Menos es más

Las reverberaciones del giallo en nuestro tiempo son explícitamente celebradas en homenajes como Berberian Sound Studio (Peter Strickland) o Un couteau dans le coeur (Yann González), películas que rinden tributo al género desde la atalaya de un cine europeo de autor de noble factura. En comparación, ¡Corten! supone una experiencia más radical, ya que Marc Ferrer homenajea al giallo y a Dario Argento desde los singulares parámetros de un cine artesanal… SIGUE LEYENDO EN EL NÚMERO 110 (DICIEMBRE DE 2021) DE CAIMÁN. CUADERNOS DE CINE: https://www.caimanediciones.es/tienda/numero-110-161-diciembre-2021/

Que sigan las imágenes

Hablamos con poca frecuencia del blanco y negro: no hay una sola respuesta a la pregunta sobre por qué un cineasta opta por filmar sin colores, incluso puede que haya tantas respuestas como casos. Al espectador de Cold Meridian, una película de sólo seis minutos de Peter Strickland, le sorprenderá tal vez esa elección después de la expresiva paleta de colores que caracteriza sus largometrajes anteriores: Berberian Sound Studio, The Duke of Burgundy e In Fabric. Los tres títulos tenían en común un estilo visual que remite al cine de los años setenta, a las texturas de la serie B y el giallo; Cold Meridian, por el contrario, parece un film apegado a la estética de la fotografía artística o del fotoperiodismo, pero también a la urgencia e imperfección propias de este nuestro presente digital, efecto de la socialización sin precedentes de la producción de imágenes que ha acontecido de un tiempo a esta parte.

La vaga anécdota de Cold Meridian -con la que, por cierto, Strickland vuelve a Hungría, donde transcurría también Katalin Varga– nos habla precisamente de la interacción entre el espectador y lo que acontece en la pantalla, hasta el punto de que el film puede considerarse una cierta poemización de nuestras formas actuales de consumo audiovisual a través de los dispositivos digitales de toda suerte y condición. Un poema, en cualquier caso, fragmentario y quebradizo: la mirada de Strickland, tan atenta a los detalles y a las texturas en sus largometrajes antes citados, esta vez explora con curiosidad la poética del fragmento, de la hojarasca de imágenes digitales desprovistas de aura, algo muy común en cierto cine de autor de hoy. Y, además, conduce las imágenes hacia una de sus fronteras secretas: su propia congelación. Como el Godard de Sauve qui peut (la vie), Strickland busca en la detención del movimiento algo que rasgue el flujo comunicativo de la pantalla y nos obligue a detener nuestro propio fluir como espectadores y observar, en la quietud de las formas, algo que podríamos definir como la materialidad desnuda de las imágenes, el esqueleto a la vez pobre y fascinante que supone un frame solitario, una fracción de segundo estampada sobre la pantalla.

La hojarasca digital tiene colores, Cold Meridian no los tiene: quizás es una manera de guiñarnos el ojo y decirnos que este cortometraje no es discurso, ni tampoco está relacionado con ninguna noción de realismo o apego a la realidad del tipo que sea. Es más bien una forma de arte poética, un ejercicio consistente en fragmentar la imagen, observar de cerca su textura y restituir su belleza primigenia. Mientras vemos con instintiva inquietud cómo el cinematógrafo, tal y como lo hemos conocido durante cien años, se va diluyendo como un azucarillo ante nuestros ojos, Cold Meridian nos invita a pensar que lo que está en juego no es exactamente la pervivencia del cine sino la de un cierto valor de las imágenes que hemos experimentado en la pantalla durante todo el siglo del cine. Que no hay que temer el advenimiento de una nueva era sino más bien seguir ocupándonos de que las imágenes sigan significando algo, que sigan teniendo algún valor en lugar de pasar banalmente ante nuestros ojos. Ésa es la transmisión necesaria, lo que de todo el patrimonio cinematográfico que atesoramos a nuestra espalda debería proyectarse hacia el futuro.



Un verano fantástico

No hay, en realidad, nada fantástico en Midsommar (Ari Aster), la historia de una joven norteamericana que pierde trágicamente a su familia y se ve, acto seguido, embarcada en una expedición trampa al falansterio de una secta tradicionalista sueca donde parecen materializarse sus pesadillas. La extrañeza de todo cuanto rodea a nuestra heroína queda subrayada por lo inextinguible de la luz diurna, constante durante el solsticio de verano de Suecia, igual que pasaba en la Alaska de Insomnia, un thriller de Christopher Nolan más estimulante que las superproducciones que ha realizado posteriormente. Midsommar, en cambio, no es exactamente un thriller ni tampoco una película de terror, al menos en un sentido convencional: si la noche es el aliado de lo monstruoso en el género fantástico, aquí es su reverso, el día inacabable del verano escandinavo, lo que cubre paradójicamente de misterio los acontecimientos, que nunca traspasan la frontera de la realidad pero parecen estar siempre en su límite. No en vano, vemos a menudo a través de los ojos de la protagonista, recurrentemente drogada por voluntad propia o a traición.

