El cine de hoy es un regreso constante a las esencias. El 49º Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges, que se ha desarrollado entre los días 7 y 16 del corriente, nos invita a pensar un año más en dos tipos de películas: unas transitan una y otra vez los géneros de siempre y como siempre, con suerte dispar (citemos The Autopsy of Jane Doe o Always Shine como dos de los ejemplos más honrados de la muestra), y otras interrogan en sus imágenes las esencias de esos géneros o del cine mismo. Y, en un certamen dedicado especialmente al cine fantástico y de terror, no faltan filmes que parecen querer asomarse al germen del misterio, del arcano, de lo que hace que lo fantástico sea fantástico.
Llama la atención que varias películas del festival hayan llevado a sus personajes a extraviarse por un bosque, espacio característico del género, proyección evidente de nuestros temores y de lo que de misterioso hay en este mundo. Gérard Depardieu se desorienta en una jornada de caza en The End (Guillaume Nicloux) por unos caminos en los que sólo aparecen personajes esquinados que no le ayudan a regresar, y los niños de Dans la forêt (Gilles Marchand) descubren la dimensión monstruosa de su padre en una arboleda sin fin del interior de Suecia. Más abstracta que las anteriores, I tempi felici verrano presto (Alessandro Comodin) nos conduce a la esencialidad del cuento, a los rudimentos de la cultura popular, con un tono parecido al de Bella e perduta o al de algunos momentos del cine de Apichatpong Weerasethakul. Muestra de un fantástico reposado, silencioso y meditabundo, el film de Comodin establece, digamos, el tiempo del misterio como tema, lejos de la hechura convencional del género fantástico, tan llamativo, tan narrativo y tan simbólico.
Pero ningún bosque es más inquietante e inagotable que el O ornitólogo (João Pedro Rodrigues), cuyo protagonista deviene un trasunto de San Antonio de Padua y un Ulises que va hallando Calipsos y Polifemos en sus aventuras por el curso de un río cercano a la frontera de Portugal con Galicia. Como si llegara a la Jauja de Lisandro Alonso, el ornitólogo del film, que quería observar la naturaleza con ojos científicos, transita por lo desconocido, seguramente por el territorio de los muertos, y da con lo desconocido, la superstición, el rito, la brujería… Con lo humano y con lo divino, incluido el mismísimo Espíritu Santo. El bosque es una prisión, una cárcel de misterio, el reino de lo inefable. El paisaje y el tono del film recuerdan a Dies d’agost y Un dia perfecte per volar, ambas de Marc Recha, y su sentido esencial de la aventura y del paisaje la emparenta con otros dos filmes fundamentales de Sitges 2016.
Una, Ejdeha Vared Mishavad! o A Dragon Arrives! (Mani Haghighi), una de las revelaciones más iluminadoras del festival. Cada secuencia da un quiebro que enmienda lo que uno ha visto antes, y el espectador recupera la capacidad de sorprenderse, la fascinación primigenia del cine, como si asistiéramos a la proyección de una película de Méliès a principios del siglo XX. La riqueza del film reside, en parte, en sus continuos tránsitos entre la ficción y lo documental, entre lo fantástico y la historia, entre lo policiaco y lo místico. Haghighi arma un cine que interpela al espectador a la vez que lo desconcierta, que enseña sus cartas y las esconde al mismo tiempo. Y, por si no estuviera bastante clara su naturaleza esencial, nótese que, si hay una protagonista femenina en el film, quizás sea la que se llama, precisamente, Shahrzād.
Y la otra, Salt and Fire, último largometraje de ficción de Werner Herzog, que se muestra especialmente hugoprattiano y tan libre como siempre en su manera de ensalzar la aventura humana, de filmar con delectación el paisaje, de construir su cine a partir de la imagen de la naturaleza. Herzog pasa de delicadezas y nos brinda una película aventurera sobre aventuras, sin miramientos, que encuentra su esencialidad en el blanco deslumbrante y el cielo inabarcable del salar de Uyuni boliviano, espacio privilegiado para un nuevo origen de lo cinematográfico y de lo humano.
Los vampiros cotidianos
Salt and Fire tiene como protagonista a Michael Shannon, igual que la poderosa Midnight Special (Jeff Nichols), un thriller vigoroso dotado de un encomiable pulso narrativo que deriva con naturalidad hacia lo fantástico, una faceta nueva en la América de Nichols. El misterio en Midnight Special nos conduce hacia el cuestionamiento de lo humano, sus límites y su contacto con la monstruosidad, que es otro de los rasgos de lo fantástico que han sido explorados fructíferamente por el cine del festival de Sitges. Ahí están, por ejemplo, el vampiro adolescente de The Transfiguration (Michael O’Shea) o las caníbales de Grave, el deslumbrante primer largometraje de Julia Ducournau cuyas protagonistas, de alguna manera, parecen compartir el síndrome de Vincent Gallo y Béatrice Dalle en Trouble Every Day (Claire Denis).
Grave evoca al origen del mal o del vampirismo en paralelo al surgimiento de la concupiscencia y a los ritos iniciáticos de juventud, estableciendo una inteligente contraposición entre las jerarquías sociales, el sistema de castas y la violencia institucionalizada, y la revelación de los instintos primarios, salvajes, que liberan formas incontroladas y puras de sensualidad. Ducournau cita explícitamente la Justine del Marqués de Sade e implícitamente la nueva carne de David Cronenberg, y nos sitúa ante los constantes cuestionamientos morales que afrontamos en la juventud, cuando los débiles se enfrentan a los injustos y el sistema social se revela como un tramposo e hipócrita mecanismo de domesticación de la violencia.
