminadores que siembran la muerte a su paso. Un tipo de cine comercial aparatoso y estentóreo que hemos visto en las últimas décadas nos ha acostumbrado -como también, probablemente, la cultura de los videojuegos- a una violencia omnipresente, hiperbólica y más bien banal: el héroe dispensa palizas y acribilla a balazos a multitudes de sicarios de una manera rutinaria y poco atractiva, casi como si se ocupara formulariamente de llenar los planos dotándolos de movimiento mientras avanza. Por eso es significativo que Silent Night y The Beekeeper nos resulten films dinámicos y violentísimos, experiencias de una agresividad tangible, rabiosa, desusada.

¿Cómo lo logran? Los films de Woo y Ayer no aparentan ninguna sofisticación pero están ejecutados con mucho más estilo y finura de lo que parece, como lo demuestra el mero hecho de que su ritmo sea tan vigoroso. No hace falta hacer un concienzudo ejercicio de découpage para notar que la acción es fácilmente entendible y nos es relatada en eficaces set pieces; además, no hay una constante música enfática de fondo como en otras películas que parecen querer alcanzar con ruido lo que no son capaces de generar con la imagen; y, en general, no parece que sobre ni un solo segundo, ni un plano.

Podríamos equipararlos a Blue Ruin o Green Room, contundentes thrillers de Jeremy Saulnier. Pero las películas a las que nos referimos son más toscas y, de hecho, hallan su tono precisamente en esa tosquedad afectada. Como si Woo y Ayer quisieran tomar distancia respecto a los blockbusters convencionales de hoy en día, que tienden a hacer el ridículo buscando un punto de distinción, y demostrar que ellos no están para zarandajas: en Silent Night y The Beekeeper, lo importante es ver a un tipo corriendo, repartiendo mandobles y disparando a diestro y siniestro. Da igual si los villanos son de opereta o los decorados son perfectamente impersonales. Transmiten confianza en el material que tienen entre manos y se nos antojan películas honestas con el espectador, pues no parece que nos estén vendiendo una alfombra un obsequioso comerciante sino más bien que alguien nos está contando algo con genuina fruición.

Tampoco hay muchos miramientos en cuanto a la trama. Muchas películas de superhéroes u otras superproducciones actuales tratan de revestir el comportamiento de sus personajes de cierta complejidad moral y hondos sentimientos, amén de dotarse de un trasfondo edificante de ecologismo o igualitarismo. Woo y Ayer no necesitan pagar esos tributos. Sus protagonistas son tipos vengativos y enajenados, muy alejados de la corrección moral, que resultan a la postre mucho más interesantes porque acarrean una contradicción inherente al western y al thriller americanos, es decir, la discordancia entre la ley y la justicia como mecanismo que desencadena la violencia.

Así pues, el zaherido padre de familia de Silent Night y el exagente secreto de The Beekeeper encarnan la figura del free rider que, ante la corrupción o la inoperancia de las fuerzas del orden, se ampara en la ley del más fuerte. No son woke ni MAGA; son sólo cuerpos revoltosos que avanzan hacia una venganza posiblemente autodestructiva. Por eso tal vez sean los continuadores tardíos o acaso los meros espectros de la figura del héroe hollywoodiense; y su nihilismo nos hace pensar en el clima moral del cine de los años setenta más que en los testosterónicos forzudos de los ochenta o en la gazmoñería de nuestro tiempo. Silent Night y The Beekeeper, en suma, parecen films pequeños pero muestran un sentido de la puesta en escena muy notable y están fuertemente enraizados en la tradición del cine americano.

Deja un comentario