Cuando pienso en los títulos de las películas, siempre reparo en que Philippe Garrel tiene un especial buen gusto y da nombres muy bellos a sus criaturas: Le Vent de la nuit, La Frontière de l’aube, Les Amants réguliers, Sauvage innocence, La Naissance de l’amour… Hay un deje literario en todos ellos, son títulos que nos invitan a adentrarnos en un cine centrado en la persona y sus circunstancias, en un relato de la aventura del alma humana que tiene una innegable continuidad entre el mundo de las letras y la ficción cinematográfica. Así es una vez más en Le Sel des larmes, su último largometraje, o quizás deberíamos decir el último capítulo de un inmenso libro filmado que componen sus películas, vasto ensayo sobre la soledad, el desamor, los celos, los roles de los miembros de la pareja, las relaciones filiales… Sobre todo lo que acontece en el contacto entre los seres humanos y sobre la sal de las lágrimas.
Como ya comentamos a propósito de L’Amant d’un jour, con el tiempo, el cine de Garrel se va pareciendo cada vez más al de Hong Sang-soo por dos razones: ambos han convertido sus obras en un preciso sistema de variaciones sobre unos mismos motivos que se repiten en cada film, y ambos avanzan hacia un progresivo y conmovedor despojamiento, la sencillez aparente de los cineastas que, en la madurez creativa, actúan bajo la máxima de que menos es más. Coinciden también en el uso recurrente del blanco y negro, la textura de la melancolía, y Garrel vuelve a trabajar con Renato Berta en Le Sel des larmes, el director de fotografía de sus últimas películas. Las imágenes de sus filmes tienen un grano característico, una apariencia particularmente evocadora e íntima, acorde con el tono del relato. Pocas veces la piel es tan tangible como en el cine de Garrel, dotado de una sensualidad muy especial. En sus imágenes, reconocemos el temblor de las gotas de agua sobre un rostro que acaba de salir de la ducha, el amor carnal es singularmente bello y las mujeres son atrayentes y reales como en la vida misma.
El cine de Garrel consiste en buena medida en el reconocimiento del mundo real en la pantalla, apela a nuestras vivencias desde los detalles más banales -la fisicidad de las calles de París, las entonaciones de una conversación informal en un comedor familiar…- hasta las más finas complejidades de nuestras inconstancias sentimentales. Le Sel des larmes trata sobre un joven que busca la quimera del amor y por el camino conoce a tres mujeres; es egoísta e injusto con dos de ellas y sufre el demonio de los celos con la tercera, que lo somete a un ménage à trois sobrevenido. No es un héroe sino un personaje mediocre y errático, como lo somos todos en el fondo. A Garrel no le interesa la perfección moral, el arco dramático o ningún tipo de torpe catarsis, sino la descripción de sentimientos y errores que cualquiera de nosotros ha vivido en uno u otro papel en algún momento de la vida. En su cine, particularmente en este último largometraje, las emociones son tan veraces como el tacto de la piel.
Se repiten en Le Sel des larmes motivos y situaciones habituales en el cine-libro de Garrel, como el hermoso travelling lateral sobre los jóvenes bailando en grupo. Y, de nuevo, frente a los devaneos sentimentales de la juventud, aparecen los personajes mayores, concretamente el padre del protagonista, para mostrarnos la otra dimensión de la melancolía, la de los años acumulados y la perspectiva de una vida que ya tiene mucho más recorrido hecho que por hacer. Sobre la conciencia del padre pesan tanto las inconstancias de su hijo, en el que querría ver la realización de una vida mejor y más recta, como la herida indeleble dejada por un suicidio cercano (el de su propio padre), tema también recurrente en la obra garreliana. Y hay en Le Sel des larmes un voz en off que nos es administrada con morosidad y delicadeza, dando las pinceladas justas para, digamos, hacer visible la narratividad de la película; de nuevo, algo muy cercano al espíritu del cine de Hong, quien transparenta también mediante la voz en off y otros recursos la condición de relato de sus filmes. El tono de Hong es más ácido e irónico pero coincide con Garrel en la descripción de pobres patanes, generalmente varones entregados a la conquista de la mujer que caen en las trampas de sus propias ensoñaciones. Garrel y Hong, en fin, conforman un región propia en el cine contemporáneo (y, entre sus afines y allegados, debemos contar a Pablo García Canga, un evidente discípulo de Garrel en sus filmes en blanco y negro) en la que un progresivo despojamiento nos va ofreciendo una visión cada vez más rica de cómo la ficción cinematográfica cartografía con sus propios medios la provincia del hombre.