Tampoco hay nada fuera de la realidad en Beoning (Burning), de Lee Chang-dong, a pesar de que la aparición y la desaparición de la mujer que desencadena la trama remiten de alguna manera a lo fantástico. Su película gemela estadounidense, Under the Silver Lake, de David Robert Mitchell, es aún más ambigua en cuanto a la presencia de lo fantástico, y acaba también, como Midsommar, acercándonos a las intimidades de una secta que devora vidas de jóvenes mentalmente frágiles. Beoning y Under the Silver Lake nos relatan el desquiciamiento de sus protagonistas varones ante la desaparición de la mujer amada y nos remiten así al referente de Vertigo, la película de Hitchcock con la que nos encontramos una y otra vez al comentar el cine contemporáneo. Si Vertigo se ha convertido en un referente tan propicio es quizás porque, entre otros motivos, se trata de una obra cumbre de lo que llamo el cine otramente fantástico, esa región del cinematógrafo poblada de misterio en la que, en realidad, no se quiebra la lógica realista, al menos de manera explícita, pero tenemos la sensación de estar cerca de sus lindes, como sucede en Midsommar. La película de Ari Aster, además, trata un tema propiamente dicho, y con bastante explicitud, que es la extrañeza de las relaciones personales: la desconfianza, la incomunicación, la cobardía y los roles de género que desdibujan la amistad y el amor. Por eso, no está muy lejos de la Genèse de Philippe Lesage, cuyo vínculo con lo raro es más sutil. En ella, una canción de raíz folklórica es interpretada dos veces, como si fuera una invocación: justo al principio del film y mucho más adelante, al producirse la mágica cesura que nos traslada a una tercera historia por completo desligada de las dos que hemos seguido antes. Nada es ni remotamente fantástico pero nos recorre una sensación parecida a la que produce la aparición de un espectro.

Más cerca del fantástico se ha situado una parte del último cine de autor francés del que hemos hablado en estas páginas: Zombi Child (Bertrand Bonello), High Life (Claire Denis) o Les Garçons sauvages (Bertrand Mandico) se adentran en el género con cierta osadía, y otras bordean lo fantástico de manera más tangencial, como Un couteau dans le coeur (Yann Gonzalez), Holy Motors (Léos Carax), Rester vertical (Alain Guiraudie), Grave (Julia Ducournau)… Esa atracción no es exclusiva del cine francés, ni se limita a los otros ejemplos antes citados: el iraní Mani Haghighi coquetea con lo fantástico tanto en Ejdeha Vared Mishavad! (A Dragon Arrives!) como en Khook (Pig). El español Víctor Moreno ha creado un auténtico subgénero de fantástico documental con Edificio España y La ciudad oculta. La maravillosa John From, del portugués João Nicolau, se evade hacia lo irreal como rompiendo las dimensiones del cinematógrafo con el conjuro de su imaginativa protagonista. Las últimas realizaciones de Pedro Costa habitan también en algún lugar fuera de la realidad, o quizás en sus profundidades. El cine del británico Peter Strickland discurre siempre por la frontera del fantástico, dejando que el espíritu del giallo tome posesión de sus imágenes y le dé su verdadero tono y dimensión. Y todo parece emanar de Jauja, el film fundamental de Lisandro Alonso que describe una tierra ignota en la que el cine de nuestro tiempo es engendrado en forma de fantasmagoría.

Si el siglo XXI empezó mostrándonos imágenes que querían borrar la compartimentación entre el cine documental y la ficción, el cine más actual parece centrarse en derribar otra barrera, la que acota lo fantástico, para hacer que lo extraño lo recorra todo. El cine, y particularmente el cine de autor, cada vez es más fantástico; pero eso no quiere decir que se acerque al género fantástico sino más bien a sus límites, a la zona fronteriza en la que ya se adivinan las formas abstractas del misterio. De hecho, se está redefiniendo la idea de realidad en el cine a través de esa ventana abierta a otras dimensiones que abre la presencia de lo fantástico. Es significativo que pase ahora, durante el reinado de las redes sociales, que es también el invierno del periodismo, es decir, en mitad de una crisis de desconfianza en la verdad provocada por formas de comunicación que privilegian la confirmación de los prejuicios y el encasillamiento de las sensibilidades. Siempre he creído en la capacidad liberadora del cine, en su función humanística, y por eso no creo que la floración de lo fantástico contribuya a ese alejamiento de la noción de verdad sino todo lo contrario: puede que las imágenes cinematográficas nos estén advirtiendo entre líneas que la realidad es compleja y que se puede mirar más allá de las apariencias, los convencionalismos y las ideas preconcebidas. Al fin y al cabo, si alguna función -terrible palabra- puede tener el cine es contribuir a enseñarnos de nuevo a ver, ¿no?