La rebeldía de las chicas y chicos de Grave y The Transfiguration no está, en realidad, muy lejos de la del protagonista de Danjiki geinin o Artist of Fasting (Masao Adachi), que adapta libremente el texto homónimo de Franz Kafka. Adachi nos habla de la confrontación entre un arte radical e insobornable y las convenciones sociales, de los límites entre la banalidad y la genialidad, de las contradicciones del gesto artístico y su conexión con el Zeitgeist. De alguna manera, se trata de un arte tan fiel a sus esencias como el del fotógrafo de Le Secret de la chambre noire (Kiyoshi Kurosawa), un maestro del daguerrotipo en pleno siglo XXI. Nos encontramos en otro característico espacio de misterio del género fantástico: la casa, lugar de encuentro entre los muertos y vivos, y escenario de las miserias y secretos familiares. Con una atmósfera parecida a la de la Histoire de Marie et Julien de Rivette, el film de Kurosawa, muy sugerente sobre todo en su primera mitad, establece un curioso encuentro curioso entre el cine género oriental y los espacios y ritmos característicos del cine francés.
Nostalgia de los setenta
Si hay un género, más allá del fantástico, que tiene siempre un espacio privilegiado en el festival de Sitges, es sin duda el thriller. A parte de la buñuelesca extravagancia de Ang Napakaigsing Buhay Ng Alipato o Alipato – The Very Brief Life of an Ember (Khavn), búsqueda sin contemplaciones de un tono genuinamente propio para retratar los bajos fondos de Manila mucho más allá de coñacito social -y, de hecho, también del thriller– y filmada en excesivos y delirantes travellings con steadicam a lo Hard to Be a God, a parte, decíamos, ha destacado una cierta tendencia a recrear el tono del thriller americano de los años setenta. Es, claramente, el caso de Saam Yan Hang o Three (Johnnie To), film policiaco enérgico y genuino con una atmósfera, un ritmo y un tipo de personajes que parecen evocar los filmes de la década del Watergate. To añade, cómo no, ese punto de distanciamiento à la moderne tan de su estilo, irónico y barroco, pero sin dejar de reverenciar las esencias del género.
Y podría ser el caso de la sorprendente Tower (Keith Maitland) a pesar de no ser en absoluto un thriller. Explicándonos la matanza provocada por un francotirador desde la torre de la Universidad de Texas en Austin en 1966 con una mezcla de entrevistas en imagen real, footage y recreación animada, Tower encuentra la verdad del cine navegando a la vez por lo documental y la ficción, por la recreación y la memoria, por la indagación y la emoción. Film vivísimo que empatiza con las víctimas y los héroes sin caer nunca en la manipulación sentimental, Tower está mucho más cerca de Claude Lanzmann que de Steven Spielberg y transmite una naturalidad que, por transcurrir en Austin, nos hace pensar justamente en Richard Linklater.
No obstante, el thriller más importante de Sitges 2016 ha sido el de uno de los propios protagonistas del nuevo Hollywood de los setenta. Con Dog Eat Dog, Paul Schrader documenta con amargura la vejación del cine negro en el cine americano actual. En la América de Obama, ya no hay lugar para el film noir, como no lo hay para esos rateros protagonistas que han estado lustros en la cárcel y han perdido el tren de los tiempos. Son personajes muy quijotescos: aventureros a la antigua, fuera de su tiempo, ridículos e inútiles. El romance, la amistad y el triunfo son coartados en el film, patéticamente imposibilitados, nada se resuelve y los personajes acaban todos humillados y ofendidos, además de aniquilados. Con un punto de autoparodia, Schrader ha firmado un film harto aclarador sobre el espíritu de su cine y sobre su visión del estado de las cosas.
En el festival, además, se ha rendido tributo a otro de los nombres esenciales de aquella generación a través de De Palma, el documental de Noah Baumbach y Jake Paltrow sobre el director de Dressed to Kill. Mediante una larga entrevista en la que Brian de Palma va comentando cronológicamente su obra en plan El cine según Hitchcock, el film acaba siendo sobre todo una disertación sobre la relación entre De Palma y, precisamente, el cine de Hitchcock como pulsión motora de sus películas. Deviene, pues, un film sobre la pervivencia de los mecanismos del suspense, sobre la fascinación ante el arte(facto) cinematográfico, sobre el cine de la cinefilia que se extiende hasta nuestros días: un ensayo indirecto sobre la modernidad en el cine.
Para acabar, otro realizador de la generación de Schrader y De Palma ha sido, como es habitual en él, el cineasta más particular y esencial del festival. En Voyage of Time: Life’s Journey, Terrence Malick compone un poema sobre el origen de la existencia que deviene una elegía sobre el germen de las imágenes, del cinematógrafo. Podría considerarse una derivación de The Tree of Life o de toda su obra reciente en la que la narración ha sido esta vez apartada para abrazar desnudamente el lirismo arrebatado propio del cine de Malick. Un nuevo tratado sobre la filmación de la naturaleza y la revelación del misterio que atesora: ¿no es, a fin de cuentas, de lo que hablábamos al inicio de este reporte?